viernes, 31 de diciembre de 2010

L´ESPANYA CATALANA: UN CRIT DE GUERRA















Allà dalt de la muntanya
ha esclatat un crit de guerra
és l'Espanya catalana
que vol lluitar per la terra

Tant del sud com del nord
tots plegats a la trinxera
sota la nostra gran creu
sota la nostra senyera

Farem fora l'enemic
ondejan la nostra ensenya
amb trons dels nostres canons
i amb els nostres crits de guerra

Espanya és la nostra pàtria
Espanya és la nostra nació
Espanya és la nostra lluita
és nostra revolució

Guerra, guerra per la terra
guerra, guerra catalans
guerra, guerra per la Patria
guerra per la llibertat.

martes, 28 de diciembre de 2010

VALLE DE LOS CAÍDOS: HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA


Queridos hermanos:

La fiesta de la Sagrada Familia es una de las celebraciones más entrañables del año litúrgico. Pero si siempre contiene un mensaje vivo para la espiritualidad cristiana, en nuestros días adquiere una actualidad absoluta, pues la familia, que debería ser la institución más protegida, resulta sin embargo tal vez la más acosada. No en balde celebra hoy la Iglesia Católica la jornada pontificia por la familia y la vida.

En la primera lectura, del libro del Eclesiástico, hemos visto una exposición de la piedad filial, es decir, del amor y reverencia hacia los padres, en términos de respeto, honra y reconocimiento de su autoridad y con una invitación a sostenerles y seguir amándoles en su debilidad senil. La piedad filial es el cuarto mandamiento de la Ley de Dios y de ella deriva, como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, el amor a la Patria, porque es el amor a la tierra y a la tradición de los antepasados. En la segunda lectura, San Pablo hace una exhortación a la paciencia, la comprensión y el amor mutuos, necesarios en la vida familiar.

Pero el matrimonio y la familia no son unos valores únicamente del mundo judeocristiano, sino comunes a todas las culturas, porque pertenecen a la Ley Natural: aquella ley inscrita por Dios en el corazón del hombre, que éste puede conocer por la razón y que le inclina a hacer el bien y a evitar el mal. Por eso encontramos en autores clásicos, como Aristóteles y Cicerón, o de otras civilizaciones, como Confucio, apreciaciones muy acertadas sobre el valor del matrimonio y la familia.

El cristianismo no sostiene que Dios actúe por un voluntarismo irracional haciendo lo que quiere caprichosamente. Al contrario, como recordó Benedicto XVI en su discurso en la Universidad de Ratisbona, enseña que Dios obra conforme a razón y por eso ha creado al hombre como ser racional, a su imagen y semejanza. Más aún, en Dios existe el Logos, el Verbo, que es la persona del Hijo, la segunda de la Trinidad. Por eso Dios ha establecido un orden racional bueno para el hombre y para todo el conjunto de la Creación. Cuando se atenta contra este orden, se atenta contra el bien del hombre: esto sucede hoy con el acoso a la familia, la cual es la primera sociedad y el origen de toda otra sociedad. Pero como dice un viejo y sabio adagio: “Dios perdona siempre, el hombre algunas veces, la naturaleza nunca”.

Desde hace ya bastante tiempo, el matrimonio y la familia sufren una embestida en gran medida dirigida. La instauración del matrimonio civil y del divorcio por la Revolución Francesa y por el código napoleónico supuso la negación del valor sagrado y trascendente que toda cultura ha reconocido siempre en la unión de los esposos. Después vendrían, como lógica consecuencia, las uniones de hecho. Muy singularmente la mentalidad divorcista y tendente a nuevos emparejamientos ha gestado un auténtico drama en los hijos que sufren estas situaciones. Frente a la fidelidad y al amor perseverante en medio de la dificultad, se alza hoy el sentimentalismo cambiante, que sólo conduce a una sociedad débil e inestable y a hijos que no encuentran referentes en sus padres.

Por otro lado, se observa en muchos Estados una tendencia a imponer a los niños y los jóvenes una ideología desde la escuela. Y es que desde la antigua Esparta y la República de Platón hasta el comunismo y el nacionalsocialismo y otras variantes que hoy conocemos, todos los totalitarismos han procurado aniquilar o reducir el papel de la familia y trasvasar al Estado la función educadora de ésta, así como de otras sociedades naturales y de la sociedad sobrenatural que es la Iglesia.

Pero lo más sorprendente es contemplar aspectos como el intento de hablar de “nuevos modelos de familia” y de que sea aceptado como matrimonio algo que jamás lo será, o la mentalidad antinatalista neomalthusiana que ha provocado el envejecimiento de Europa, o los ataques directos a la vida humana en sus fases más débiles, como lo hacen el crimen del aborto, la manipulación genética y la eutanasia. En este deseo de crear una nueva sociedad subyace la tentación de la vieja serpiente en el Edén, “seréis como Dios”, que nos lleva a ver en nuestros días el proyecto diabólico de la subversión e inversión completa del orden natural.

Por eso, frente a este proyecto satánico destructivo para el hombre y que está conduciendo al suicidio social de Europa como civilización, debemos afirmar la vigencia de la verdad de la familia, asentada sobre el auténtico matrimonio, constituido por la unión de un hombre y de una mujer con carácter estable y abierto a la transmisión de la vida y a la educación de los hijos. Jesucristo además lo ha elevado a la dignidad de sacramento, ofreciendo así a los esposos la efusión de la gracia divina para alcanzar la santidad y la salvación eterna y mostrándose Él mismo como modelo en su unión esponsal con la Iglesia.

Pero no sólo debemos afirmar una verdad, sino también realzar su hermosura, la belleza de este proyecto divino que vemos reflejado en la lectura del Evangelio, donde se descubre la dimensión natural y sobrenatural del matrimonio y de la familia. Una de las razones por las que Dios ha instituido la familia como fundamento de la sociedad humana es porque en el seno mismo de la Santísima Trinidad se vive una verdadera vida de amor familiar entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Y el Padre, al enviar a su Hijo al mundo para redimir al hombre, quiso envolverlo en las entrañas amorosas de una Madre que por eso ha pasado a formar parte de la familia trinitaria. Quiso envolverlo también en el calor de un hogar familiar humano: cuando nació Jesús, lo hizo en un establo y lo colocaron sobre un pesebre, pero no le faltó el amor de la más excelsa de las madres y de un padre adoptivo que se entregó a su custodia con plena fidelidad a la vocación que Dios le había encomendado.

