domingo, 13 de mayo de 2012

CASTILLA. ¡EL CID CABALGA!

El ciego sol se estrella
en las duras aristas de las armas,
llaga de luz los petos y espaldares
y flamea en las puntas de las lanzas. 

El ciego sol, la sed y la fatiga.
Por la terrible estepa castellana,
el destierro, con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro- , el Cid cabalga. 

Cerrado está el mesón a piedra y lodo.
Nadie responde. Al pomo de la espada
y al cuento de las picas el postigo
va a ceder... ¡Quema el sol, el aire abrasa! 

A los terribles golpes,
de eco ronco, una voz pura, de plata
y de cristal responde... Hay una niña
muy débil y muy blanca
en el umbral. Es toda
ojos azules y en los ojos lágrimas.
Oro pálido nimba
su carita curiosa y asustada.


“¡Buen Cid, pasad...! El rey nos dará muerte,
arruinará la casa,
y sembrará de sal el pobre campo
que mi padre trabaja...
Idos. El cielo os colme de venturas...
¡En nuestro mal, oh Cid no ganáis nada!”


Calla la niña y llora sin gemido...
Un sollozo infantil cruza la escuadra
de feroces guerreros,
y una voz inflexible grita “¡En marcha!”


El ciego sol, la sed y la fatiga.
Por la terrible estepa castellana,
al desierto, con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro-, el Cid cabalga.

Manuel Machado 

viernes, 11 de mayo de 2012

EL SABOTAJE Y AFINES



De la cartas entrecruzadas entre tres de los obispos de la FSSPX (de Galarreta, Tissier de Mallerais y Williamson) al Consejo General de la misma, y de la respuesta del obispo Fellay y del resto del Consejo General a los tres obispos (ver todo aquí en nuestro post anterior), y suponiendo la autenticidad de las mismas, se deducen de ellas varias cuestiones.          

Por una parte, se infiere que el acuerdo romano está sellado, que es inminente el anuncio oficial de la regularización de la FSSPX por parte de Roma, y que la Fraternidad será una “prelatura personal”. ¿Se infiere también una ruptura de los tres obispos o de alguno de ellos con la FSSPX? No lo sabemos ni lo esperamos.

También se deducen varios principios rectores del llamado “acuerdo Roma-FSSPX”. Por ejemplo cuando Fellay les pregunta a los otros tres obispos: “Para ustedes Benedicto XVI ¿es Papa legítimo? Si lo es, ¿Jesucristo puede todavía hablar por su boca? Si el Papa expresa una voluntad legítima respecto a nosotros que es buena, que no da una orden en contra de los mandamientos de Dios ¿tenemos el derecho de desatenderlo, de devolver un revés a esta voluntad? Y si no ¿en qué principio se basan para actuar de este modo? ¿No creen ustedes que si Nuestro Señor lo ordena El nos dará los medios para continuar nuestra obra?” Como aclaración necesaria, vale decir que el gobierno de la FSSPX no está dividido entre sus obispos, sino que reside en su Superior General.
Por nuestra parte, lejos estamos de defender la autoridad ante lo ilegítimo: hace unos años, ante el “affaire Williamson”, en muchos posts defendimos al obispo inglés considerando que estaba siendo víctima de una falaz persecución, y criticamos entonces la actitud de Mons. Fellay y aún la del Papa, por no haberse pronunciado a favor de Williamson.

En ese mismo momento, muchos “tradis” (sino la mayoría) cerraba filas detrás de Mons. Fellay. Y aunque no estábamos de acuerdo con esa actitud, tal vez la comprendíamos, pues ante la tormenta mediática la grey defendía a su pastor, la Fraternidad se auto-preservaba en su Superior General.
Hoy, pasado el tiempo, la situación ha cambiado. Decíamos que la reacción de muchos de los fieles tradicionales, gente valiosísima si las hay, de estar en contra o de temer al acuerdo romano, parece ser la consecuencia natural de años, décadas de vivir excluidos por la Jerarquía, de ser tratados sin la más mínima caridad ni justicia, de estar públicamente bajo el mote odioso de cismáticos… Que vivir tanto tiempo de ese modo puede haber creado cierto hábito mental, cierto capillismo que tal vez demore cambiar.

