domingo, 31 de marzo de 2013

LA JUVENTUD EN LA PASIÓN, MUERTE Y RESURRECCIÓN DE ESPAÑA



Se conjugan varias circunstancias, en estos tiempos, que me han llevado a elegir el tema de la juventud, inmersa en la crisis de España.

Hubo un tiempo en que la juventud fue un don preciado para la Patria. Los pueblos grandes, que han escrito con letras de oro el libro eterno de la Historia, jamás lo hubieran hecho sin la fuerza de una juventud sana, comprometida y militante. Puede decirse, sin errar, que la grandeza de un pueblo se mide según la juventud que posee. A medida que la juventud degenera, al mismo tiempo los pueblos se ven condenados a las crisis más profundas.

Nuestra Patria, que ha atravesado innumerables problemas a lo largo de su historia, jamás se encontró con un calvario tan penoso como el sufrido en los últimos 40 años. Es por ello, que me referiré a la Pasión de España vivida en el periodo final del régimen de Francisco Franco y el que va desde su muerte hasta nuestros días. No hace falta enumerar aquí las leyes aberrantes que imperan, aborto y homosexualidad de por medio. Ni nombrar los hechos bochornosos que hicieron templar a la Nación, como, últimamente, la puesta en libertad del asesino Ignacio de Juana Chaos, por méritos de peso. Recordemos, únicamente, la situación de nuestra Patria antes de enfermar, mortalmente, como más tarde veremos.

Para no abundar demasiado en el contexto histórico, de sobra conocido en esta casa, me limitaré a recordar algunos puntos que creo necesarios.

- España venía de andar, por el siglo XIX, sin dirección alguna. A una gesta tan gloriosa como la del 2 de Mayo de 1808, le sucedió a nuestro pueblo un sin fin de cambios políticos, sociales y culturales. Cambios que no hicieron otra cosa que desestabilizar aún más nuestra situación y mermar nuestra potencia y recuperación. La penetración de las corrientes liberales-francesas, combatidas heroicamente en las tres guerras carlistas, sacudieron los cimientos de las Españas, cayendo, uno a uno, los pilares que la sustentaban. Sí, desde la independencia de Chile o Argentina, hasta la de Cuba o Filipinas, fueron terremotos que asolaron nuestro pueblo, pues todas y cada una de las emancipaciones territoriales no fueron sino un robo ilegítimo a España. Porque pese a quien pese, Argentina o Chile, Colombia o el Ecuador, Panamá o Guatemala, Cuba o Puerto Rico, fueron, son y serán España. A la pérdida de nuestros territorios de ultramar, se unió, paralelamente, la inestabilidad política producida por la desaparición de la monarquía católica, social, tradicional y representativa.

- Entró la Patria, descuartizada, en el siglo XX con una profunda decadencia. Pero la verdadera agitación social estaba por llegar. Tras las justas protestas del obrero, las garras marxistas tomaron posiciones. Las revueltas extranjeras pronto se esparcieron por las ciudades españolas. El liberalismo, emergente en aquellas penosas cortes de Cádiz, entraba de la mano del comunismo en los años treinta con la proclamación de la Segunda República. La mitad de nuestros hermanos, engañados por las sucias promesas izquierdistas, decidieron repudiar a su patria y pisotear, sin escrúpulos, la Cruz de Cristo y la Enseña Nacional. Era la antiEspaña, que aglutinó, con ideas forasteras, las persecuciones más atroces jamás conocidas en la historia reciente. Pregunten en Aravaca, Pozuelo o Paracuellos del Jarama. Pregunten a los 12 obispos o a los cerca de siete mil sacerdotes y religiosos asesinados por odio a la Fe. Pregunten, en fin, a uno de los ejecutores, Santiago Carrillo, doctor honoris causa, quien después de tantos años sigue empapado por la sangre de nuestros mártires.

Pero frente a la vorágine antitea y frente a la tempestad antiespañola, las columnas de nuestra Patria seguían erguidas: la Iglesia, pilar esencial de nuestra historia; el ejército, brazo armado de la Patria; y el pueblo, bastión de futuro. La Iglesia, el Ejército y el Pueblo, emprendieron el 18 de Julio de 1936, una Cruzada de liberación Nacional. Una Cruzada, no me cansaré de repetirlo, en la que luchó, murió y venció la mejor generación española de todos los tiempos.

Venció España, un primero de abril de 1939, no lo olvidemos, con las armas en la mano y la cruz en el pecho. Se inició, entonces, la reconstrucción espiritual, moral y material de nuestro pueblo.


  • La juventud ante la pasión de España.

“Ganamos la guerra pero perdimos la paz”. Quien esto sostiene no anda muy equivocado. El tiempo le ha dado la razón. Mientras se mantuvo, como insignia y bandera, el espíritu de la cruzada, profesando, pública y oficialmente, los principios emanados del 18 de Julio,  España marchó al frente de las grandes conquistas. La Patria grande y libre, el estado nuevo y fuerte, la sociedad más justa y armonizada. Todo el éxito de esta empresa se llevó a cabo con la adversidad del aislamiento internacional y los bloqueos diplomáticos. Pero sobre todo, con la infiltración de los enemigos en los tejidos vitales de la Patria, uniformados perfectamente y ocupando puestos de suma relevancia. Ellos se encargaron de enfriar la sangre martirial, derramada en la Cruzada, de olvidar las gestas heroicas y de borrar los aniversarios de la victoria para convertirlos en festejos de la paz. Y poco a poco fueron minando a la sociedad. Desde posiciones ocultas, se ordenaba destruir cualquier atisbo que recordara el sacrificio, la sangre vertida y los esfuerzos sumados por tener una España mejor.

Siempre hay traidores, camuflados entre los mejores hombres. Ya pasó hace dos mil años. Uno entre doce fue el capitalista que renunció al Maestro por treinta monedas. El que lo entregó al verdugo con un beso en la mejilla. España sufrió la misma traición que Nuestro Señor. Es como un cáncer, difícil de pronosticar. Una enfermedad, que con el tiempo se convierte en mortal y acaba por sesgar la vida del que la padece. Suele atacar al núcleo de la sociedad, a la esencia de futuro de cualquier pueblo: la juventud.

Por eso, los vencidos en la guerra, que habían jurado vengarse, tomaron posición en las cátedras de las universidades, en los colegios y en todas aquellas instituciones encargadas de velar por la educación de las juventudes de España.  Fueron los años sesenta y setenta, los años del aperturismo, de la tecnocracia y de los ministros católico-demócratas. Nuevamente, el gaseamiento liberal adormecía a un pueblo que veinticinco años antes se había puesto en pie, por Dios y por la Patria, contra la tiranía marxista. Era el año sesenta y seis, y sólo habían pasado treinta, cuando Fuerza Nueva comenzó su actividad, precisamente denunciando las traiciones, desde dentro del régimen de Francisco Franco, a quien Blas Piñar ya había dicho: “Mi general, lo que le puedo asegurar es que estamos en 1957 y no acierto a imaginar lo que puede suceder en el futuro político de España, pero tenga la seguridad de que cuando llegue el momento difícil, y haya muchos que le abandonen y deserten, yo, al menos, estaré a su lado”.

