lunes, 21 de enero de 2013

ÁNGELA GUILLÉN DE DOMENECH


Llegó la noticia. Ángela se ha muerto. Después de cinco años, la enfermedad ha acabado con su vida mortal para dar paso inmediato a la vida eterna. Sólo los suyos, su familia, saben el sufrimiento y el dolor incesante que ha tenido y que a los demás nos ocultaron, su familia y ella, tras la sonrisa y la serenidad de quien lo acepta como un regalo. El ejemplo impresionante de Ángela con la enfermedad no ha extrañado a quien ya la conocíamos. Es cierto aquello de que “se muere como se vive” y por eso escribo mi escueto testimonio.

No es fácil el camino hacia la santidad y para que el marido de Ángela, Manuel María Domenech, no me responda que sí, agregaré que “o al menos escogerlo”. Ella, y él, lo escogieron en tiempos difíciles, en una época de confusión, de relajación, de deserciones y de traiciones. En mitad de una convulsión que hizo reventar “un pozo de donde salían humo y langostas”. Se exigía lealtad a la Fe y Ángela no dudó en mantenerla intacta, tras el Padre Alba, peregrinando sin descanso “por el triunfo del Reino de Cristo”. Ángela trabajó, toda su vida y en primera fila, para dar lo que había recibido y encontró un cobijo excepcional en la Unión Seglar desde su fundación, bastión de la integridad de la Fe, la Patria y la Familia. Pero ese bastión no fue una urna, una vitrina, donde conservar intacto lo recibido. Lo conservaron y lo entregaron. El padre Alba diseñó la tradición aplicada al momento vivido, al lugar habitado, a las almas encomendadas y a las familias congregadas. No sólo era imprescindible conservar la Fe y la Doctrina, sino que había que transmitirlas incansablemente como la Iglesia hace con la Gracia Divina. Han sido cientos de jóvenes, cientos de familias, cientos de vocaciones religiosas. Por sus frutos los conoceréis.

No hay manera de resumir las empresas en las que Ángela estuvo embarcada por la reedificación de la Cristiandad, capitaneadas por el padre Alba. Pero debo destacar dos de ellas, muy significativas, que reflejan perfectamente quién era Ángela y cómo vivió el compromiso del camino elegido.

El Campamento. Él, su marido, y ella, eran los Jefes del Campamento de la Unión Seglar. Lo fueron durante muchos años. Más de treinta, seguro. Ángela era “La Jefa” y así nos referíamos a ella. No hacía falta agregarle el nombre. Bajo su dirección se formaban cientos de jóvenes todos los veranos que, tras quince días de intensas vivencias, acumulaban las gracias, la formación y los propósitos necesarios para militar un nuevo curso bajo la Bandera de Cristo. Catecismo, magisterio, historia, dirección espiritual, sacramentos, deporte, diversión, excursiones… todo y durante tantos años gracias, en gran parte, a los desvelos de Ángela, al sacrificio de su tiempo, que era suyo y de los suyos. Ella cuidaba de todo y de todos, hasta el mínimo detalle, donde demostraba cumplir escrupulosamente una de las consignas que todos los años se repetía: vale quien sirve. El padre Alba combatía en muchos frentes y éste estaba bien custodiado. Ángela era una garantía. Como María, como la Iglesia, ella fue madre y maestra de miles de acampados.

La Procesión de Mayo. El último sábado del mes de María, Mayo, se realiza en Barcelona la procesión más grande, en número y devoción, de toda Cataluña. La Virgen de Fátima es paseada por las calles, a hombros, rodeada de miles de personas que, rezando su Santo Rosario, reparan su Dulce Corazón ofendido y dan testimonio público de su Fe Católica. Con el Himno Nacional se inicia la marcha, tocado por la Banda de Tambores y Cornetas de la Unión Seglar, de la que han formado parte importante los hijos de Ángela. Escuchar como retumba Himno Nacional, en pleno centro de Barcelona y con la Virgen de Fátima haciendo acto de presencia, es uno de los momentos más emocionantes que yo he vivido. Recuerdo, hace muchos años, que llevando la imagen y las andas de la Virgen a Barcelona, con el padre Alba, nos encontramos en la puerta de la iglesia a Ángela para preparar la procesión. Allí estaba ella, para adornar con flores y luces a Quién en unas horas iba a bendecir Barcelona con Su presencia. Y de velas, que instantes antes de empezar, repartía con una sonrisa a los que se agolpaban para iluminar a Nuestra Señora. Rindió, promovió y preparó el culto público a Nuestra Señora, algo que rechazaban los progresistas, porque querían acabar con la devoción a María y con el culto público. Cuarenta años lleva la Virgen procesionando, ininterrumpidamente, por Barcelona. Cuarenta años sonando el Himno Nacional, como tributo público de España a Quien es Soberana de esta tierra santa. Cuarenta años en que Ángela, a contracorriente, se mantuvo fiel a María y puso los medios para que otros muchos pudiéramos expresar la Fe de un pueblo que se resiste a morir.