Ese rechazo o temor no sólo puede divisarse en los “anti-acuerdistas” históricos, se ve también en el llamativo silencio de los más prudentes, y no sólo incluye a gran parte de los fieles, sino a sacerdotes, y nos enteramos todos hoy de que también a tres de los obispos de la FSSPX.

Nosotros, por el contrario creemos que la regularización oficial de la Fraternidad hará que muchas almas lleguen a la tradición, sin perjuicio de las que ya lo están. Y si opinamos en favor de un acuerdo es porque, aunque viles pecadores, nos urge la salvación de las almas. Y no por ello nos consideramos menos “combativos”, al contrario.

El rechazo de muchos fieles tradicionales al acuerdo romano puede provenir de infundados temores a la desaparición de la la tradición, cuando en realidad lo lógico es que aumente. Al decir de Mons. Fellay en la carta, “nos reprochan de ser ingenuos o de tener miedo, pero es su visión de la Iglesia la que es demasiado humana e incluso fatalista. Ustedes ven los peligros, los complots, las dificultades pero no ven la asistencia de la Gracia y del Espíritu Santo.” Aunque el futuro, en manos de la Providencia, nos depare haber cometido un “error”, ¿seremos imputados de haber confiado en la misma Providencia divina?

Esperamos que se esté lejos de creer que se posee la verdad por algún oculto mérito que inconscientemente se percibe como propio. Es cierto que estos sucesos no son iguales a otros sucesos, que la palabra Parusía se lee en estos acontecimientos, ya directa o ya indirectamente. Sin embargo, el estudio de las profecías no pueden ser motivo de abstenerse de la caridad, que si los indicios nos plantan cerca de la Parusía, no por ello estaremos dispensados de las obras de misericordia.

Citamos la carta de Mons. Fellay: “Pretender esperar a que todo se arregle para llegar a lo que ustedes llaman un acuerdo práctico, no es realista. Es muy probable, viendo como se desarrollan las cosas, que el fin de esta crisis tomará todavía decenas de años. Pero rehusar trabajar en el campo porque todavía haya mala hierba, con el riesgo de asfixiar, de estorbar la buena hierba, encuentra una curiosa lección bíblica; es Nuestro Señor que nos hace comprender por su parábola de la cizaña que siempre habrá, en una forma u otra, mala hierba a arrancar y combatir en su Iglesia.”

Estemos deseosos que todas las almas reciban de lo que también nosotros hemos recibido.

Constantino
Editorial de Santa Iglesia Militante  

lunes, 7 de mayo de 2012

A TUS ÓRDENES SEÑOR


A Tus órdenes, Señor.
Gracias te doy, Señor, Dios de los Ejércitos
Por esta vocación militar que me has concedido
Para Tu mejor servicio.

Te ofrezco todo el esfuerzo y fatiga de este día
Para conseguir mi más auténtica formación militar.
Ayúdame, Señor, hoy, en el combate
Para vencer las mentiras del mundo,
Los engaños del diablo,
Y las tentaciones de mi carne.

Hazme duro en el sacrificio,
sincero en la disciplina
y alegre en el compañerismo.

A tus pies Virgen María pongo mi espada.
No apartes nunca Madre 
tu mirada amorosa de tu último soldado.   

Oración de la Academia Preparatoria San Fernando

viernes, 4 de mayo de 2012

LA NUEVA CRISTIANDAD. (El padre Alba en Fátima)


Decir que en Fátima me acordé de orar por toda la Asociación, por todos vosotros, no sería exacto. No puedo orar en ningún sentido determinado porque os llevo siempre en mí mismo en la presencia de Dios. Sí, pedía insistentemente en mis pasos y oraciones que la Santísima Virgen os mantenga unidos y fieles en nuestra peregrinación a la verdadera Patria. Y firmes en la gran tribulación que vivimos y que proseguirá aún más, durante tiempo.

En Fátima se adivina, proféticamente, cómo será la imagen del nuevo mundo que anhelamos y que se alumbrará con la victoria del Corazón Inmaculado de María sobre las fuerzas del infierno. En primer lu­gar se percibe una Cristiandad nueva más purificada que la gloriosa Cristiandad que murió a manos de la traición protestante, racionalista y liberal. Una Cristiandad no con la presencia de una espada de Imperio protector de la Iglesia, sino con la presencia exclusiva y paternal de Pedro en medio de un conjunto fraterno de naciones renacidas, que tendrán en Pedro luz para sus leyes y principio de unión para sus pueblos. Naciones que serán de toda lengua, raza, estirpe y continente. Un verdadero ecúmene de todos los pueblos dentro de la Iglesia.