Se iniciaba en España una época crucial en su historia. Las columnas antes mencionadas, comenzaron su autodestrucción. La Iglesia, que había convocado el Concilio Vaticano II, entre otras cosas, para reafirmar el principio Ecclesia semper reformanda, no cumplió con las expectativas. Antes, al contrario, se anunció por la más Alta Jerarquía, que el “humo de Satanás había penetrado en la Iglesia” contribuyendo, con ello, a la virtual descristianización de España. Fue el mismo Vaticano, el que instó a Francisco Franco para que se modificara el artículo 6º del Fuero de los Españoles con el respaldo conciliar de la declaración Dignitatis Humanae. Así, se trató de hacer compatible el estado confesionalmente católico con la libertad de cultos para cuantas religiones faltas o sectas quisieran esparcir sus errores entre nuestra gente, especialmente los jóvenes. Parece que la Iglesia oficiosa ha olvidado la doctrina tradicional y dogmática que sostuvo siempre. Recuérdese lo que dijo don Marcelino Menéndez y Pelayo: “en la unidad católica descansa nuestra unidad política, porque no tenemos otra”. Sin olvidar las frases evangélicas que nos instan a construir, sobre la Verdad, la auténtica Verdad, la ansiada unidad. La unidad de “un solo rebaño y un solo pastor”, la de “un solo Señor, un solo bautismo y una sola Fe”. Trágicamente volvía a repetirse aquello de: “España, ha dejado de ser católica”.

Lo cierto es que con estos cambios funestos dentro de la Iglesia, los pastores fueron arrinconados por los lobos. Si ya eran malos los tiempos que corrían, años setenta, se agravaban aún más por la Jerarquía que encabezaba la Iglesia en España. Ni más ni menos que Vicente Enrique y Tarancón llegó a ser Cardenal Primado de España. El de los abrazos públicos con la masonería o el mismo que abiertamente deseaba para España su paso al socialismo. Al final de sus días no sabemos si era más antifranquista, más antiespañol o más hereje. Lo que si sabemos son los escándalos permanentes que despertó en sus ovejas y que Blas Piñar denunció, algunos de ellos, en su libro “Mi réplica al Cardenal Tarancón”.

Tanto daño hicieron en la feligresía, que baste este dato que recoge Guerra Campos, el último obispo santo y valiente de España, en una pastoral diocesana: “entre 1964 y 1978 el número de militantes de Acción Católica desciende en un 95 por 100”. Escalofriante, si tenemos en cuenta que la Acción Católica contribuyó con cientos de mártires y combatientes durante el periodo de nuestra cruzada. Ejemplo de ello fue Antonio Rivera, el ángel del Alcázar, paradigma del joven combatiente católico, el que arengaba con el “tirad, pero tirad sin odio”.

Fue la primera transición, la eclesiástica, la que contaminó al resto de la sociedad. “Mas vale tener la grey sin pastor, que tener por pastor a un lobo”, escribió San Ignacio de Loyola. Con ello, acabaron con la edificación espiritual de la juventud.

Desfiguraron los cimientos de la Fe para que ésta no pueda ser asentada en el pueblo. Desde entonces, se viene predicando a un Cristo, cuando menos, en facetas siempre parciales, incompleto. La humanidad que está hambrienta de Fe, bien lo sabemos, anda moribunda, desfallecida, al no encontrar el verdadero alimento. Parece que la figura del Redentor se la esté camuflando, escondiéndola entre las malezas de este mundo. Así, se nos presenta a Jesús como un pusilánime, hecho de ternura y beata sensiblería, cuya debilidad era utilizada como forma de seducción. Jesús, según se nos dice, es la más pura expresión de tolerancia. Nosotros sabemos que eso no es cierto. A Cristo, ciertamente, le sobraban fuerzas para hablar sin eufemismos y ni elipsis, conociendo los riesgos que corría y que finalmente lo llevaron a la muerte. Llamó a las cosas por sus nombres, evitando rodeos, denunciando uno a uno a los traidores e infames. Qué hombre débil y blando podría proclamar en las colinas de Galilea “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Qué personaje alicaído y gris podía deshacer el Sanedrín en pleno y a la decadencia romana, diciéndoles claramente, “Ego sum Rex”, “Yo soy Rey; para eso nací y para eso vine al mundo, para dar testimonio de la Verdad”. Qué espíritu laxo podía predicar, entre el egoísmo de los fariseos, la consigna única de la Cruz. ¿Dudaba acaso Cristo, negociaba o pactaba? ¿Buscaba refugio en las palabras vanas, cuando llamó a los judíos “sepulcros blanqueados” (Mt. 23:27), “raza de víboras”? Cristo tiene todo el poder, en el Cielo y en la tierra. Él, ejemplo de vida en todo, modelo para los católicos, nos enseñó con su vida, a conducir la nuestra. Pero ¿cómo iban los jóvenes a seguirlo si no podían conocerlo? Les fue arrebatada la Fe al desfigurar la verdad que debían abrazar.


Caía también la segunda columna de la sociedad, el ejército. Pasó de ser ejército victorioso a ejército víctima, ejército humillado, ejército impotente. Se fueron aniquilando las Fuerzas Armadas, física y moralmente. Acabaron con la vida de sus miembros, caídos por la metralla antiespañola de ETA, que por la espalda asesinaba con la complicidad claudicante de los gobiernos. Y cuando sus compañeros de armas protestaban y clamaban justicia eran silenciados por los altos mandos. Al menos, aún quedaban hombres de valor para contestar que “por encima de la disciplina, está el honor”. Los generales eran elegidos con sumo cuidado para hacer sucumbir al ejército y descartar cualquier tipo de salvación para España. Así entregó la victoria de primero de abril Gutiérrez Mellado, como dejó constancia Luis Villamea en un libro espléndido. Fue el General Gutiérrez Mellado, el militar más nefasto que han conocido los cuarteles, promotor y ejecutor de la destrucción del Ejército Español.

Anulada cualquier participación del Ejército, en posibles movilizaciones para impedir la muerte de España, se consiguió, más tarde, desprestigiar al brazo armado de la Patria hasta convertirlo en enemigo directo de la libertad y la democracia. Fueron los tiempos de la operación Galaxia, el 23-F o los arrestos a oficiales que no se amoldaban a las directrices insidiosas de quienes ostentaban los galones más altos. El ejército se batió en retirada, arriando la bandera hasta nueva orden. Nadie se acuerda ya del juramento a esa misma bandera, escupida, pisoteada y rasgada día tras día con total impunidad.

La erosión no tardó en aparecer en las organizaciones juveniles del Movimiento. Se preparaba el tránsito a un sistema liberal, no ya sólo políticamente, sino espiritual, moral y militarmente.

Sobre la juventud ya no descansaban aquellos ideales, de amor y de guerra, que eran la base sólida de la nueva España. La Fe y la Milicia, castas esenciales para la forja de juventudes, desaparecieron de los centros de enseñanza y formación. Con ello, aniquilaron la militancia juvenil, olvidando la sentencia de Job en el Texto Sagrado: “vita super terram militiae est”, la vida del hombre sobre la tierra es milicia. La Patria dejó de ser Madre para lo españoles y se convirtió en país. El orgullo patrio pronto vino a ser desprecio por nuestras tradiciones, por nuestra historia, aun la más heroica, y por nuestra cultura.