Estos días finales de tu vida, Ángela, he rezado por ti. Ahora que puedo decir, con esperanza y conocimiento, que estás en el Cielo, intercede por nosotros. Y te doy, de todo corazón, públicamente las gracias por:

- Haber acompañado al padre Alba desde el principio hasta el final, ayudando y permitiendo que otros muchos pudiéramos hacer lo mismo.

- Ser un pilar y un ejemplo en la Unión Seglar, con tal vocación de servicio, que has dado valor incalculable a tu vida.

- Tener un hijo sacerdote, pues como decía el padre Ángel Garralda, ningún hombre merece serlo pero sí una santa madre tenerlo.

- Acogernos siempre, a mis padres y a mis hermanos, como miembros de tu familia.

- También, porque un magnífico amigo mío, en un momento de cambios en su vida, quise ayudarle diciéndole que nos fuésemos juntos a Roma a la Beatificación de los mártires de la Cruzada. Yo tenía el convencimiento de que mi amigo encontraría allí a su futura mujer. Y así fue. Era tu hija, Inmaculada, a la que conoció allí y con la que se casó en el Templo Nacional Expiatorio del Tibidabo años más tarde.

Te recordaremos siempre, Ángela, entre otras cosas, porque nos encomendaremos a ti para que podamos contribuir, como tú lo has hecho, a “luchar por el triunfo final de Cristo Rey” y adelantar “una nueva era de Gracia y Verdad”. Me quedo con tu imagen firme ante nuestras Banderas y la Cruz de los Mártires, con la boina blanca y la camisa caqui, al frente de una muchedumbre que ansía seguir tus pasos, los del padre Alba, los de la España de siempre, los del Evangelio.

Miguel Menéndez Piñar

lunes, 14 de enero de 2013

EN RECUERDO DE ION MOTA Y VASILE MARÍN: ESPÍRITU LEGIONARIO

Me han detenido, pero no era culpable. Debería ser arrestado quien hace daño a la propia Patria.

Al juez que me interrogaba respondí: "Luchamos movidos por la fe y por el amor de la Patria. Nos comprometemos a luchar hasta la victoria. Esta es mi última palabra".

Pensando en mi triste suerte, mi madre me había enviado el Himno de la Virgen, pidiéndome que lo leyera. Así lo hice. Me parecía entonces que los adversarios y los peligros habían desaparecido. Celebré la Pascua de Resurrección en la celda, y cuando las campanas comenzaron a repicar en todas las iglesias, me arrodillé y recé.

Vivía con el pensamiento y con la resolución de morir. Esta era la resolución de la victoria, que nos daba serenidad y fuerza para sonreir delante de cualquier enemigo.

Los jóvenes aman la diversión. A mí me ha sido negada ésta. Sobre mi juventud han pesado preocupaciones y dificultades que la han destruido. Lo que me ha quedado lo consumirán las paredes de esta estrecha y fría prisión; siento el frío húmedo del pavimento que se me sube por los huesos. Durante la detención, en los calabozos, hemos cantado continuamente los himnos de batalla.

Ninguna nación ha ganado nada de las diversiones y de la vida cómoda de sus ciudadanos. Siempre ha salido algo mejor para ellas del sufrimiento. Por esto nosotros también aceptamos la muerte. Corra también nuestra sangre, la sangre de todos los nuestros: será nuestra última gran llamada, la llamada inmortal dirigida al pueblo rumano.

Por otra parte, hay derrotas y muertes que despiertan una estirpe y a la vida. Y, por el contrario, hay victorias que la adormecen. Así, nuestra muerte podría ser más útil a la estirpe que todos los esfuerzos de toda nuestra vida. Nuestros verdugos no quedarán impunes. No pudiendo vencer venceremos muertos.