Será una Cristiandad moderna, con todas las gracias de la técnica y todos los adelantos de una praxis científica puesta al servicio del hombre, y a la par pobre y volcada a las necesidades y carencias huma­nas, en una sociedad de caridad y alegría espiritual. Todo será suma en los corazones de los hombres, enriquecimiento de las almas, al tratarse y conocerse los hombres de distintas tierras y lejanos países que emularán en dar gloria a la Virgen María, la Reina de toda la Cristiandad. El Señor se lo ha dicho a Sor Lucía: Él quiere que todo el mundo conozca y reconozca que todos los bienes vendrán del Corazón Inmaculado de su Madre. Dichosa época la que vivirán las generaciones inmediatas y los últimos flecos de la nuestra.

Los caminos de esa Cristiandad serán como nuevas rutas de Santiago, porque toda la tierra será una ciudad para contemplar en sus mil rincones las maravillas que Dios y la Virgen han obrado en favor de sus hijos. Rutas de Santiago en todas las direcciones de la Rosa de los Vientos, jalonadas de obras de misericordia, centros sociales, comunidades religiosas transidas de devoción, y muchos y santos sacer­dotes padres de las almas, sacrificados y apóstoles.

Todo en Fátima lo anuncia. Y hasta parece que el sonido de las campanas de la esbelta torre basilical miden con sus notas los nuevos tiempos que se avecinan. La inmensa explanada, vacía al amanecer o en la noche, se proyecta ya en la próxima plenitud de los tiempos. En Fátima se recapitula toda el ansia de la Iglesia de salir de esta tiranía del poder satánico, para entrar en los mejores capítulos de la historia de la salvación.

A vosotros os digo que vamos a decidirnos a vivir, desde ahora sin importarnos los obstáculos cada vez más formidables que se interponen en ese camino, a vivir, digo, con esa simiente depositada en nuestros corazones en el Santuario de Fátima, simiente de esa nueva Cristiandad esplendorosa. Una vida sencilla, con trasparencias de vedad, sin intenciones escondidas, en pobreza, alegre, más fraterna en­tre nosotros, para compensar a los que nos dan la espalda o se distancian, construyendo en la Asociación el vínculo de la caridad que va a ser la atadura más fuerte que anude la próxima Cristiandad. Seamos en nuestra Asociación heraldos de ella.