Aquí encontramos a la juventud. Sumergida en la crisis española más profunda de su historia. Pero no fue capaz de reaccionar. Era imposible. Hacía falta el espíritu de cruzada, de heroísmo. Recordar los tiempos pasados, echar la vista atrás y mirar a sus padres a los ojos, combatientes por Dios y por España. Pero el relevo generacional no llegó. Fue rechazada la herencia gloriosa y épica para asumir las nuevas sendas del hedonismo, el nihilismo o el consumismo. De una juventud como esta (foto abuelo Camilo, requeté con 15 años) se cambió a la juventud pasota, anárquica y rebelde contra lo que sus padres habían representado. Por eso no es de extrañar, que hijos e hijas de heroicos españoles sean hoy los abanderados del socialismo, del aborto o de las parejas de invertidos, operados o no con fondos públicos.

Se trataba de una juventud profundamente enferma, acomodada por el bienestar y asentada en la explosión económica. Conformista y materialista, que no era capaz de realizar un diagnóstico de la enfermedad de España porque ni siquiera la amaban. Una juventud huidiza, inepta en el enfrentamiento de los problemas, aborregada por el sistema tecnócrata y burgués.

España sufría. España se desangraba. España padecía y no se veía en el horizonte otra cosa que las garras del enemigo, junto a la hoz y el martillo, que resurgían cada vez con más fuerzas. Las revueltas estudiantiles, la reorganización de los sindicatos y la actuación de los partidos, en paralelo al régimen del Caudillo Franco, hacían presagiar el peor de los destinos. A ello se fueron sumando las metástasis que el adversario aprovechó para debilitar, aun más, la Nación. El afloramiento de los nacionalismos, la aparición de ETA y el GRAPO, fueron los clavos imposibles de soportar.


  • La juventud ante la muerte de España

Ante la muerte inminente de la Patria, se impuso, al espíritu martirial y heroico de la juventud anterior, el espíritu del bikini, del porro y de la movida madrileña. Espíritu que, por desgracia, predomina hoy. Ahí fuera andan nuestros jóvenes, de botellón en botellón, esperando la llegada del fin de semana para emborracharse o drogarse. “No saldrá de las discotecas la salvación de España”, nos decía el padre Alba. Tenía razón, porque toda aceptación implica una renuncia. Aceptar la vida fácil, de las aspiraciones económicas y la homologación con esta sociedad, trae inseparablemente la renuncia a nuestros Ideales y a las virtudes que lo sustentan. El sacrificio, el honor, la lealtad, la camaradería... todo ello es incompatible con la pusilanimidad, la tibieza y las medias tintas de aquellos que siendo un tiempo de los nuestros, se entregaron, con los brazos abiertos, a la democracia, el liberalismo y la disolución de los valores permanentes. Y si por el contrario el hombre abraza el Ideal de la Patria, gastando y desgastando la vida por ella, no tiene más remedio que despojarse de las ataduras de este mundo, de sus seducciones materiales y sociales, para poner todo al servicio de España.

Y volvió a suceder como en el Evangelio. España, traicionada por aquellos que la habían adulado y entregada a manos de sus enemigos declarados, fue tomada rehén en la oscuridad de la noche. Judas, esta vez, se presentó en el huerto de los olivos, acompañado por un siniestro hombre que regresaba a España con peluquín. Y tras la victoria del Partido Comunista, un Viernes Santo, día de su legalización, se decidió, democráticamente, la muerte de España. Fue Juan Carlos de Borbón, a quien yo no reconozco como rey y si como traidor, perjuro y usurpador, el que permitió que el pueblo eligiera entre Barrabás o Jesucristo, entre esta banda de ladrones que nos gobierna o la España una, grande y libre del 18 de Julio. Y el pueblo, noqueado y manipulado por los medios de comunicación, votó asesinar a España. “¡Que crucifiquen a España!”, se oía retumbar de norte a sur en nuestro solar Patrio. Izquierdas y derechas estaban de acuerdo, izquierdas y derechas así lo decidieron, izquierdas y derechas exigieron que cayera la sangre de España sobre ellos y su descendencia.

En ese momento, quedó aprobada la constitución de 1978 al amparo de la cual se asesinan miles de niños inocentes, encuentran cobijo los maricones y se amontonan los nacionalistas. Eso sí, protege tanto al Jefe del Estado que no se le puede exigir responsabilidades por sus actos. Supongo que será el motivo de tener, en vez de un rey, un bufón.

Muerta la Patria, la juventud quedó huérfana. Ciertamente hubo movimientos que recogieron esa orfandad e iniciaron un camino de reconquista y resurrección del pueblo. Esta casa, Fuerza Nueva, fue y es ejemplo de ello. Se hicieron presentes reacciones esporádicas, aglutinantes o individuales, que terminaron por difuminarse. Gracias a la perseverancia de los pocos jóvenes combatientes de aquellos años, estamos nosotros aquí. Hablando de España. Soñando en España. Doliéndonos por España. Urge recoger la herencia recibida para cimentarla, otra vez, en las nuevas juventudes. No se puede caer en el mismo error de cortar el camino de la tradición, del relevo generacional de cuanto nuestra Patria significa y representa.


  • La juventud ante la resurrección de España.

¡Hay esperanza! Una vez más, las escenas del Evangelio han de servirnos de meditación. La esperanza se encuentra al pie de la Cruz, expectante ante la muerte de España. Está María Santísima, patrona y protectora de España, hincada de rodillas ante la Salvación del hombre. Ella comanda nuestras tropas. Ella aplastará la cabeza del Maligno. Y junto a Santa María se encuentra el apóstol San Juan, el discípulo más querido. Es san Juan la imagen del joven militante. Él es el menor de los doce apóstoles y sin embargo el único en acompañar a Cristo durante Su Pasión. Cuando todos, encerrados por temor a ser vistos, acobardados por las dificultades, abandonan al Maestro, San Juan, armado de valor se dirige al Gólgota. Sólo él testificó con su presencia en el Calvario la filiación cristiana recibida. Él, desafiando a las tropas romanas y a las huestes judías, proclamó que Cristo es Rey y que ha de reinar, por siempre, hasta poner a Sus enemigos como estrado de Sus pies. Certificó el inicio de la salvación al ver brotar, de las heridas martiriales de Cristo, la sangre redentora.

España está, en estos momentos, corporalmente muerta. Azotada y flagelada hasta el extremo, agotada por la vía hacia la Cruz que la hizo expirar. Yace caída por la desintegración de sus miembros, por la infección de sus órganos vitales. Mas no así su espíritu, que es inmortal y eterno. Óiganlo los rojos y los liberales, los de la izquierda y la derecha, los borbones y los burgueses: Que España esté postrada en el sepulcro no significa que hayan pasado sus días. Pues yo afirmo, que el alma de España reside en las juventudes de sus escuadras, pertrechadas con las armas morales para la contienda.

Es, por ello, el tiempo de armar a la juventud, en el sentido más amplio de la expresión. Volver a reconstruir esas escuadras dotándolas de los valores supremos que antaño defendieron. Será necesario:

-          Primeramente, la edificación espiritual de las juventudes, a fin de poseer, individual y colectivamente, una Fe inquebrantable, apasionada y firme. La misma Fe católica, la española y verdadera, que juramos defender desde la pila bautismal hasta el fin de nuestra vida. Ya lo dijo el gran León Degrelle: “sin Fe el mundo se está asesinando así mismo”. Y con palabras del Capitán Codreanu, de la Legión de San Miguel Arcángel, afirmamos que “marchar sin Fe no podemos, porque es la Fe la que nos ha dado todo nuestro empuje en la lucha”. Más tarde diría el Capitán Codreanu a sus juventudes rumanas: “antes que nuestros cuerpos se consuman y se agote nuestra sangre, es preferible morir en los montes peleando por nuestra Fe”. Sabiendo, con el requeté, que “ante Dios no hay héroe anónimo” porque “morir por Él es vivir eternamente”.
Dicho sea de paso: hay que rechazar la Fe del católico acomplejado, liberal y derechoide que despreciamos. Esa Fe es heterodoxa y falsa y no nos sirve. Nosotros buscamos y anhelamos la Fe íntegra, la Fe tradicional, la Fe de siempre. Entendemos la Fe como una milicia y la milicia como servicio a la Fe.