La familia de Nazaret, en la que transcurrió la vida oculta de Jesús, es, como recordara Pablo VI, ejemplo de silencio, de vida familiar y de trabajo, y como dijera Juan Pablo II, es “el prototipo de todas las familias cristianas”. En ella descubrimos a Jesús que vive obediente bajo la autoridad de María y José, aunque no cede en la prioridad que debe otorgar a su Padre celestial y les enseña a ello; y descubrimos también a un José laborioso y a una María contemplativa que medita los hechos y las palabras referidos a su Hijo en lo más profundo de su Corazón Inmaculado.

Santiago Cantera Montenegro OSB.
Homilía en la Fiesta de la Sagrada Familia (domingo 26-XII-2010), Santa Cruz del Valle de los Caídos

lunes, 27 de diciembre de 2010

SU VIDA ESTÁ EN TUS MANOS



Convocatoria por la vida de los Jóvenes de San José en Barcelona.

viernes, 24 de diciembre de 2010

LOS PASTORES Y EL ÁNGEL

Velaban los pastores haciendo centinela
(la noche encierra cercos y también tentaciones),
el sueño amenazaba ceñido a una candela
pero los ojos cuidan enhebrando razones

del oficio exigente que comporta al zagal
vigilar los rebaños al modo de las almas,
acercarles el agua surgente del brocal,
nutrirlos de los pastos floridos como palmas.

En aquellos contornos, según el de Antioquía,
daban prueba esos hombres del celo rebañiego,
cuando cimbran dos alas y una voz se imponía:
ha nacido el que es Cristo, entre el gozo y el ruego

de José y de María, sólo dos y el establo,
el Monarca del Cielo en terrestre boyera.
Ha nacido, no teman, el Pastor del Retablo,
un lirio su cayado y una cruz su cimera.


Dejó el Angel al irse las señas del camino,
la ciudad de David, la estrella matutina.
No buscó a los escribas ni al letrado rabino
eran sólo pastores y era una luz divina

la que cercó a esos hombres premiando su templanza.
Una gracia prevista, según narra el Salterio
para que dieran sones de bienaventuranza
los fieles al anuncio del sagrado misterio.

Numerosas milicias de las tropas de Arriba
anunciaron Su Gloria y la paz al constante
de voluntad benigna como el trigo o la oliva.
Callan las Escrituras al llegar a este instante.

Pero explican Ambrosio, Gregorio, el Aquinate
que esa leal pastoría prefigura a los Doce
herederos de todo lo que se ate y desate,
mientras ría un converso o un pecador solloce.

Si hoy duermen desarmados, entregando la guardia,
dales, Señor, tu Noche, tus huestes, tu memoria.
Y danos a nosotros un puesto en la vanguardia
hasta que irrumpa el alba trayendo la victoria.

Antonio Caponnetto

jueves, 23 de diciembre de 2010

CORONEL MOHAMED ALÍ SEINELDÍN


Para aquellos necesitados de distinciones y que honestamente quieran saber la verdad histórica, diremos ante todo que en vida nos separaron diferencias. Algunas importantes, otras menores. Diremos asimismo que a nosotros al menos, nacionalistas católicos, las tales diferencias nos causaban dolor antes que antipatía, perplejidad a veces, desazón en ocasiones.

Nada de eso importa demasiado ya; excepto, claro, a quienes legitímamente debamos salvar posiciones -sin enconos ni agravios- por respeto a la naturaleza de los hechos, de los hombres y de las ideas.

Pero en vida o ahora que ha muerto, nunca dejamos de reconocer y de admirar en el Coronel Mohamed Ali Seineldin cualidades estupendas, tanto más encomiables cuanto que parecen extintas entre Ios hombres de armas. Un patriotismo acendrado, un catolicismo práctico y devotísimo, una confianza mariana a prueba de adversidades, un sentido providencial de la historia, una honestidad privada y pública nunca desmentida, un arrojo personal legendario, una sencillez criolla y gaucha, una capacidad innata para querer y hacerse querer por los mas humildes, una disposición al sacrificio con ribetes estoicos. No se deje fuera de este enunciado de virtudes su condición' de varón fiel, como esposo, amigo, jefe, camarada y padre. Y padre doIiente de un hijo muy enfermo que se Ie adelantó en el camino de la muerte.

Seineldin protagonizó activamente las dos contiendas justas que honran a la Argentina en el siglo XX. La batalla contra la Guerra Revolucionaria del Marxismo Internacional, y la Guerra del Atlántico Sur. En ambas situaciones supo estar a la altura de las circunstancias y de su temple heroico, y si algún reproche ha de caberle por su desempeño en Malvinas -como a veces se ha sostenido, tal vez con exceso- no guarda este relación con su valentia, su pericia bélica y su espíritu de entrega sino con su verticalismo a ultranza. El mismo verticaIismo que lo llevó al fracaso en sus levantamientos castrenses, genuinamente ejecutados para salvar el honor de las Armas Nacionales y no para repartirse los despojos del poder politico.

Se engrandeció en la carcel, en el infortunio, en la persecución, en la vejez trabajadora y' franciscana. Tanto como por contraste se envilecían y se degradan aún los que se han convertido en soldadesca dócil de la tirania, en generalatos ruines o en punteros asalariados de algun mafioso peronista suburbano.

Seineldín fue realidad y leyenda, y lo que la primera podia opacar, transfiguraba la segunda. Lo que no daba su natura lo suplía el mito. Envuelto silencioso en su ostracismo hablaba mejor que cuando concretamente hablaba.

Después de muchísimos años sin vernos, y sin trato alguno, la Divina Providencia nos puso juntos, muy pocos días antes de su muerte, ante la tumba del Coronel Guevara. A varios nos tocó el honor de dirigir la palabra en aquel cristianísirno eutierro, pero "el Turco" fue quien mejor estuvo. Coronó las palabras con un gesto marcial emocionante: se cuadró ante la cabecera del féretro, y haciéndole la venia a quien despedíamos, gritó con su fuerza habitual: "Mi Coronel: ¡Dios y Patria o Muerte!". Una sentida ovación coronó el ademán. Me acerqué para abrazarlo, estrechamente, y fue la última vez que pude hacerlo.