José Mª Alba Cereceda, S.J. + 
junio 1988

martes, 1 de mayo de 2012

GLORIAS DE LA NUEVA MILICIA A LOS CABALLEROS TEMPLARIOS

PRÓLOGO
             A Hugo, caballero de Cristo y maestre de su milicia, Ber­nardo de Claraval, abad sólo de nombre: lucha en noble combate.
            Una, y dos, y hasta tres veces, si mal no recuerdo, me has pedido, Hugo amadísimo, que escriba para ti y para tus com­pañeros un sermón exhortatorio. Como no puedo enristrar mi lanza contra la soberbia del enemigo, deseas que al menos haga blandir mi pluma, e insistes en que os ayudaría no poco, le­vantando vuestros ánimos, ya que no me es posible hacerlo con las armas.
            Hasta ahora lo he diferido, no por menospreciar tu peti­ción, sino para no ser tildado de precipitación y ligereza, por dejarme llevar de mis primeros impulsos. Pensaba también que otro más capaz que yo podría hacerlo mejor y que no debía entremeterme en un asunto de tanto interés y tan vital, para que al final saliera algo mucho menos provechoso. Pero des­pués de esperar en vano tanto tiempo, me decido a escribir lo que yo pueda. Si no, terminarías creyendo que ya no se trataba de incapacidad mía, sino de mala voluntad. Ahora el lector dirá si le he dejado satisfecho. Hice cuanto pude para colmar tus deseos; no será culpa mía si alguien lo tiene que rechazar totalmente o no encuentra lo que esperaba.
I. SERMÓN EXHORTATORIO A LOS CABALLEROS TEMPLARIOS
            1. Corrió por todo el mundo la noticia de que no ha mu­cho nació una nueva milicia precisamente en la misma tierra que un día visitó el Sol que nace de lo alto, haciéndose visible en la carne. En los mismos lugares donde él dispersó con bra­zo robusto a los jefes que dominan en las tinieblas, aspira esta milicia a exterminar ahora a los hijos de la infidelidad en sus satélites actuales, para dispersarlos con la violencia de su arrojo y liberar también a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David su siervo.
            Es nueva está milicia porque jamás se conoció otra igual, porque lucha sin descanso combatiendo a la vez en un doble frente: contra los hombres de carne y hueso, y contra las fuerzas espi­rituales del mal. Enfrentarse sólo con las armas a un enemigo poderoso, a mí no me parece tan original ni admirable. Tamp­oco tiene nada extraordinario ‑aunque no deja de ser laudab­le presentar batalla al mal y al diablo con la firmeza de la fe; así vemos por todo el mundo a muchos monjes que lo hacen por este medio. Pero que una misma persona se ciña la espada, valiente, y sobresalga por la nobleza de su lucha es­piritual, esto sí que es para admirarlo como algo totalmente insólito.
            El soldado que reviste su cuerpo con la armadura de acero y su espíritu con la coraza de la fe, ése es el verdadero valiente y puede luchar seguro en todo trance. Defendiéndose con esta doble armadura, no puede temer ni a los hombres ni a los demonios. Porque no se espanta ante la muerte el que la desea. Viva o muera, nada puede intimidarle a quien su vida es Cristo y su muerte una ganancia. Lucha generosamente y sin la me­nor zozobra por Cristo; pero también es verdad que desea morir y estar con Cristo porque le parece mejor.
            Marchad, pues, soldados, seguros al combate y cargad va­lientes contra los enemigos de la cruz de Cristo, ciertos de que ni la vida ni la muerte podrá privarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús, quien os acompaña en todo momento de peligro diciéndoos: Si vivimos, vivimos para el Señor, y si. morimos, morimos para el Señor. ¡Con cuánta gloria vuelven los que han vencido en una batalla! ¡Qué felices mueren los márti­res en el combate! Alégrate, valeroso atleta, si vives y vences en el Señor; pero salta de gozo y de gloria si mueres y te unes íntimamente con el Señor. Porque tu vida será fecunda y glo­riosa tu victoria; pero una muerte santa es mucho más apeteci­ble que todo eso. Si son dichosos los que mueren en el Señor, ¿no lo serán mucho más los que mueren por el Señor?
            2. Siempre tiene su valor delante del Señor la muerte de sus santos, tanto si mueren en el lecho como en el campo de batalla. Pero morir en la guerra vale mucho más, porque tam­bién es mayor la gloria que implica. ¡Qué seguro se vive con una conciencia tranquila! Sí; ¡qué serenidad se tiene cuando se espera la muerte sin miedo e incluso se la desea con amor y es acogida con devoción! Santa de verdad y de toda garantía es esta milicia, porque está exenta del doble peligro que amenaza casi siempre a la condición humana, cuando Ya causa que de­fiende una milicia no es la pura defensa de Cristo.
            Cuantas veces entras en combate, tú que militas en las filas de un ejército exclusivamente secular, deberían espantarte dos cosas: matar al enemigo corporalmente y matarte a ti mismo espiritualmente, o que él pueda matarte a ti en cuerpo y alma. Porque la derrota o victoria del cristiano no se mide por la suerte del combate, sino por los sentimientos del corazón. Si la causa de tu lucha es buena, no puede ser mala su victoria en la batalla; pero tampoco puede considerarse como un éxito su resultado final cuando su motivo no es recto ni justa su in­tención.