-          En segundo lugar, “implantar en el alma de las juventudes la alegría y el orgullo de la Patria”. No se puede luchar por algo que no se ama. Y no se puede amar algo desconocido. Por eso hay que afirmar nuestra historia, la verdadera, resistiendo al revisionismo izquierdoso. Sólo así amaremos a España, aspirando a la perfección, a pesar de que no nos guste. Deben las juventudes formarse en el amor a la Patria y montar guardia vigorosa al servicio de su grandeza. Cuando los corazones juveniles sientan palpitar la Patria en su interior, podremos decir que la resurrección de España es posible. El patriotismo, virtud imperiosa para esta lucha, obligatoriamente tiene que estar ligada a la Fe como la unidad esencial de nuestra vida.

-          Tercero: armonizar las virtudes del joven combatiente, para forjar en él una voluntad férrea e imperturbable. La misma que tenía el requeté cuando decía: “¿corresponde? Si corresponde me atrevo”. De lo anterior se desprende que no es necesario, para esta batalla, centrarse en el número de nuestras juventudes. Menos eran los hermanos Macabeos y derrotaron al ejército apóstata de Israel. Menos y rodeados fueron los cadetes que resistieron en el Alcázar de Toledo, protagonizando unas de las gestas más gloriosas de la historia militar contemporánea.  Formación y voluntad, acción, decisión y valor son las coordenadas del movimiento juvenil que necesita España para resucitar.

Desterrados nos encontramos en nuestro suelo, pero jamás vencidos. Dios es nuestra fuerza; España nuestro sueño. Marchemos como el Señor, adelante con los suyos, creando dos bandos diferenciados. El que no está con Cristo, contra Él se vuelve (Mt. 12, 30). Es la contienda beligerante entre las dos ciudades de San Agustín, o las dos banderas de San Ignacio. Es, en suma, la guerra del Cielo, entre San Miguel y Satanás, la espada de la Verdad y el príncipe de la mentira, que ha pasado a la tierra. Ha llegado otra vez el día del enfrentamiento entre España y la anti España. Por eso, en esta batalla, no le es lícito al joven camuflarse con el mundo, negando cualquier testificación pública de la Fe o defensa de la Patria.

Ante esta contienda hay que saber lo siguiente: ahora, parece, que se están preparando los procesos de beatificación de cientos de mártires más de nuestra Cruzada. Esa sangre será públicamente venerada por la Iglesia, pues fue derramada por Dios y por España. Hoy, en cambio, el enemigo, revestido de democracia, ya no mata por odio a la Religión o la Patria. Ha sido más útil corromper las conciencias y arrancar la Fe al pueblo. La palma de martirio, en una época muy parecida, es imposible. Por lo menos el martirio de sangre, por el cual son reconocidos estos santos de Dios. Pero, he aquí, que hay otros muchos, apartados de los procesos de beatificación, porque hicieron uso del legítimo recurso del enfrentamiento armado. Y fueron santos y mártires al mismo nivel. Antonio Mollé Lazo, por ejemplo, que derramó su sangre testificando a Cristo, pero que también, arma al brazo, salió de su casa para luchar por Dios y por España en las trincheras españolas. Elevemos la súplica por su beatificación, ya que encontraríamos entre los santos recientes el ejemplo para dar la vida por Cristo si fuera preciso, pero hallaríamos, también, la fuerza y la valentía para la contienda  que se avecina.

Ejerciten, así, los jóvenes, para la batalla pendiente, la virtud de la clarividencia, para detectar el error y someterlo, con la Verdad, a la presión que ahogue sus perversos objetivos. No podemos, para ello, abandonar uno sólo de los principios que conforman nuestros sagrados Ideales. Es la lucha contra la corriente pública que los moderados, los falsos prudentes y los cómplices de la omisión no están dispuestos a emprender. Quédense ellos como el joven rico del Evangelio, entre las joyas de su palabrería vana y la plata de la seguridad humana. Nuestro tesoro está en el Cielo, esperando ser ganado por nuestro testimonio en el seguimiento del Crucificado y la custodia de la España católica, fuerte y justa.

Jóvenes, a vosotros os lo digo, presentes aquí esta tarde. Jóvenes. Soldados todos de una Causa entregada, traicionada y asesinada. Militantes de la Patria sangrante y despedazada. Hijos de la España inmortal. Porque sois y debéis ser el futuro del que dependa el amanecer arrollador de la nueva primavera, habréis de aceptar que nuestras vidas están contra la comodidad. Y decimos con José Antonio, que “queremos un paraíso difícil, vertical e implacable, donde no se descanse nunca y que tenga, junto a las jambas de las puertas, ángeles con espadas”. 

Recordad la consigna de Claudel: “la juventud no fue hecha para el placer, sino para el heroísmo”. Para ello, vertebrar vuestras acciones sobre eje hispanocatólico de la vida y volverán a sonar las mejores estrofas de canto universal y español de nuestra historia.

Que se cumplan los versos, nuevamente, del himno de las juventudes católicas de España:

Ser apóstol o mártir acaso,
mis banderas me enseñan a ser

Esta es la misión que la Providencia nos encomienda: dotar a las juventudes del impulso necesario para que vuelvan a ser, como quería José Antonio, mitad monjes, mitad soldados.
Y se alzarán entonces las juventudes, enérgicas, militantes y combativas. Y no habrá quien pueda acallar sus voces, que gritarán por todos los rincones de la Patria resucitada:

¡Viva Cristo Rey!
¡Arriba España!

Miguel Menéndez Piñar
Conferencia en el Aula Cultural de Fuerza Nueva
8 de Marzo de 2007

miércoles, 20 de marzo de 2013

RECEN POR MÍ. A PROPÓSITO DEL NUEVO PONTIFICADO

Dios primero y mi hogar después, son testigos de la cantidad innúmera de personas que me solicitan alguna opinión orientadora sobre lo que acaba de suceder en la Iglesia. Esos requerimientos, en algunos, toman el modo de una dolorosísima y apremiante necesidad de discernir cuanto ocurre y de obrar en consecuencia. En otros bordea la desesperanza y la angustia, desaconsejables compañías si las hay. Y aunque en todos los casos he recomendado oración, espera silenciosa, vigilia cauta y fortaleza –y sobre todo, aguardar con paciencia el curso de los primeros tiempos del nuevo pontificado- tanto desasosiego junto percibido en unos y en otros me obligan a hablar, siquiera provisoriamente y sin mengua de futuros retoques a cuanto ahora escribimos.


Sé bien que la razón principal de esta demanda amistosa de la que soy objeto, no se debe a ninguna especial facultad mía, ni a contarme yo entre los especialistas en la disciplinas propias de los clérigos; sino al hecho por todos conocido de haberme visto obligado a mantener con el Cardenal Bergoglio un doloroso y sistemático disenso, dejando documentadas mis acusaciones a sus múltiples desvaríos y yerros en un libro editado en Buenos Aires, en el año 2010, bajo el título La Iglesia Traicionada. Si ésta es la causa singular por la que puede revestir algún interés que haga públicas mis primeras reflexiones, queden asentadas a continuación.