Ahora advierto que se estaba también despidiendo a sí mismo.

Ante la noticia de su muerte súbita, y ante la proximidad de aquel encuentro postrinero que todavía conservaba fresco, un buen amigo me recordó los versos de Borges:

Si para todo hay término
y hay tasa
y última vez y nunca más
y olvido
¿quién nos dirá de quién,
en esta casa,
sin saberIo, nos hemos
despedido?


Fue así que sin saberlo, y ante una tumba abierta, me reencontré y me despedí para siempre del Coronel Seineldín.

Las dolorosas diferencias, que no debo disimular ni blandir sino dejar sobriamente asentadas, no me inhiben de repetir -respetuosa y esperanzadamante- su propio gesto y su propio lema en aquel cercano y premonitor cortejo fúnebre: "Mi Coronel: ¡Dios y Patria o Muerte!".

Antonio Caponnetto

martes, 21 de diciembre de 2010

FRANCO Y LA IGLESIA CATÓLICA


Cualis vita finis ita. Como es la vida es la muerte. “Quise vivir y morir como católico. En el nombre de Cristo me honro y ha sido mi voluntad constante ser hijo fiel de la Iglesia, en cuyo seno voy a morir” (Testamento de Francisco Franco).

Quien se expresaba así personalmente, no podía menos de plasmar esa fe que se hace vida en el ordenamiento político de su gobierno. Ley de Principios Fundamentales del Movimiento del 18 de mayo de 1958, n.2: “La nación española considera como timbre de honor el acatamiento de la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional que inspirará su legislación”. Concordato de 1953, art. 1 y 2: “La Religión Católica, Apostólica y Romana, sigue siendo la única de la nación española y gozará de los derechos y prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley divina y el Derecho Canónico. El Estado Español reconoce a la Iglesia Católica el carácter de sociedad perfecta y le garantiza el libre y pleno ejercicio de su poder espiritual y de su jurisdicción, así como el libre y público ejercicio del culto”. Recordemos que Pío XII otorgó la medalla de la Orden de Cristo, máxima distinción vaticana, a Franco ese mismo 1953 debido a que el desarrollo y posterior redacción de los acuerdos Iglesia-Estado habían sido realmente modélicos (fotografía de arriba).

Antes de entrar en la materia y ante la tiranía del espacio, es útil aclarar que nos asomamos a una realidad extremadamente compleja y extensa, por cuanto aquí especialmente, generalizar es caer en el reduccionismo más superficial y zafio, debido a las múltiples y necesarias ramificaciones existentes con la historia de la Iglesia y de España no sólo del siglo XX, sino también del XIX.

1. Martirio y Cruzada, no guerra civil

El léxico historiográfico, en ocasiones influenciado por corrientes de pensamiento anticristiano, tiende a deformar la verdad, es decir, la realidad o dicho de otro modo, la historia misma. Ocurre, por ejemplo, con la aplicación del término Reforma utilizado para referirse a Lutero y su obra, cuando lo único que Lutero consiguió fue deformar el dogma, la moral y las instituciones de la Iglesia hasta el punto de que cualquier parecido con el Evangelio -al que pretendía retornar-, resulte pura coincidencia, cuando no simple ficción. Con el término Contrarreforma, utilizado para referirse a la respuesta católica a la revolución religiosa del protestantismo, ocurre exactamente lo mismo, introduciendo además un matiz de temporalidad que no resiste el análisis histórico de los hechos contundentes. La Reforma de la Iglesia Católica había comenzado, por ejemplo en la España de los Reyes Católicos, mucho antes que Lutero destapara la caja de Pandora.

Lo mismo sucede con la guerra de 1936. D. Marcelino Olaechea, obispo de Pamplona, fue el primero en usar el término “cruzada”, en su carta pastoral del 23 de agosto de 1936: “no es una guerra la que se está librando; es una cruzada, y la Iglesia, no puede menos de poner cuanto tiene a favor de los cruzados”. El obispo de Salamanca, Pla y Deniel, dirá el 30 de septiembre de 1936: “Ya no se trata de una guerra civil, sino de una cruzada por la religión, por la Patria y la civilización”. El Cardenal Gomá el 23 de noviembre del mismo año: “Si la contienda actual parece como una guerra puramente civil, en el fondo debe reconocerse en ella un espíritu de verdadera cruzada en pro de la religión católica”. En 1958, el ya Cardenal Plá y Deniel, Arzobispo de Toledo, Primado de España y presidente de la Conferencia de Metropolitanos, lo que equivaldría hoy a la Conferencia Episcopal decía: “La Iglesia no hubiera bendecido un mero pronunciamiento militar, ni a un bando de una guerra civil. Bendijo, sí, una Cruzada”. Repasando los martirios de los 4.184 sacerdotes diocesanos sacrificados en la zona sometida bajo el terror rojo, junto con 2.365 religiosos, 283 religiosas, 13 obispos y cientos de miles de militantes y fieles católicos. Por no hablar de la destrucción de los edificios y del patrimonio cultural de la Iglesia: catedrales, bibliotecas, universidades, colegios, parroquias, monasterios, pinturas, esculturas, etc. En riguroso estudio científico, es decir, atendiendo a las fuentes primarias que son las fieles transmisoras de la objetividad de los hechos, -se puede afirmar sin ningún complejo políticamente correcto-, que realmente Franco en España, salvó a la Iglesia Católica del exterminio, de la mayor persecución que ha conocido en los veinte siglos de su historia, mayor incluso que las sufridas durante tres siglos por el Imperio Romano (Cf. A. Montero, Historia de la persecución religiosa en España 1936-1939. BAC). Tampoco olvidemos la derogación de Franco de todas las leyes laicistas de la II República como la del divorcio, la enseñanza religiosa, el aborto (1938), culto público y un largo etcétera.