            Si tú deseas matar al otro y él te mata a ti, mueres como si fueras un homicida. Si ganas la batalla, pero matas a alguien con el deseo de humillarle o de vengarte, seguirás viviendo, pero quedas como un homicida, y ni muerto ni vivo, ni vence­dor ni vencido, merece la pena ser un homicida. Mezquina victoria la que, para vencer a otro hombre, te exige que su­cumbas antes frente a una inmoralidad; porque si te ha venci­do la soberbia o la ira, tontamente te ufanas de haber vencido a un hombre. Puede ser que haya que matar a otro por pura autodefensa, no por el ansia de vengarse ni por la arrogancia del triunfo. Pero yo diría que ni en ese caso sería perfecta la victoria, pues entre dos males, es preferible morir corporal­mente y no espiritualmente. No porque maten al cuerpo muere también el alma: sólo el alma que peca moriirá.
II. LA MILICIA SECULAR
             3. Entonces, ¿cuál puede ser el ideal o la eficacia de una milicia, a la que yo mejor llamaría malicia, si en ella el que mata no puede menos de pecar mortalmente y el que muere ha de perecer eternamente? Porque, usando palabras del Apóstol: El que ara tiene que arar con esperanza, y el que trilla con esperanza de obtener su parte.
           Vosotros, soldados, ¿cómo os habéis equivocado tan es­pantosamente, qué furia os ha arrebatado para veros en la necesidad de combatir hasta agotaros y con tanto dispendio, sin  más salarlo que el de la muerte o el del crimen? Cubrís vues­tros caballos con sedas; cuelgan de vuestras corazas telas bellí­simas; pintáis las picas, los escudos y las sillas; recargáis de oro, plata y pedrerías bridas y espuelas. Y con toda esta pom­pa os lanzáis a la muerte con ciego furor y necia insensatez. ¿Son éstos arreos militares o vanidades de mujer? ¿O crees que por el oro se va a amedrentar la espada enemiga para respetar a hermosura de las pedrerías y que no traspasará los tejidos de seda?
Vosotros sabéis muy bien por experiencia que son tres las cosas que más necesita el soldado en el combate: agilidad con reflejos y precaución para defenderse; total libertad de movi­mientos en su cuerpo para poder desplazarse continuamente; y decisión para atacar. Pero vosotros mimáis la cabeza como las damas, dejáis crecer el cabello hasta que os caiga sobre los ojos; os trabáis vuestros propios pies con largas y amplias ca­misolas; sepultáis vuestras blandas y afeminadas manos dentro de manoplas que las cubren por completo. Y lo que todavía es más grave, porque eso os lleva al combate con grandes ansie­dades de conciencia, es que unas guerras tan mortíferas se jus­tifican con razones muy engañosas y muy poco serias. Pues de ordinario lo que suele inducir a la guerra  ‑a no ser en vuestro caso‑  hasta provocar el combate es siempre pasión de iras incontroladas, el afán de vanagloria o la avaricia de conquistar territorios ajenos. Y estos motivos no son suficientes para poder matar o exponerse a la muerte con una conciencia tran­quila.
 III. LA NUEVA MILICIA
            4. Mas los soldados de Cristo combaten confiados en las batallas del Señor, sin temor alguno a pecar por ponerse en peligro de muerte y por matar al enemigo. Para ellos, morir o matar por Cristo ¿o implica criminalidad alguna y reporta una gran gloria. Además, consiguen dos cosas: muriendo sirven a Cristo, y matando, Cristo mismo se les entrega como premio. El acepta gustosamente como una venganza la muerte del ene­migo y más gustosamente aún se da como consuelo al soldado que muere por su causa. Es decir, el soldado de Cristo mata con seguridad de conciencia y muere con mayor seguridad aún.
            Si sucumbe, él sale ganador; y si vence, Cristo. Por algo lleva la espada; es el agente de Dios, el ejecutor de su reproba­ción contra el delincuente. No peca como homicida, sino ‑di­ría yo‑ como malicida, el que mata al pecador para defender a los buenos. Es considerado como defensor de los cristianos y vengador de Cristo en los malhechores. Y cuando le matan, sabernos que no ha perecido, sino que ha llegado a su meta. La muerte que él causa es un beneficio para Cristo. Y cuando se la infieren a él, lo es para sí mismo. La muerte del pagano es una gloria para el cristiano, pues por ella es glorificado Cristo. En la muerte del cristiano se despliega la liberalidad del Rey, que le lleva al soldado a recibir su galardón. Por este motivo se alegrará el justo al ver consumada la venganza. Y podrá decir: Hay premio para el Justo, hay un Dios que hace Justicia sobre la tierra. No es que necesariamente debamos matar a los paga­nos si hay otros medios para detener sus ofensivas y reprimir su violenta opresión sobre los fieles. Pero en las actuales circunstancias es preferible su muerte, para que no pese el cetro de los malvados sobre el lote de los justos, no sea que los justos extiendan su mano a la maldad.
            5. Si al cristiano nunca le fuese lícito herir con la espada, ¿cómo pudo el precursor del Salvador aconsejar a los soldados que no exigieran mayor soldada que la establecida y cómo no condenó absolutamente el servicio militar? Si es una profesión para los que Dios destinó a ella, por no estar llamados a otra más perfecta, me pregunto: ¿quiénes podrán ejercerla mejor que nuestros valientes caballeros?
            Porque gracias a sus armas tenemos una ciudad fuerte en Sión, baluarte para todos nosotros; y arrojados ya los enemi­gos de la ley de Dios, puede entrar en ella el pueblo justo que se mantiene fiel. Que se dispersen las naciones belicosas; ojalá sean arrancados todos los que os exasperan, para excluir de la ciudad de Dios a todos los malhechores, que intentan llevarse las incalculables riquezas acumuladas en Jerusalén por el pue­blo cristiano, profanando sus santuarios y tomando por here­dad suya los territorios de Dios. Hay que desenvainar la espa­da material y espiritual de los fieles contra los enemigos soli­viantados, para derribar todo torreón que se levante contra el conocimiento de Dios, que es la fe cristiana, no sea que digan las naciones: ¿Dónde está su Dios?