ººº

1º) Será tarea de los teólogos de la historia más eminentes, discernir con solvencia si el Cónclave que eligió al Papa Francisco estuvo iluminado y movido por la inspiración del Espíritu Santo, como la fe nos lo señala; o si por alguna razón que ahora ignoramos, los Cardenales electores fueron engañados, resultaron objeto de alguna extraña manipulación, o cerraron su entendimiento a la lumbre del Paráclito. “La nube cubrió el Tabernáculo de la Reunión, y la gloria de Yahvé llenó la Morada”, dice el Libro del Éxodo (40,34). Pero esa nube sólo puede ser vista cuando los ojos son el espejo que reflejan “el fuego de la noche” que pone en marcha a los creyentes fieles.La Nube, según la metáfora veterotestamentaria, puede hacerse visible, pero no todos los ojos pueden tener la misma visibilidad.

 
San Ignacio de Antioquía ve a la Iglesia como una casa, en la cual, el maderamen que la sostiene es la Cruz de Cristo, y el Espíritu Santo como la maroma que la alza (Carta a Éfeso, IX,1). Mas para contemplar dócilmente a la maroma –dulcis hospes animae- el alma debe estar a la escucha (1 Sam 3,10), existiendo la dramática posibilidad de que no se perciban las cosas del Espíritu, como lo notó San Pablo en el capítulo segundo de la Primera Carta a los Corintios. Son, pues, cosas diversas las que conviene distinguir desde el comienzo. Una la presencia del Espíritu Santo, que no osaríamos negar. Otra la recepción del mismo por parte de los electores, que pudo haber estado parcialmente eclipsada, por los motivos que la misma Escritura advierte. Por eso Malachi Martin, desde los renglones iniciales de su obra El Cónclave Final,advierte con el Libro de la Sabiduría (9,14-17), que si no se está atento al Espíritu, “las deliberaciones de los hombres son indecisas y sus resoluciones precarias”.

Entiéndase que la duda aquí planteada –que bien quisiéramos que no fuera duda alguna- tiene su razón de ser, no en el cuestionamiento de la asistencia de la Tercera Persona Trinitaria en el Cónclave,ni en la valía moral de quienes se aprontaban a ser movidos por Él, sino en la incertidumbre sobre la ciencia, la serenidad y la prudencia de este específico Cardenalato para signar a la persona indicada. Humanamente consideradas las cosas –y no es ilegítima esta consideración- la conducta de los electores estuvo condicionada por la circunstancia inédita y atípica de tener vivo al Papa al que había que reemplazar. Y reemplazar tras una decisión abdicatoria que aún hoy siembra inquietudes, suspicacias e interrogantes. Ponerle fin a la vacancia de la sede, con un Papa honorario o emérito que orando vigila y aguarda, no es ni ha sido hasta hoy el clima habitual de los Cónclaves.

 
Al tiempo que escribimos estas líneas, el 15 de marzo, el Papa Francisco le ha dicho a los miembros del Colegio Cardenalicio en la Sala Clementina: “Es curioso: yo pienso que el Paráclito da todas las diferencias en las Iglesias y parece como si fuera un apóstol de Babel”. Estremece tamaña denotación y referencia al Paráclito, a escasas horas de una acción directa del mismo sobre el cuerpo colegiado que lo invistió sucesor de Pedro. Si cabe la posibilidad de que algunos o muchos perciban a la Tercera Persona como apóstol de Babel, no se pecaría de audacia concluyendo en que, entonces, algo soterrado y anómalo pudo suceder en este Cónclave. Permita el Señor que muy pronto tengamos que disipar este dilema con la certidumbre de que no hubo yerro alguno entre los Cardenales. Lo permita el Señor,trayendo frutos benditos de este nuevo pontificado, pero no cerremos los ojos los hombres porque la realidad sea dura de contemplar. Negarse a una lectura parusíaca de lo que acaba de suceder, por temor a quedar como un orate de exégesis privadas, puede conllevar el riesgo de negar la existencia misma de los Ultimos Tiempos, y de los sucesos especiales que los caracterizarían.

2º) Haga lo que hiciere a partir de este momento el Papa Francisco –y esperamos que todo lo santo y sabio sepa hacer- es imposible omitir o ignorar que el hombre que acaba de llegar a la silla petrina arrastra concretos, abultados y probadísimos antecedentes que lo sindican como un enemigo de la Tradición Católica, un propulsor obsesivo de la herejía judeocristiana, un perseguidor de la ortodoxia y un adherente activo a todas las formas de sincretismo, irenismo y pseudoecumenismo crecidas al calor de la llamada mentalidad posconciliar.

 
Si a quienes no han tenido ocasión de verificar estos graves cargos –sumables a otros, largos de enunciar- lo antedicho pareciera desmesura o apriorismo, sirvan de inocultables pruebas a posteriori las adhesiones a su pontificado llegadas en estos mismos días desde los cabezales del Modernismo, desde las altas y siniestras logias hebreas, como la B’Nai Brith, o desde el templo mayor de la masonería argentina. Documento único en su género este último, en el que la sede local de la Sinagoga de Satanás, con la firma del Gran Maestre Ángel Jorge Clavero, y fechando lo dicho el 13 de marzo, por primera vez se congratula con el nombramiento de un Obispo de Roma. Que rabinos, cabalistas y masones estén de parabienes, y hasta compitan en prontitud por hacer llegar sus adhesiones al nuevo Pontífice, es un aval indeseable que debería preocupar a todo bautizado fiel.Tampoco es una señal tranquilizadora que ministros del culto israelita llamen “mi Rabino” al Papa Francisco, mientras reconocidos representantes del progresismo religioso más radicalizado –como Küng o Boff- ofrezcan su beneplácito en forma ostensible. Si la complacencia o el silencio de Roma es la única respuesta a este sinfín de adhesiones tenebrosas, la responsabilidad no está sólo en quien respalda sino en quien se deja respaldar.

 
En consecuencia, no se necesita acudir a ninguna teoría conspirativa para dar como hipótesis razonablemente válida que estas fuerzas, sempiternamente comprometidas en la disolución de la Fe Verdadera, pudieron haber tenido algún papel protagónico, tanto en la abdicación de Benedicto XVI, primero, como en la elección del Cardenal Bergoglio, después. De hecho, durante su largo ministerio como Pastor de la Argentina, dichas fuerzas antagonistas de la Cristiandad fueron sus públicas y visibles amistades, a la par que se marginaba, menospreciaba y castigaba a la filas defensoras de la ortodoxia católica. La comprensible debilidad humana hará que muchos de estos perseguidos y damnificados por el Cardenal Bergoglio, callen ahora; o algo más serio: simulen congratulaciones. En esto, al menos, nosotros no podemos callar ni fingir. Otros dirán que nada se gana con recordar ahora las muchas inconductas pasadas del prelado en cuestión. No es cierto. En su Introducción a la monumental Historia de los Papas, Ludovico Pastor, enseña con la autoridad que le compete, que “no hay conflicto con la ley de la fama, al escribir[sobre los Pontífices] las cosas malas pero verdaderas que en su tiempo fueron públicas”, mientras se sostenga “con suficiente causa, a saber, en cuanto lo requiere la integridad de la historia”.

