Judas Iscariote fue uno de los doce elegidos para predicar y propagar el Reino de Dios. Acompañó y escuchó a Cristo durante más de dos años, fue testigo de sus milagros, estuvo presente en la confesión de Pedro, fue uno de aquellos a quienes “ha sido dado conocer el misterio del Reino de Dios”, mientras que a los demás “todo se les dice en parábolas” (Mc. 4, 11). Para Cristo no había secretos en el alma de Judas ―sabía, por tanto, que Judas era ladrón y que le iba a traicionar―, pero, ¿y los once? ¿Había en ellos alguna suspicacia, algún recelo, se anticipaba en gestos o actitudes lo que iba a venir? Parece que no; al menos no hay testimonio de ello en los relatos de los evangelistas.
Cuando Judas ya tenía metido al diablo en el alma, es decir, cuando ya había decidido la traición, y Cristo le dice “lo que has de hacer hazlo pronto” (Jn. 13, 27), los demás apóstoles “pensaron que como Judas tenía la bolsa, le decía Jesús: Compra lo que necesitamos para la fiesta, o que diese algo a los pobres” (Jn., 13, 29). Es decir que nada sospechaban.
No obstante, lo que es claro es que el pecado no se improvisa. Aun el que es fruto de las pasiones tiene su preparación. Así se ve en el proceso de la tentación a Eva (Gen. 3, 1-6). Es indudable que la decisión de traicionar no fue como el destello de un espíritu puro. Satanás, ciertamente, “andaba rondando” (I Pe. 5, 8 ) desde el comienzo, pero entró en Judas sólo después de haber tomado el bocado que le ofrecía Jesús. Ya “era de noche” (Jn. 13, 30). Con todo, no hay razón para pensar que desde el comienzo de su vida con Jesús ya anidara en Judas el resentimiento que lo llevaría a la traición y al suicidio. Hay en esa alma un proceso, que culmina en la entrega de su Maestro a aquellos que querían su muerte, ¿cómo empieza? Se dice que Judas esperada el reino terreno, y que cuando se dio cuenta de que primero debía reinar Cristo en los espíritus, llevó esto a mal. Pero no es convincente esta tesis: Judas escuchó desde el comienzo la predicación de Jesús, y si bien hay referencia en ella al reinado final sobre cielos y tierra, está claro cuál es el orden.
Nos dice el Evangelio que Judas era ladrón, ¿cómo llegó a serlo? No hay pie para pensar que cuando eligió seguir a Jesús ya estuviera totalmente maleado por el vicio. Era él quien llevaba la bolsa: era el ecónomo. Debía comprar lo necesario para Jesús y sus discípulos y tenía también que dar a los pobres. Probablemente en alguna circunstancia tomó para sí, a escondidas, algo de aquella bolsa: ya estaba dado el primer paso. Era fácil inventarse una justificación. Si no hay arrepentimiento ni restitución, nada impide que más ocasiones se vayan presentando, y que aumente el volumen de lo que sustrae. Es la ley del vicio: dice Jeremías, refiriéndose a los pecados de Israel, que “tan avezada estaba su lengua para la mentira, que no podía sino mentir” (Jer. 9, 5). Hay para la conciencia ya sucia de Judas una justificación: él daba a los pobres. Pero así se hizo ladrón. Este dar a los pobres fue el escudo de su conciencia. La necesidad de aparentar una vida de discípulo fiel, sabiendo ―porque tenía que saberlo― que Jesús leía en su alma, produjo en él ese estado espiritual que se llama resentimiento.
El momento decisivo, al parecer, para que el resentimiento lo desbordara y se convirtiera en guía y motivo de su conducta, fue la escena aquella en que María, la hermana de Lázaro, derramó el ungüento en los pies de Jesús: era “de nardo legítimo, de gran valor”, y “los enjugó con sus cabellos” (Jn. 12, 3). Cuenta el evangelista que “Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que habría de entregarle, dijo: ¿Por qué este ungüento no se vendió en trescientos denarios y se dio a los pobres?”.
Juan Antonio Widow Antoncich
Cuando Judas ya tenía metido al diablo en el alma, es decir, cuando ya había decidido la traición, y Cristo le dice “lo que has de hacer hazlo pronto” (Jn. 13, 27), los demás apóstoles “pensaron que como Judas tenía la bolsa, le decía Jesús: Compra lo que necesitamos para la fiesta, o que diese algo a los pobres” (Jn., 13, 29). Es decir que nada sospechaban.
No obstante, lo que es claro es que el pecado no se improvisa. Aun el que es fruto de las pasiones tiene su preparación. Así se ve en el proceso de la tentación a Eva (Gen. 3, 1-6). Es indudable que la decisión de traicionar no fue como el destello de un espíritu puro. Satanás, ciertamente, “andaba rondando” (I Pe. 5, 8 ) desde el comienzo, pero entró en Judas sólo después de haber tomado el bocado que le ofrecía Jesús. Ya “era de noche” (Jn. 13, 30). Con todo, no hay razón para pensar que desde el comienzo de su vida con Jesús ya anidara en Judas el resentimiento que lo llevaría a la traición y al suicidio. Hay en esa alma un proceso, que culmina en la entrega de su Maestro a aquellos que querían su muerte, ¿cómo empieza? Se dice que Judas esperada el reino terreno, y que cuando se dio cuenta de que primero debía reinar Cristo en los espíritus, llevó esto a mal. Pero no es convincente esta tesis: Judas escuchó desde el comienzo la predicación de Jesús, y si bien hay referencia en ella al reinado final sobre cielos y tierra, está claro cuál es el orden.
Nos dice el Evangelio que Judas era ladrón, ¿cómo llegó a serlo? No hay pie para pensar que cuando eligió seguir a Jesús ya estuviera totalmente maleado por el vicio. Era él quien llevaba la bolsa: era el ecónomo. Debía comprar lo necesario para Jesús y sus discípulos y tenía también que dar a los pobres. Probablemente en alguna circunstancia tomó para sí, a escondidas, algo de aquella bolsa: ya estaba dado el primer paso. Era fácil inventarse una justificación. Si no hay arrepentimiento ni restitución, nada impide que más ocasiones se vayan presentando, y que aumente el volumen de lo que sustrae. Es la ley del vicio: dice Jeremías, refiriéndose a los pecados de Israel, que “tan avezada estaba su lengua para la mentira, que no podía sino mentir” (Jer. 9, 5). Hay para la conciencia ya sucia de Judas una justificación: él daba a los pobres. Pero así se hizo ladrón. Este dar a los pobres fue el escudo de su conciencia. La necesidad de aparentar una vida de discípulo fiel, sabiendo ―porque tenía que saberlo― que Jesús leía en su alma, produjo en él ese estado espiritual que se llama resentimiento.
El momento decisivo, al parecer, para que el resentimiento lo desbordara y se convirtiera en guía y motivo de su conducta, fue la escena aquella en que María, la hermana de Lázaro, derramó el ungüento en los pies de Jesús: era “de nardo legítimo, de gran valor”, y “los enjugó con sus cabellos” (Jn. 12, 3). Cuenta el evangelista que “Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que habría de entregarle, dijo: ¿Por qué este ungüento no se vendió en trescientos denarios y se dio a los pobres?”.
Juan Antonio Widow Antoncich
No hay comentarios:
Publicar un comentario