            6. Una vez expulsados los enemigos, volverá él a su casa y a su parcela. A esto se refería el Evangelio cuando decía: Vuestra casa se os quedará desierta. Y se lamenta con las pala­bras del profeta: He abandonado mi casa y desechado mi he­redad. Pero hará que se cumplan también estas otras profecías: El Señor redimió a su pueblo y lo rescató de una mano más poderosa. Vendrán entre aclamaciones a la altura de Sión y afluirán hacía los bienes del Señor, Alégrate ahora Jerusalén, y fíjate cómo ha llegado el día de tu salvación. Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén; el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones. Doncella de Jerusal, ¿no habías caído y no tenías quien te levantara? Ponte en pie, sacúdete el polvo, Jeru­salén cautiva, hija de Sión. Ponte en pie, sube ala altura, mira el consuelo y la alegría que te trae tu Dios. Ya no te llamarán «abandonada», ni a tu tierra «devastada»; porque el Señor te prefiere a ti y tu tierra será habitada. Levanta los ojos en torno y mira: Todos éstos se reúnen para venir a ti. Este es el auxilio que te envía desde el santuario.
Por medio de ellos se te está cumpliendo la antigua prome­sa: Te haré el orgullo de los siglos, la delicia de todas las eda­des; mamarás la leche de los pueblos, mamarás al pecho de los reyes. Y más abajo: Como a un niño a quien su madre consue­la, así os consolaré yo; en Jerusalén seréis consolados, Ya veis con qué testimonios tan antiguos y tan abundantes se aprueba esta nueva milicia y cómo lo que habíamos oído lo hemos visto en la ciudad de Di os, del Señor de los ejércitos.
Pero es importante, con todo, no darles a estos textos una interpretación literal que vaya contra su sentido espiritual. No sea que dejemos de esperar a que se realice plenamente en la eternidad lo que ahora aplicamos al tiempo presente por to­mar al pie de la letra las palabras de los profetas. Pues lo que ya estamos viendo haría evaporarse la fe que tenemos en lo que aún no vemos; la pobre realidad que ya poseemos nos haría desvalorar todo lo demás que esperamos, y la realidad de los bienes presentes nos haría olvidar la de los bienes futuros. Por lo demás, la gloria temporal de la ciudad terrena no des­truye la de los bienes celestiales, sino que la robustece, con tal de que no dudemos un momento que es sólo una figura de laotra Jerusalén que está en los cielos, nuestra Madre.
 IV. LA VIDA DE LOS CABALLEROS TEMPLARIOS
             7. Digamos ya brevemente algo sobre la vida y costum­bres de los caballeros de Cristo, para que les imiten o al menos se queden confundidos los de la milicia que no lucha exclusi­vamente para Dios, sino para el diablo; cómo viven cuando están en guerra o cuando permanecen en sus residencias. Así se verá claramente la gran diferencia que hay entre la milicia de Dios y la del mundo.
            Tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra, obser­van una gran disciplina y nunca falla la obediencia, porque, como dice la Escritura, el hijo indisciplinado perecerá: Pecado de adivinos es la rebeldía, crimen de idolatría es la obstinación; van y vienen a voluntad del que lo dispone, se visten con lo que les dan y no buscan comida ni vestido por otros medios. Se abstienen de todo lo superfluo y sólo se preocupan de lo imprescindible. Viven en común, llevan un tenor de vida siem­pre sobrio y alegre, sin mujeres y sin hijos. Y para aspirar a toda la perfección evangélica, habitan juntos en un mismo lugar sin poseer nada personal, esforzándose por mantener la unidad que crea el Espíritu, estrechándola con la paz. Diríase que es una multitud de personas en la que todos piensan y sienten lo mismo, de modo que nadie se deja llevar por la voluntad de su propio corazón, acogiendo lo que les mandan con toda sumisión.
            Nunca permanecen ociosos ni andan merodeando curiosa­mente. Cuando no van en marchas ‑lo cual es raro‑, para no comer su pan ociosamente se ocupan en reparar sus armas 0 coser sus ropas, arreglan los utensilios viejos, ordenan sus cosas y se dedican a lo que les mande su maestre inmediato o trabajan para el bien común. No hay entre ellos favoritismos; las deferencias son para el mejor, no para el más noble por su alcurnia. Se anticipan unos a otros en las señales de honor. Todos arriman el hombro a las cargas de los otros y con eso cumplen la ley de Cristo. Ni una palabra insolente, ni una obra inútil, ni una risa inmoderada, ni la más leve murmura­ción, ni el ruido más remiso queda sin reprensión en cuanto es descubierto.
            Están desterrados el juego de ajedrez o el de los dados. Detestan la caza, y tampoco se entretienen ‑como en otras partes‑ con a captura de aves al vuelo. Desechan y abominan a bufones, magos y juglares, canciones picarescas y espectáculos de pasatiempo, por considerarlos estúpidos y falsas locuras. Se tonsuran el cabello, porque saben por el Apóstol que al hombre le deshonra dejarse el pelo largo. Jamás se rizan la cabeza, se bañan muy rara vez, no se cuidan del peinado, van cubiertos de polvo, negros por el sol que les abrasa y la malla que les protege.