 
3º) Si como bien se ha repetido en estos días, el Cardenal Bergoglio ha muerto para dar paso al Vicario de Cristo, llamado escuetamente Francisco; si Dios opera el milagro –tantas veces mentado- de sacar agua de las piedras y de convertir, una vez más en la historia, a Mastai Ferreti en el insigne Pío IX; si el Señor sabe escribir derecho con renglones torcidos; pues todo esto lo creemos, esperamos y rogamos, sin ceder a tentaciones extremosas ni a posturas eclesiológicas extravagantes. Todo esto lo pedimos con fe inquebrantable, puesto que el milagro y el misterio están en la vida misma de la Barca. Nosotros creemos en el milagro. Pío IX, renunciando virilmente al escandaloso daño que hizo en sus primeros tres años de pontificado, supo al fin forjar “una página de historia escrita a los pies del Crucifijo”, según sintetizó Jacques Crétineau-Joly. No hay porqué suponer que Dios declaró clausa esta posibilidad histórica.

Pero también es católico leer el Libro del Apocalipsis. Y en el capítulo trece se describe a dos fieras, del mar la una, de la tierra la otra, que a su turno, y desde ámbitos distintos aunque complementarios, coadyuvan al triunfo del Anticristo. Contestes están los hermeneutas, y citamos por lo pronto a Straubinger –quien a su vez remite a los Padres- en que esta fiera terrena tiene mucha semejanza con el pastor insensato del que habla Zacarías (Zac.11,15); en que podría tratarse de “un gran impostor que aparece con la mansedumbre de un cordero”; en que no sería otra cosa, al fin, más que un falso profeta al servicio de la Bestia.

Pieper dice que esta fiera representa la Propaganda Sacerdotal del Anticristo; y de sobra es sabido que el padre Castellani sostiene que tiene un carácter religioso, sin excluir la dolorosa posibilidad de que se trate de un personaje individual mitrado, un Pseudoprofeta de una Religión Adulterada. Recientemente, y entre nosotros, fue Federico Mihura Seeber el que le dedicó pensadas páginas a escudriñar la naturaleza de esta Fiera, considerándola como aquella que le sirve de profeta, o propagandista o maestro de ceremonias, o Sacerdote o Pontífice de El Anticristo. Está dicho en su libro homónimo, que tuvimos ocasión de presentar durante al año 2012.

 
Expliquémonos sin elipsis en tema tan arduo. No estamos diciendo ni sugiriendo que el Papa Francisco sea la Fiera Terrena que columbró San Juan. Estamos diciendo que tan católico es confiar en que la Divina Providencia puede hacer de un heterodoxo al Papa del Syllabus, como tener en cuenta que, alguna vez, un Falso Profeta puede acarrear a la perdición desde un alto sitial religioso. Y que ese “alguna vez” no puede excluir nuestro presente, sólo porque nos aterre la sola idea de protagonizar el final. Quienes quieran confiar en la conversión del Cardenal Bergoglio, y consecuentemente a la rehabilitación de la Esposa, tan maltrecha hoy, nos encontrarán entre los suplicantes confiados y firmes. Es más, si como es deseable y previsible,tal conversión se probara por los frutos, nos encontrarán entonces al servicio incondicional y gozoso de Francisco. Pero si los frutos trajeran la desgarradora noticia contraria, no habremos dejado de ser católicos por recordar la profecía joánica, y obrar en consecuencia, resistiendo al mal desde el pequeño rebaño. Como no dejó de ser católico el Padre Julio Meinvielle cuando, en su obra La Iglesia y el Mundo Moderno, retrató los pasos de la Revolución Anticristina dentro de la Iglesia, anunciando su penetración en las obras y el pensamiento, hasta provocar una verdadera dislocación interior.

 
Tanto se peca contra la mirada sub specie aeternitatis si nos negamos a considerar que la gracia de estado puede hacer prodigios, aún en un hombre contrahecho; como si nos negamos a considerar que la revelación divina contenida en el Apocalipsis es tema que no nos compete aquí y ahora. Por eso nos sobresaltó tanto una noticia menor, aparecida en la página segunda del periódico La Nación, del día 16 de marzo. Según el relato, Francisco llamó a la Curia de Buenos Aires para cumplir con algunas salutaciones y recados pendientes. Atendido por la secretaria habitual, y anonadada la misma, le preguntó perpleja cómo habría de llamarlo. “Llámeme Padre Bergoglio”, fue la respuesta. El primero que debe creer y aceptar que Bergoglio ha muerto para dar lugar al Santo Padre Francisco, es el mismo Cardenal Jorge Mario Bergoglio. La Gracia también supone la gracia.

4º) Más de una vez hemos distinguido con García Morente, entre el estilo y las maneras. Propio del caballero, aquél; impropias del mismo éstas últimas. Aplicando a lo que ahora incumbe, no debe confundirse la virtud de la humildad con su parodia, ni el estilo genuinamente humilde –que brota del señorío interior- con las maneras sobreactuadas de la modestia. Una cosa es la posesión de un estilo y otra distinta el amaneramiento. En nada se analogan el abajamiento ascético y el plebeyismo gestual. Y si es cierto que la captación del primero supone un espíritu entrenado, mientras el segundo es fácilmente captable por las masas, mal camino elegimos si en vez de propender la elevación y el afinamiento de las almas hacemos ademanes gratos a las tribunas aplaudidoras. Sobre todo, si entre esas tribunas se haya la prensa internacional,culpable en grado sumo de las agresiones más viles contra la Iglesia.

Lo primero que debería hacer un hombre auténticamente humilde es impedir que el mundo entero cantara loas a su humildad. O por lo menos, protestar que tales encomios violentan su carácter. Si como bien enseña Santo Tomás (Sum.Th,II,IIae,q.113), no se debe cometer un pecado para evitar otro, en mucho ha de cuidarse el que no quiera incurrir en soberbia, de faltar a la caridad hacia el prójimo, obrando por contraste, de modo tal, que dicho prójimo pudiera ser tildado de presuntuoso. Calzar por humildad zapatos ordinarios de calle, cuando hasta ayer se usaron otros en consonancia con los colores litúrgicos y la dignidad del Divino Peregrino a quien esos pies representan en la tierra, es ofender,o al menos poner en duda, precisamente por contraste, la humildad de quien hasta hace instantes calzó de ese modo. Es inexplicable –por no cargar los adjetivos- que a la par que se alaba a Benedicto XVI públicamente, no se quiera columbrar el destrato que se le inflige con estas promovidas comparaciones patéticas.

Ejemplo nimio, se dirá; pero se potencia hasta el extremo cuando se dice –como lo ha hecho Francisco el sábado 16 de marzo- que él bien “quisiera ver una Iglesia pobre y para los pobres”, como si hasta hoy ambos bienes le hubieran resultado ajenos u hostiles a la Esposa del Redentor. Como si no hubiera existido, por caso, un San Pío X, venerado por el pueblo llano, sin necesidad de bajarse de su trono. Extraña humildad la de tenerse por axis mundi de una iglesia que recién con uno mismo tomaría conciencia del bien de la pobreza; y extraña paradoja la de optar por los pobres pero contar con las fervorosas adhesiones de masones y judíos, que amén de lo más grave –su condición de cristofóbicos- son los titulares de la usura internacional. Incluyendo al gran Rabino de Roma, a quien invocando el Concilio Vaticano II, invitó expresamente a “la misa solemne de inauguración de mi Pontificado”, pero no a donar sus finanzas para los más necesitados.