Cuando la Conferencia Episcopal Española utiliza la expresión “mártires españoles del siglo XX”, no deja de ser un eufemismo cruel, injusto y enteramente falso. Las víctimas no se produjeron en todo el territorio nacional, sino solamente en el sometido a la República. Además los martirios no se produjeron a lo largo de todo el siglo XX, sino que amenazaron con producirse durante la quema de iglesias y conventos en Madrid, el 11 de mayo de 1931, al mes escaso de la proclamación de la II República, y ante la absoluta pasividad de las fuerzas de orden público. La persecución religiosa comenzó en octubre de 1934 con la revolución de Asturias; pergeñada por el PSOE y los nacionalistas catalanes como una guerra civil ante las elecciones ganadas por el centro-derecha en 1933, y concluyeron con la rendición del bando republicano en abril de 1939. Uno de los últimos asesinados fue Mons. Anselmo Polanco, obispo de Teruel, el 7 de febrero de ese mismo año.

Caso aparte merecen los 14 sacerdotes vascos asesinados por el bando nacional porque no lo fueron por odio a la fe, “odium fidei”, sino por “odium” al PNV, es decir, mor motivos políticos. Los obispos de Vitoria y Pamplona, desde el primer momento, y coincidiendo con el criterio de la Santa Sede, condenaron la colaboración de los nacionalistas vascos con el gobierno republicano, enemigo declarado de la religión. Por consiguiente, por nacionalista que sea, a ningún obispo vasco se le ocurriría jamás abrir su proceso de beatificación, sencillamente porque no reúne ese requisito esencial para su tramitación. Además Franco en cuanto fue informado de estos sucesos los cortó de forma tajante y castigó severamente a los mandos y soldados implicados en esos asesinatos (Cf. Pío Moa, Los mitos de la Guerra Civil. La Esfera de los libros.).

Ante el hecho de la guerra, que no podía evitar, la Jerarquía no pudo elegir y “no podía ser indiferente”. “De una parte, se iba a la eliminación de religión católica. De otra, garantía máxima en la práctica de la religión”. El 1 de julio de 1937 los obispos españoles que no habían sido martirizados ni se encontraban fuera de España (el cardenal Vidal y Barraquer, de Tarragona y D. Mateo Múgica, de Vitoria) firman la Carta colectiva dirigida al episcopado católico de todo el orbe para explicar los sucesos de España. La opinión católica y la jerarquía se adhieren con entusiasmo al Movimiento Nacional, considerado como verdadera Cruzada aunque sin caer en triunfalismos, como recordará el Cardenal Gomá en 1937 con su carta pastoral sobre el sentido penitencial de la guerra. En ella explica que la guerra es hija del pecado.

Las distinciones entre Cruzada o guerra civil carecen de sentido histórico. Los papas, obispos y fieles –con mayor o menor asimilación, como ocurre con todo-, que la vivieron creyeron firmemente que la guerra civil era toda una Cruzada en defensa de la fe en el sentido más plenamente religioso del término. El sentir de la Iglesia tiene su formulación más autorizada en los papas. Pío XI, el 14 de septiembre de 1936 envía su bendición “a cuantos se han propuesto la difícil tarea de restaurar los derechos de Dios y de la religión”.

Pío XII, al terminar la guerra, envía su mensaje de congratulación “por el don de la paz y de la victoria con que Dios se ha dignado coronar el heroísmo cristiano en vuestra fe y caridad, probados en tantos y tan generosos sufrimientos. España, nación católica y evangelizadora, ha dado a los prosélitos del ateísmo materialista de nuestro siglo la prueba más excelsa de que por encima de todo están los valores eternos de la religión y del espíritu. Frente a la persecución religiosa, destructora de la sociedad, el pueblo español se alzó decidido en defensa de los ideales de la fe y de la civilización cristiana y supo resistir el empuje de los que engañados con lo que creían un ideal humanitario de exaltación del humilde, en realidad no luchaban sino en provecho del ateísmo. Este es el primordial significado de vuestra victoria”. (Radiomensaje al pueblo de la católica España, del 16 de abril de 1939).

2. Después de la guerra. El franquismo

El estado de ánimo compartido por la Jerarquía y la inmensa mayoría de los fieles era que el Caudillo suscita un sentimiento unánime de gratitud, admiración, confianza y cariño familiar. Unanimidad que se manifiesta por tres hechos:

a) Personas adversas o cuanto menos discrepantes, expresaron más que nadie, y no una sola vez, su calurosa adhesión: por ejemplo el cardenal Vidal y Barraquer (Cf. R. Aisa, Gomá, pág. 98), el abad de Monserat, Escarré (Cf. Suárez, Franco, IV, pág. 305) y hasta finales de los sesenta el cardenal Tarancón.

b) Algunos, a quienes la opinión pública tiene por adictos, nunca se manifestaron en los primeros decenios, y no por oposición, sino por inserción en un clima familiar que no necesitaba declaraciones (Cardenal D. Marcelo, Mons. Guerra Campos).
c) Cuando en los años setenta llegó un tiempo de maniobras para el cambio político, ningún obispo diocesano eludió el proclamar su estimación positiva de la persona de Franco. Lo cual se constata claramente en las más que elogiosas homilías de la práctica totalidad del episcopado español a la muerte del Caudillo.

La magnitud del fenómeno se agiganta si se atiende a las manifestaciones emitidas acerca de Franco por los papas y obispos: por su contenido, unanimidad y persistencia difícilmente se hallaría nada comparable en relación con ninguna otra persona en los últimos siglos. Van mucho más allá de unas muestras de cortesía o de respeto debido a toda autoridad. No significan identificación con lo opinable de una política. Pero tampoco se limitaban a apreciar buenas intenciones. Se alababa juntamente con la ejemplaridad personal, la voluntad de servir a la Iglesia y la decisión de proyectar en la vida pública su condición de cristiano y la Ley de Dios proclamada por el Magisterio eclesiástico. Las innumerables manifestaciones las resumiremos en estas dos. Una del Papa Juan XXIII al Vicario Apostólico de Fernando Poo, en 1960: “Franco da leyes católicas, ayuda a la Iglesia, es buen católico, ¿qué más se puede pedir?” La otra es del cardenal Bueno Monreal, arzobispo de Sevilla, en 1961, dicha mirando a ciertos sectores de la opinión europea:

“La Iglesia respeta y ha respetado siempre la legítima potestad civil, como S. Pablo nos mandaba respetar incluso a los emperadores paganos. Pero cuando la Iglesia encuentra un gobernante de profundo sentido cristiano, de honestidad acrisolada en su vida individual, familiar y pública –que con justa y eficaz rectitud favorece su misión espiritual, al tiempo que con total entrega, prudencia y fortaleza trata de conducir a la Patria por los caminos de la justicia, del orden, de la paz y de su grandeza histórica-, que nadie se sorprenda de que la Iglesia bendiga, no solamente en el plano de la concordia, sino con afectuosidad de madre, a ese hijo que, elevado a la suprema jerarquía, trata honesta y dignamente de servir a Dios y a la Patria. Ese es precisamente nuestro caso”. Estas palabras fueron pronunciadas durante el acto público de inauguración del seminario de Sevilla, vendido después por el cardenal Amigo y transformado en la sede de la Junta de Comunidades. Ese mismo año Franco también inauguró el nuevo seminario mayor de Burgos –vendido por la diócesis y hoy convertido en un hotel,- y en su discurso dio las cifras que su Gobierno había invertido como ayuda a las edificaciones de la Iglesia. Baste como botón de muestra, desde 1939 a 1959 se habían construido en España de nueva planta, o reconstruido después de los destrozos de la barbarie roja, o notablemente ampliado, 66 seminarios. Las cantidades invertidas en los edificios de la Iglesia ascendían a 3.106.718.251 de pesetas. Pero el Caudillo no se ufanaba de esto, pues todo le parecía poco para Dios y su Iglesia, por eso concluyó su discurso diciendo: “Este es el granito de arena de nuestro régimen a la causa de Dios” (Pensamiento político de Franco, pág. 260).

Es constante, hasta la muerte, el reconocimiento del fervor cristiano y la ejemplaridad en la vida privada, de los que informa secretamente a Roma, desde el principio, el cardenal Gomá. Poco a poco, se conocerán prácticas muy significativas, por ser reservadas: rosario y misa diarios, gran piedad eucarística, retiros espirituales. En una Europa secularizada a Franco se le contempla como gobernante católico por excelencia. Identificado con la fe del pueblo y muy diferente de los hombres públicos del despotismo ilustrado, que halagan al pueblo despreciando su fe.

3. Pablo VI y el “caso Añoveros”

No hay que olvidar, que nunca Pablo VI fue afecto a Franco y a su régimen, de hecho, él dio en 1964 la orden de paralizar todos los procesos de beatificación de los mártires de 1936-1939; orden que después no sólo sería revocada sino apoyada decididamente por Juan Pablo II que sí conocía personalmente las sangrientas garras de la tiranía marxista. Se filtró en la prensa española que en los días de la elección de Pablo VI, un ministro lo lamentó ante Franco y éste cortó inmediatamente la conversación con estas palabras: “Ya no es el cardenal Montini, sino el Papa Pablo VI y todos le debemos obediencia”. El cardenal Tarancón recoge en su obra “Confesiones” (págs. 846 y 852) el viaje que hizo a Roma con respecto al último proceso de Burgos y la agitación que se ocasionó. Era el 2 de octubre de 1975. El cardenal dice que Pablo VI habla con elogio del Caudillo y le dijo estas palabras: “Franco ha hecho mucho bien a España y le ha proporcionado un desarrollo extraordinario y una época larguísima de paz. Franco merece un final glorioso y un recuerdo lleno de gratitud”.

En el incidente gubernamental con el obispo Antonio Añoveros –capellán de los requetés durante la Cruzada-, en 1974, el cardenal Tarancón atribuirá a Franco (“a quien sinceramente queríamos y admirábamos”) la solución pacífica del caso. El detonante había sido la orden del obispo a sus sacerdotes de leer un domingo en la homilía de todas las misas un carta pastoral marcadamente nacionalista. El mismo Añoveros, pocos meses antes, al surgir una situación conflictiva en torno a unos sacerdotes complicados en la violencia de ETA había propuesto a la Conferencia Episcopal una gestión ante el Jefe del Estado, manifestando que tenía una “gran confianza en su genialidad, serenidad, eficacia y ponderación”.

En los últimos diez años del franquismo, permaneciendo intacto el juicio de la Jerarquía, algunos sectores eclesiásticos, promotores del cambio político, envolvieron a la persona de Franco en silencios y veladuras. La actitud de Franco no varió: “Todo cuanto hemos hecho y seguiremos haciendo en servicio de la Iglesia, lo hacemos de acuerdo con lo que nuestra conciencia cristiana nos dicta, sin buscar el aplauso, ni siquiera el agradecimiento” (Mensaje de fin de año, diciembre de 1972).

4. Preparando la Transición

Éste es, sin lugar a dudas, el período más siniestro de la historia de la Iglesia en España pues la serenidad del tiempo demuestra el enorme error del compromiso temporal de la Iglesia con un orden político despojado de todo principio moral –incluida la ley natural, al basarse en el puro positivismo jurídico que instaura el totalitarismo democrático. Es decir, la dictadura de una mayoría ideologizada y manipulada por el relativismo sembrado por doquier por unos medios de comunicación abiertamente anticristianos y sectarios que no dejan de atacar y ridiculizar constantemente los valores morales cristianos. “Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia” (Veritatis Splendor n.101). “La democracia no puede mitificarse convirtiéndose en un sustituto de la moralidad” Evangelium Vitae n. 70). El sector dominante de la Iglesia en España encabezado por el cardenal Tarancón y respaldado por el Vaticano, principalmente por el cardenal Casaroli, ejerció una extraordinaria influencia corrosiva dentro del Régimen. Esto ocurrió así porque, al ser la Iglesia una de los pilares fundamentales del franquismo, por lo tanto, su defección infligía a éste un daño que ni de lejos podían causarle todos los partidos antifranquistas juntos.
Es más, el relativo auge de esos partidos en los años sesenta, en especial de los comunistas y la ETA, debió mucho a la protección eclesial. Ésta se hacía en nombre de un diálogo con el marxismo que benefició enormemente a éste y perjudicó de forma muy grave a la Iglesia. Esto se debía a una lectura sesgada, entre otras, de la encíclica Eclesiam Suam, texto programático del Papa Pablo VI. Esta manipulación ha sido definida por Benedicto XVI como “la ideología del diálogo”, que no busca la conversión a la fe católica del interlocutor sino falsas componendas sincretistas en nombre de una abstracta fraternidad irenista. Un órgano señero de esta nueva y revolucionaria línea fue la revista “cristiana” (por decir algo), Cuadernos para el diálogo, en la que llegó a leerse el deseo de que el gulag soviético se hubiera tragado definitivamente a Solzhenitsin, por no hablar del boletín informativo de la Acción Católica con la foto de Ché Guevarra en su portada; toda una declaración de principios. Ni que decir tiene que la Acción Católica, en la que militaban varios cientos de miles de afiliados, sufrió una demoledora desbandada de sus miembros desapareciendo en la práctica totalidad de las diócesis hasta el día de hoy. Había algo extremadamente majadero, inane y turbio en aquella línea tan desmoralizadora para millones de católicos, uno de los cuales era el propio Franco, que contemplaba con profundo dolor y enorme sorpresa la conducta suicida de la Iglesia en España que se avergonzaba de sus mártires y glorificaba a sus verdugos y apóstatas.