            8. Cuando es inminente la guerra, se arman en su interior con la fe y en su exterior con el acero sin dorado alguno; y armados, no adornados, infunden el miedo a sus enemigos sin provocar su avaricia. Cuidan mucho de llevar caballos fuertes y ligeros, pero no les preocupa el color de su pelo ni sus ricos aparejos. Van pensando en el combate, no en el lujo; anhelan la victoria, no la gloria; desean más ser temidos que admira­dos; nunca van en tropel, alocadamente, como precipitados por su ligereza, sino cada cual en su puesto, perfectamente organizados para la batalla, todo bien planeado previamente, con gran cautela y previsión, como se cuenta de los Padres.
            Los verdaderos israelitas marchaban serenos a la guerra. Y cuando ya habían entrado en la batalla, posponiendo su habi­tual mansedumbre, se decían para sí mismos: ¿No aborreceré, Señor, a los que te aborrecen; no me repugnarán los que se te rebelan? Y así se lanzan sobre el adversario como si fuesen ovejas los enemigos. Son poquísimos, pero no se acobardan ni por la bárbara crueldad de sus enemigos ni por su multitud incontable. Es que aprendieron muy bien a no fiarse de sus fuerzas, porque espe­ran la victoria del poder del Dios de los Ejércitos.
            Saben que a él le es facilísimo, en expresión de los Macabeos, que unos pocos envuelvan a muchos, pues a Dios lo mis­mo le cuesta salvar con unos pocos que con un gran contingente; la victoria no depende del número de soldados, pues la fuerza llega del cielo. Muchas veces pudieron contemplar cómo uno perseguía a mil, y dos pusieron en fuga a diez mil. Por esto, como milagrosamente, son a la vez más mansos que los corderos y más feroces que los leones. Tanto que yo no sé  cómo habría que llamarles, si monjes o soldados. Creo que para hablar con propiedad, sería mejor decir que son las dos cosas, porque saben compaginar la mansedumbre del monje con la intrepidez del soldado. Hemos de concluir que realmente es el Señor quien lo ha hecho y ha sido un milagro patente. Dios se los escogió para sí y los reunió de todos los confines de la tierra; son sus siervos entre los valientes de Israel, que  fieles y vigilantes, hacen guardia sobre el lecho del verdadero Salornón. Llevan al flanco la espada, veteranos de muchos combates.
San Bernardo de Claraval