Tampoco debe confundirse el siempre necesario homenaje a la investidura, y en este caso, nada menos, que a la del Vicario de Cristo, con la superflua pleitesía a la persona o al funcionario. Bien estará que eliminemos todo signo exterior de servilismo a la persona, aún el que pueda tener cierto arraigo o acostumbramiento por el mero paso de los años. Pero no estará bien suprimir el ceremonial tradicional y digno, con sus signos, sus gestos, sus pasos demarcados y significativos, porque dicha supresión no comporta incremento de la humildad sino abolición de los ritos y de los símbolos. La Iglesia no es la limusina ni los uniformes de los guardias suizos. Pero bien ha explicado Guardini la pervivencia del espíritu eclesial en los signos sagrados. Si en nombre de la austeridad quedasen abolidas o relegadas todas aquellas hierofanías que comporta el canto, la museta, la estola o la bendición melismática, el Papado no habrá ganado en pobreza evangélica. Se habrá vaciado de mytos, como diría el fraile Diego de Jesús. Se habrá inmanentizado y rebajado, para hablar sin metáforas.

 
Mucho nos tememos, por lo que ya llevamos visto, que el Papa Francisco esté en tamaño terreno tan completamente desprovisto de un recto criterio, como transido de malos hábitos porteños, fanatismos futboleros incluidos. El franciscanismo del Poverello de Asís es garantía de santidad probada; el de Paolo Farinella, con su novela Habemus Papam, apenas si conduce a la risotada zafia. Pero hay un franciscanismo aún peor que registra con llanto la historia de la Iglesia. Es aquel que bajo cierta influencia gnóstica de Joaquín del Fiore produjo reformas eclesiales que adulteraron la mismísima doctrina católica, incurriendo, entre otras, en la amenaza del utopismo, la herejía perenne, según recordada definición de Molnar. Capítulo extraño éste del descalzismo o de la descalcez extraviada en la vida de la Iglesia, que ha sido estudiado,entre otros, por Fidel de Lejarza, José Antonio Maravall o Georges Baudot. Por eso, bien recuerda el fraile Miguel Padilla que la pobreza de San Francisco es de índole teologal, no sociológica; y que expresamente dispensaba de la pobreza lo tocante a la Sagrada Liturgia y a la Santa Misa. “Los Vasos Sagrados, los Ornamentos y los Libros donde están las Palabras de Jesús deben ser esmeradamente cuidados."

 
Hagamos votos para que el franciscanismo del Papa Francisco, en las antípodas de toda corriente desviada, signifique el retorno a aquella desnudez que alegorizara Juan Ramón Jiménez: “desnudez malva de estrellas mojadas”, como “la túnica de una inocencia antigua”. Hagamos votos porque este franciscanismo restaure a la Nave, defenestrando de su seno a sodomitas y a fenicios, a los adúlteros espirituales y carnales, a todos cuanto el de Asís les enrostraba, “¡El Amor no es amado!”, porque se amaban ellos, henchidos de fariseísmo y de poderes carnales.

 
Que lo cuide Dios al Papa Francisco de no confundir el camino. Porque hay confusión cuando se hace bendecir por el pueblo; hay confusión al pedir “una gran fraternidad” omitiendo al Padre en que tal comunión fraterna se vuelve legítima; también la hay si hace prevalecer los supuestos derechos de las conciencias no creyentes al deber pontificio de bendecir cruz en ristre, como si esa cruz, trazada siquiera en el aire por la mano consagrada, pudiera ofender a los incrédulos. Confunde asimismo el proponer como modelo sacerdotal la figura inequívocamente progresista del padre Gonzalo Aemilius, como sucedió el domingo 16 de marzo. No; no son señales que puedan suscitar una especial tranquilidad.

 
Hay también otra confusión, que de extenderse fuera del campo acotado en que se manifestó, puede acarrear acciones gravemente desacertadas. Querer viajar a la Ciudad Eterna para postrarse ante el Vicario de Cristo, no es un dolo que deba reprimirse, dando el monto del pasaje a los pobres, sino una virtud llamada magnificencia: ponerse en gastos y esfuerzos, precisamente por aquello que es santo, sacro o heroico. Algo nos quiso decir el Señor al respecto, cuando no avaló al Iscariote que le pedía a María trocar el rico perfume con que adoraba al Divino Hijo, por su equivalente en metálico para ayudar a los necesitados (Jn.12,1-11).

Tampoco nos tranquiliza el cuasi unánime aplauso del mundo que, arrobado por su campechanía, ha dejado de tenerlo como piedra de escándalo y signo de contradicción. ¡Es uno más del mundo, como ellos y como todos!, festejan los multimedias. Pero el mundo no necesita que la Silla de Pedro esté ocupada por un austero fatigador de los transportes públicos, sino por un alter Christus vigoroso que, báculo en mano, entre en franca y aguerrida confrontación con él, amonestándolo y enmendándolo. Precisamente ésto enseñaba San Francisco, que la pobreza es el muro que nos separa del espíritu del mundo.

 
Cuidado -suplicamos contritos- con equivocar el camino.Pues haber recomendado la lectura del Cardenal Kasper –llamándolo “un teólogo in gamba”- en el Primer Angelus del V Domingo de Cuaresma, tampoco nos ayudará a recuperar la iglesia de los pobres. La evidencia se impone. Kasper –junto con el entonces Cardenal Bergoglio- es uno de los que en julio de 2004, en el lujoso hotel cinco estrellas Intercontinental de Buenos Aires, organizaron el Foro Judeo Católico, auspiciado por importantes organismos hebreos de la plutocracia americana y europea. En aquella ocasión, el ahora recomendado autor propuso lisa y llanamente la amalgama de las religiones judía y católica, porque “ambas son mesiánicas y el mesianismo tiene que ver con la esperanza”.

5º) Algunos, no sin razones, sostienen que lo bueno del Pontificado de Francisco es la impugnación que su figura representa del gobierno tiránico kirchnerista, indignándose con los rastreros ataques que le han propinado en estos días un puñado de sicarios del oficialismo. Va de suyo que asomarse a la pasquinería izquierdista causa repulsión y espanto. Y que al constatar la naturaleza teológica del odio a la Fe que esos miserables ejecutan, no se puede sino estrechar filas junto al Santo Padre. Callar toda reticencia y ponerse de su lado, codo a codo.

 
Pero también aquí el simplismo dialéctico puede jugarnos una mala pasada hermenéutica. Si Francisco hubiera querido diferenciarse del gobierno argentino, y confrontar abiertamente con los criminales marxistas que lo secundan por doquier, no sólo debió haberlos descalificados públicamente por sus múltiples aberraciones, que bien le constan han cometido y cometen, sino que era la precisa ocasión de proclamar urbi et orbi la falsificación sistemática de la historia reciente que se viene llevando a cabo, con el agravante inicuo de miles de personas cautivas, y centenares de ellas muertas en cautiverio, ofrecidas todas en el altar del revanchismo comunista. El mundo entero podría haberse enterado de la ignominia y de las muertes que, en nombre de los derechos humanos, se cometen hoy en nuestra desfigurada patria. El mundo entero podría haber conocido, por boca del Pastor Universal, que en la Argentina hubo mártires católicos, de la talla de Genta, Sacheri o Amelong, asesinados por los mismos que ahora ocupan el poder.