Para definir las nuevas posiciones políticas de la Iglesia se reunió la Asamblea Conjunta de Obispos y sacerdotes en 1971, donde culminó la escenificación de una ruptura con el régimen, al que descalificaban como contrario a los derechos humanos y a la justicia social. La sinceridad de esa declaración viene medida por el apoyo de ese mismo clero a partidos tan respetuosos con los derechos humanos y la justicia como el PCE y la ETA. Incluso en una moción muy votada se descalificó rotundamente la Iglesia martirial: “Pedimos perdón porque nosotros no supimos a su tiempo ser verdaderos ministros de reconciliación en el seno de nuestro pueblo, dividido por una guerra entre hermanos”.

Desprecio inimaginable a las víctimas: los miles de mártires que murieron perdonando, se equivocaron. Y Franco junto con todos los que habían combatido para salvar a la Iglesia, directa y físicamente, del exterminio, eran colocados al mismo nivel que los exterminadores. A un nivel en realidad inferior, por cuanto los acusaban de despreciar los derechos humanos. De hecho, pedían perdón a quienes habían pretendido erradicar el cristianismo de la faz de España. En la Asamblea Conjunta junto a las reivindicaciones políticas se mezclaron otras de carácter marcadamente protestante y liberal como la abolición del celibato eclesiástico, de la condena a los métodos anticonceptivos, la defensa del sacerdocio femenino… al final se cerró la Asamblea con un acuerdo tácito de silencio entre obispos y sacerdotes, no obstante, ya en adelante muchos la siguieron como hoja de ruta.

No cabe la menor duda de que ésta actitud episcopal haya colaborado poderosamente a la llegada del ultralaicismo actual. Una de esas razones fue el temor oportunista de que la Iglesia tendría que pagar una factura muy cara al caer el régimen, y el cálculo erróneo de que la oposición de izquierdas iba a jugar entonces un papel determinante por lo que convenía congraciarse y (contagiarse) con ella. Pero el franquismo se transformó en democracia, y la oposición izquierdista tuvo poco peso (el PSOE no había sido nuca oposición real, menos aún el PCE). La factura pagada por la Iglesia ha sido, en efecto muy alta.

5.- Epílogo

“Brille la luz del agradecimiento por el inmenso regalo de realizaciones positivas que nos deja este hombre excepcional, esa gratitud que le está expresando el pueblo y que le debemos todos, la sociedad civil y la Iglesia, la juventud y los adultos, la justicia social y la cultura, extendida a todos los sectores. Recordar y agradecer no será nunca inmovilismo rechazable, sino fidelidad estimulante” (Don Marcelo Gonzalez Martín, Cardenal Arzobispo de Toledo, Primado de España. 23 noviembre de 1975).
Padre Gabriel Calvo

Nota: Palabras pronunciadas en la presentación del libro "Franco, Juan XXIII y la Cruz del Cuelgamuros", de Julio A. Gonzalo, en el Instituto CEU de Estudios Históricos el 1 de Diciembre.

jueves, 16 de diciembre de 2010

ORACIÓN NAVIDEÑA A NUESTRA SEÑORA DE LA RESISTENCIA

El soplo de Judea
cubre el duro pesebre.
No hay frío que te quiebre
el regazo materno que alborea.

Te acecha hasta el rocío,
la fatiga apuñala.
Tu verbo es voz que exhala
un hágase hecho fuego o desafío.

Todo es pobreza en torno,
mulas, bueyes, rastrojos.
Pero alzaste tus ojos
y fue holgura de estrellas el contorno.

Atrás la peripecia
que anunciara Isaías,
las noches con sus días
la niebla indócil, este sol que arrecia.

Por delante el cauterio
sangriento y herodiano:
Al vuelo de tu mano
el himno muerto se volvió salterio.

Un presagio de cruces,
tormentosos calvarios.
Prefiguras rosarios
y el cielo monta guardia de arcabuces.

Simeón que predice
Tu corazón lanceado.
Mas no hay en tí pecado,
el carillón del templo te bendice.

Señora a quien no encierra
su talón la serpiente.
María resistente
devuélvenos la patria en esta tierra.

Si lo quieres, Señora,
al pliegue de tu manto
como ayer en Lepanto
la gracia marchará conquistadora.

Con tu capellanía
será amable el exilio.
Danos, Madre, tu auxilio,
queremos ser las tropas de María.

ANTONIO CAPONNETTO

viernes, 3 de diciembre de 2010

EL PARTIDO POPULAR VUELVE A ABRAZAR A SU HERMANO SANTIAGO CARRILLO

El Partido Popular, partido enemigo de España y de la Fe, vuelve a abrazar a su hermano, Santiago Carrillo, y apoya el nombramiento de este criminal y genocida como "hijo predilecto de la ciudad de Gijón".

Nótese que todos los asesinos y criminales al final son de la misma familia. O para ser más claros, de la misma mafia.

Santiago Carrillo es el responsable, como Director de Seguridad, de la matanza de 12.000 personas inocentes en Paracuellos del Jarama. Pero no olvidemos que el Partido Popular es el responsable de más de medio millón de muertes inocentes producidas en el vientre de sus madres.