Al fin de mis batallas vuelvo mi pensamiento a mi madre, que me ha seguido, año tras año, hora tras hora, temblando, en todos los peligros a los que el destino me exponía. Honrando a mi madre pretendo honrar a todas las madres cuyos hijos han luchado, han sufrido y han caído por la Patria rumana, en cuyo triunfo, un día no lejano, todos resucitarán para confusión de sus verdugos.

No importa que hayamos caído: detrás de nosotros hay millares que piensan como nosotros.

Camaradas, a vosotros, en el momento del último adiós, a vosotros que sois calumniados, vilipendiados, martirizados, yo, que miro a la luz de Dios, os digo: "¡Pronto venceremos!”.

Cuando hemos sido recibidos con fuego, con fuego hemos respondido. Este es el libro del relato de mi juventud, desde los diecinueve a los treinta y cuatro años, con sus sentimientos, su fe, sus hechos y sus errores. El rezar es el elemento decisivo de la victoria
 
Cornelio Zelea Codranu, El Capitán

viernes, 11 de enero de 2013

MEDITANDO AL EMPEZAR EL AÑO SOBRE NUESTRO SIGLO

Jamás fue el universo tan rico, ni estuvo tan colmado de comodidades, gracias a una enorme y fecunda industrialización. Jamás hubo tanto oro.

Pero el oro está escondido en los cofres blindados, más seguro que en las más profundas cavernas. Los bienes materiales, monopolizados, sirven para matar a los hombres y no para socorrerles. Son una razón más para odiar. Han convertido en garras, las manos que los tocan, y en jaguares Los cuerpos humanos que los utilizan.

Sin amor, sin fe, el mundo se está asesinando a sí mismo. El siglo ha querido, ciego de orgullo, ser tan sólo el siglo de los hombres.

Este orgullo insensato le ha perdido. Ha creído que sus máquinas, sus "stocks". Sus lingotes de oro, le podrían dar la felicidad. Y sólo le han dado alegrías, pero no la alegría, no esa alegría que es como el sol, que nunca se apaga en los paisajes que antes ha llenado de ardiente esplendor. Las tristes alegrías de la posesión se han endurecido como púas y han herido a los que, creyéndolas flores, las acercaban a su rostro.

El corazón de los vencedores del siglo, vencedores de un día, está lleno de melancolía, de acritud, de una horrible pasión de apoderarse de todo, enseguida, de una cólera brutal, que se eriza frente a todos los obstáculos.

Millones y millones de hombres se han batido y se han odiado. Un huracán les arrastra, cada vez más desencadenado, a través de los aires encendidos. La lengua seca, frías las manos, adivinan ya, en medio de su delirio, el instante próximo en que su obra de locos será aniquilada. Desaparecerá, porque era contraria a las leyes del corazón y a las leyes de Dios.

Él solo, Dios, daba al mundo su equilibrio, dominaba las pasiones, señalaba el sentido de los días felices o desgraciados. ¿Para qué haber sido ambicioso, cuando el verdadero bien se ofrecía sin límites, generosamente, a todos los corazones puros y sinceros?

El mundo ha renegado de esta alegría, sublime y orgullosa, como los chorros de una fuente. Ha preferido hundirse en los pútridos mares del egoísmo, de la envidia y del odio. Se asfixia en la ciénaga. Se debate en medio de sus guerras, de sus crisis, en medio de los lazos resbaladizos de su egoísta pasión. Aunque se reúnan todas las conferencias del mundo y se agrupen los jefes de Estado y los expertos, nada podrán cambiar. La enfermedad no está en el cuerpo.

El cuerpo está enfermo porque lo está el alma. Es el alma la que tiene que curarse y purificarse. La verdaderamente grande y única revolución que está por hacerse es ésa: aun tan sólo las almas, llamadas por el amor del hombre y alimentadas por el amor de Dios podrán devolver al mundo el claro rostro y una mirada limpia a los ojos purificados por el agua serena de la entrega generosa.

No hay opción: o revolución espiritual, o fracaso del siglo. La salvación del mundo está en la voluntad de las almas que tienen fe.

León Degrelle
Almas Ardiendo