 
En lugar de eso, un comunicado oficial del Vaticano, firmado por el Padre Federico Lombardi, el 15 de marzo, aclaraba que “Jorge Mario Bergoglio hizo mucho para proteger a las personas durante la dictadura” y recordó que una vez nombrado arzobispo de Buenos Aires “pidió perdón en nombre de la Iglesia por no haber hecho bastante durante el período de la dictadura”. En vez de desmontar la falacia, la convalida elípticamente. Lo bueno del actual Pontífice, entonces, sería lo mismo que siendo Cardenal se ocupó de probar minuciosamente en su libro El Jesuita: su condición de colaboracionista de la guerrilla marxista y clero asociado, con diversos y creativos medios a su alcance. Lo reprobable, paralelamente, y por eso mismo objeto de su pedido de perdón, habría sido no poder cooperar más con aquellas “personas” que, sin motivo alguno, claro, un buen día las Fuerzas Armadas Argentinas se decidieron a combatir. Es la mentira de lo sub-implicado.

 
"Se trata de una campaña difamatoria, bien conocida", advirtió Lombardi. La difamación no consiste en tergiversar horrendamente los acontecimientos sucedidos en la década del ’70, sino en pretender que en aquellos turbulentos años, el Cardenal Bergoglio haya podido estar del lado de los represores del terrorismo rojo. Así, imprevistamente, la impostura basal de todas izquierdas vernáculas y mundiales, ha quedado convertida en versión canónica, con el aval de la Santa Sede. Y sellada con el pacto de cortesía recíproca que presidió el encuentro entre Francisco y la comitiva oficial del Gobierno Argentino, el mediodía romano del 18 de marzo. Ni Francisco condena la tiranía marxista que nos asfixia, ni Cristina avanza en su descalificación del reciente Obispo de Roma; antes bien descubre coincidencias y comparte regalos. Entente cordiale para todos y todas.

Algún día habrá que hallar una palabra exacta para rotular la conducta de la actual dirigencia política –oficialismo y oposición, presidenta y escoltas, lo mismo dá- que satánicamente hostiles a la Iglesia y al Papado hasta hace minutos, pugnan ahora por derrocharse en majaderías, remilgos y solícitas condescendencias. Pero si no hallamos esas palabras, repetiremos las de Pármeno a Calisto, en el acto cuarto de La Celestina, refiriéndose a la inmunda buscona: ¡puta vieja!. Y aunque lo nieguen, dice Pármeno, así lo repiten los ladridos y las aves, los ganados y las bestias, los herreros, los armeros, los caldereros y arcadores. Todos a una le gritan el mote infamante y redondamente verídico.

6º) Ante la renuncia de Benedicto XVI, escribimos una nota diciendo claramente que la misma nos dolía. Y tras explicar los motivos, asentamos, entre otros, el hecho de que, guste o disguste, la Iglesia, en la práctica, quedará sujeta a una bicefalía .Tanto más si, como está a la vista, el heredero del Cardenal Raztinger parece querer diferenciarse de él, y de sus predecesores, con una seguidilla intempestiva de actitudes externas que, o buscan presentarse como revolucionarias, o si no lo son, resultan pasibles de ser leídas así por el mundo. No creemos que se explicite ninguna hermenéutica de la ruptura, y tal vez todo acabe en la argentina teatralidad de los mocasines gastados. Más que no creerlo, no lo esperamos, pues confiamos en que la Divina Providencia resguarde a la Cátedra de la Unidad. Pero lo sucedido en estos escasos días pontificales de Francisco está siendo tomado y exigido por muchos como una ruptura, sin que hasta ahora se le haya puesto un freno severo y categórico a tamañas conjeturas. La homilía del día de la asunción formal del Pontificado era una ocasión propicia para ello. Se la utilizó en cambio para dar consejos píos sobre la ternura y el cuidado del medio ambiente.

 
Quienes se entusiasman hallando en Francisco muy buenas y oportunas expresiones de recio cuño católico, están en todo su derecho. Nos sumanos con renovada esperanza a tan honesto entusiasmo. Porque esas muy buenas expresiones, es cierto, las ha proferido. Pero muy avanzada está entonces la descomposición causada por la guerra semántica en la Iglesia –por ese pendularismo que denunciara Romano Amerio- si hemos llegado al punto en que la sorpresa gozosa de nosotros, los fieles, es escuchar a Pedro hablar como Pedro.

 
Aquella abdicación de Benedicto nos dolía, supimos decir. También nos duele esta designación. Es un dolor indescriptible y hondo, amasado en el recuerdo vivo y fresco del sinfín de actitudes opuestas a la Verdad que le vimos protagonizar cara a cara al entonces Jorge Mario Bergoglio. Es un dolor que no se parece a ningún otro, y que sólo puede cauterizar la espera esperanzadora y longánima de los frutos.

 
En esa espera tensa nos acompaña una promesa, un pedido y un ejemplo. La promesa es de Nuestro Señor Jesucristo. “Yo rezaré por tí para que no desfallezca tu fe”, le dijo a su primer vicario, y en él a todos sus sucesores. Si la Fe no le desfallece y la conversión lo reviste con su gracia, habrá un bien para la Barca y aún para la Argentina.

El pedido es el del mismo Papa Francisco, en su primera aparición; quien sin olvidar su clásico “recen por mi”, agregó además el recemos los unos por los otros. Oremus ad invicem. Éso hagamos. Recemos recíprocamente para sostenernos en estos tiempos, tal vez apocalípticos, sin el uso hiperbólico sino estricto de la palabra; y elevemos en común la plegaria a la Trinidad Santa para que nos permita discernir, sirviendo siempre a lo que es de Dios y combatiendo con ahínco cuanto se le oponga, proceda de donde procediera. Si fuera la hora de la luz, que nos dejemos envolver por ella, olvidándonos de las tenebrosidades del pasado. Si en cambio éstas persistieran, que no desertemos de la luz, como diría Thibon. No estamos llamando a la rebeldía ni a la desobediencia, ni a dar por nula la autoridad pontificia, sino al recto discernimiento. Sin palabras crípticas digámoslo ya todo: no podemos ni debemos seguir al Cardenal Bergoglio. Si transfigurado en cambio por la plenitud de la gracia de estado, ese pastor que conocimos se ha convertido ya en el dulce Jesús en la tierra, se nos conceda el privilegio de prosternarnos ante él.

 
Una promesa , un pedido y un ejemplo, decíamos. El ejemplo es el de San Francisco de Asís. Así lo contempló Anzoátegui, con su pluma señera:

“Juglar de Dios, rotoso

Príncipe y paje de Nuestra Señora,

¡Qué dulce, qué gozoso

aquel ritual que otrora

te abría las compuertas de la aurora!”

Imaginémoslo –como lo hizo Rubén Darío- saliendo a la búsqueda del lobo para quitarle el demonio del cuerpo. O mejor aún, como lo describe la hagiografía, recibiendo en el monte Alverna los estigmas de Jesucristo, después de lo cual quedó transido de un maravilloso fuego de amor.

No los halagos de los más perversos enemigos de la Cruz, que hoy forman fila para congratularse y encomiarlo, sean los adornos del Papa Francisco. Sino quellos rituales “que otrora abrían las compuertas de la aurora”. Y mejor aún: las señales cruentas, abiertas y sangrantes del Madero. Porque la única revolución que necesita la Iglesia es en la acepción que hiciera Chesterton de la odiosa palabra: dar la vuelta entera; que en este caso no sería otra cosa más que regresar a las fuentes vivas, primeras y fundantes de su Gloriosa Tradición.

Antonio Caponnetto