Aquí encontrará el lector la noticia, el hermanamiento del Partido Popular con los comunistas y genocidadas, generadores únicamente del hambre y miseria. Primero fue Fraga y ahora es Rodrigo Rato. Santiago Carrillo sigue teniendo las mismas amistades.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

NUESTRO DEBER DE CRISTIANOS PARA CON LOS MÁRTIRES DE LA CRUZADA


A través de los años, nuestros abuelos, nuestros padres, incluso nosotros mismos de niños, nos acostumbramos a honrar a los mártires de la Cruzada.

S.S. Juan Pablo II, al conmemorar a los mártires de Otranto ya nos decía: "No olvidemos a los mártires de nuestro tiempo. No nos comportemos como si no existieran... Permanezcamos en comunión con los mártires". Y enseñando con supremo magisterio doctrina martirial: "El martirio es una gran prueba, es la mayor prueba de la dignidad del hombre delante de Dios mismo... A través de esta prueba, han pasado en el curso de la historia, numerosos confesores y discípulos de Cristo. A través de ella pasaron los mártires del siglo XX, mártires muchos desconocidos, aun cuando no se hallan lejos de nosotros."

Y saliendo al paso de quienes niegan o ponen en duda, por razones de índole social o política, la condición como tales de los mártires de nuestro tiempo, añadió: "Muy frecuentemente, se trata de calificar a los mártires como víctimas de cuestiones políticas. También Cristo fue condenado a muerte aparentemente por este motivo... Por esto no olvidemos a los mártires de nuestro tiempo."

Y llevando más adelante el concepto de mártires, para aquellos que dieron su vida por la Patria, precisó: "El cristiano ama a su patria terrena; el amor hacia la Patria es una virtud cristiana; sobre el ejemplo de Cristo, los primeros discípulos manifestaron siempre un profundo amor por la patria terrena."

Nunca podemos dudar acerca de la realidad martirial de nuestra guerra; S.S. Pió XI declaró en Castelgandolfo, el día 14 de septiembre de 1936, apenas pasados días desde el comienzo de la guerra y la persecución: "Todo esto es un esplendor de virtudes cristianas y sacerdotales, de heroísmos y de martirios; verdaderos martirios en todo el sagrado y glorioso significado de la palabra..."

Y seis meses más tarde, conociendo los tremendos holocaustos martiriales, sobre millares de presos en toda la zona roja, el mismo Santo Padre Pió XI, en la encíclica "Divini Redemptoris" del 19 de marzo de 1937, se expresaba de este modo: "El furor comunista no se ha limitado a matar obispos y millares de sacerdotes, sino que ha hecho un número mayor de víctimas entre los seglares de toda clase y condición, que diariamente puede decirse, son asesinados en masa por el hecho de ser buenos cristianos."

Recordemos también en palabras pontificias, las del Papa Pió XII en su radio-mensaje a los españoles, al concluir nuestra guerra: "Inclinamos, ante todo nuestra frente, a la santa memoria de los obispos, sacerdotes, religiosos de uno y otro sexo y fieles de todas clases y condiciones, que en tan elevado número, han sellado con sangre la fe en Jesucristo y su amor a la religión Católica".

Tales fueron las enseñanzas y mandatos que recibimos de los sumos pontífices, cumplidos y respetados durante muchos años por la Iglesia española, que entonaba cantos de gloria a los mártires, erigía monumentos y altares y oraba ante sus sepulcros, hasta que llegó el silencio sistemático, salvo honrosas excepciones, como si gracias a este silencio los mártires fueran culpables de su muerte, tratando de ocultar ante los jóvenes, los seminaristas y en general las nuevas generaciones del pueblo de Dios, el recuerdo de quienes, sin duda alguna, fueron los mejores hijos de la Iglesia, los elegidos de Dios.

Ésta no es la doctrina de Cristo. Si Nuestro Señor hubiera querido enseñarnos convivencia y negociación con los enemigos no hubiera muerto en la cruz, Juan el Bautista no hubiera sido decapitado, ni los apóstoles serían mártires. La doctrina de Cristo es sencillamente la expresada por los sumos pontífices, declarando, exaltando y glorificando la santidad y virtudes de nuestros mártires.

El silencio que se observa para con ellos, es quizá de los mayores pecados de los españoles de esta hora, y las calamidades sobrevenidas a nuestra desdichada Patria, la degradación religiosa y moral y hasta la quiebra económica, pueden constituir tan sólo el comienzo del castigo de Dios, que tenemos merecido por nuestra infidelidad a la memoria de quienes forman la más grande y gloriosa corona de la Iglesia Española de todos los tiempos; castigo penitencial que no se nos levantará en tanto no volvamos a honrarlos debidamente, aceptando la lección ejemplar que nos dieron con su sacrificio por amor a Dios y a la Patria.

Los mártires constituyen una gran legión celestial en la que tenemos los mejores y más poderosos aliados, porque su poder de mediación ante la Divina Providencia, ha de ser tan grande como grande fue su sacrificio.

Y como quiera que nuestros mártires, en su terrible trance, murieron confesando a Cristo Rey y a España, ante los fusiles que les encañonaban, repitamos todos los que les admiramos, con intencionalidad de jaculatoria, el sagrado grito de fe y patriotismo, con el que despedían su vida terrena, para ascender a la gloria de Dios:

¡VIVA CRISTO REY!
¡VIVA ESPAÑA!


Camilo Menéndez

martes, 30 de noviembre de 2010

LA MONARQUÍA CATÓLICA

INTRODUCCIÓN
Según la ley constitucional española -jurada por el Rey y determinante de su legitimidad-, la Monarquía, forma política del Estado nacional, tiene, junto a otras, la nota de católica.

¿Cuál es el contenido de esta nota? Esta nota es, sin duda, una afirmación que hace de sí mismo el Estado español; pero, a diferencia de otras cuya significación circunscribe quien las enuncia, aquí se remite a la doctrina oficial de la Iglesia Católica acerca de la autoridad y de la comunidad política.

En la hora de la instauración de la Monarquía en España la nota de su catolicidad ha sido muy poco comentada, y la doctrina de la Iglesia no ha sido considerada en la integridad armónica de sus elementos. La consecuencia es que no pocos identifican confusamente la posición de la Iglesia con la de ciertos humanismos arreligiosos, especialmente con el pluralismo agnóstico. Por tanto nos parece oportuno recordar los ingredientes reales de la concepción católica. Para aligerar el texto, lo haremos de forma esquemática; para que al mismo, tiempo los lectores tengan a mano datos y consideraciones pertinentes, se nutrirán con cierta abundancia las notas al pie de página.

Hablamos de la concepción católica vigente y actualizada: la que configura realmente las directrices prácticas de la Jerarquía (a pesar de algunas formulaciones ambiguas a la hora de airear «renovaciones»). Nos limitamos a tocar los principios permanentes, sin entrar en el ámbito de las fórmulas institucionales sujetas a reformas o adaptaciones. Y expondremos los contenidos reales de la doctrina (que por sí mismos expresan en qué sentido y en qué dosis se verifican la relación y la autonomía entre lo civil, lo religioso, lo eclesiástico), huyendo de simplificaciones tópicas y falseadoras, como las de «secularización», «separación», «unión», «preconciliam, «posconciliar, «confesional»; y no digamos las de «integrista», «progresista», «conservador», «reaccionario», y otras insulseces o armas arrojadizas por el estilo.

La catolicidad del orden político atañe principalmente a los puntos siguientes: Confesión de la Fe católica y culto a Dios. Concepción católica de la autoridad, la participación política de los ciudadanos y la ley. Las normas morales y las opiniones de los ciudadanos. Lo moral y lo jurídico. La inspiración moral de la política según la doctrina católica y la independencia entre la Iglesia y el Estado. Predicación y juicio de la Iglesia en el campo político, y sus límites. Libertad religiosa y fomento de la vida católica. La libertad e independencia de la Iglesia. Relaciones institucionales entre la Iglesia y el Estado.

Tratándose de un pueblo «unido en un orden de Derecho» de carácter representativo, la responsabilidad moral política dimanante de la nota de «catolicidad» de la Monarquía afecta no sólo al Rey o Jefe del Estado, sino también a todas las instituciones del mismo Estado; pero en grado máximo, por su posición institucional, al Rey.

PROFESIÓN DE FE CATÓLICA, CULTO OFICIAL A DIOS

1, 1. La profesión de la Fe católica incluye el reconocimiento de Cristo y de su Iglesia. Culto a Dios: adoración; acción de gracias; petición al Padre, de quien «toma su nombre toda patria o familia en los cielos y en la tierra», para que ilumine y ayude en orden a los bienes propios de la sociedad civil, tanto los que dependen del esfuerzo racional y la participación directa de los ciudadanos como los que desbordan este campo y se reciben de la tradición, viva y creadora, de la Patria, a la que corresponde en los beneficiarios el espíritu de piedad filial.

La doctrina de la Iglesia sobre los deberes religiosos de la sociedad civil y del poder público respecto a la Iglesia de Cristo ha sido reafirmada por el Concilio Vaticano II, como núcleo válido de las renovaciones, coherentes siempre con la «sagrada tradición».

Dos observaciones en torno a este punto:

1, 2. La reverencia religiosa, que ha de inspirar a los gobernantes y a los ciudadanos de un Reino católico, exige no tomar el nombre de Dios en vano; y asumir seriamente el compromiso religioso de los juramentos, sobre todo los solemnes. Por desgracia abundan en los papeles glosas políticas con sugestiones que parecen suponer que los juramentos son fingidos o perjurios o gestos despreciables. La fidelidad a lo jurado por parte de las personas más responsables, aparte de salvaguardar la legitimidad, cimentará la ejemplaridad y la autoridad moral para bien de todo el pueblo.

1, 3. A algunos eclesiásticos les ha parecido mal que el Rey Juan Carlos I haya iniciado su reinado con un acto de culto católico. Sin razón. ¿Que no, todos comparten la fe del Rey? ¡Llevaría al absurdo que el Rey se limitase a hacer lo que compartan todos! ¿Cómo olvidar, entre otras «minucias», que en toda sociedad hay algunas personas que no comparten valores como el respeto a la vida humana, que, sin embargo, la autoridad en cuanto tal debe profesar y proteger? La plenitud de visión que da la fe católica contiene de un modo orgánico y fecundo lo positivo de las demás concepciones parciales; más aún, es la que garantiza en profundidad el respeto a la dignidad y derechos de todos, pues salvaguarda la trascendencia de la persona humana. Hay personas que en virtud de sus propias ideas (agnósticas, materialistas, nihilistas ... ) no podrían ser bien apreciadas, puesto que ellas mismas niegan que la «persona» sea digna de aprecio; lo son, a pesar de ello, en virtud de otras ideas que afirman esa dignidad y que -como la fe católica- proyectan su luz sobre los mismos enemigos.

Por eso es tan laudable que la sociedad -aunque tenga algunos miembros no creyentes- sea guiada por una visión integral del hombre y del mundo. Con el pretexto de secularizar la convivencia, la sociedad no debe degenerar en una actitud prácticamente atea, privada de motivaciones trascendentes y por ello mismo negadora del valor de las personas. Conserva su vigencia lo que expresó el Episcopado español en ocasión decisiva: «Quiera Dios ser en España el primer bien servido, para que la nación sea verdaderamente bien servida».

2. CONCEPCIÓN CATÓLICA DE LA AUTORIDAD, LA PARTICIPACIÓN POLÍTICA DE LOS CIUDADANOS Y LA LEY. LA MORAL Y LAS OPINIONES.

NORMAS MORALES Y NORMAS JURÍDICAS.
2, 1. Una corriente seudodemocrática, difundida también entre católicos, tiende hacia dos polos: a) poner la fuente y el valor de la autoridad y de las leyes y actos de gobierno sólo en las opiniones, variables, de los ciudadanos, que aquéllas canalizarían y representarían; b) para que unas «opiniones» no se impongan a otras (como sucede cuando prevalece el criterio de la mayoría), aspirar al permisivismo legal: que la ley y la fuerza coercitiva, en cuanto es posible, no impidan por razones morales el ejercicio de ninguna «opinión»; por ejemplo, que den curso libre a los partidarios del matrimonio y a los de la relación homosexual, a la familia estable y a la «comuna» promiscua. Pero hablamos de «tendencias», porque su realización coherente es inviable: a falta de consenso unánime, unas opiniones, de mayorías o de minorías, comprimen a otras (sin que esta concepción agnóstica tenga justificación moral para ese hecho); y el permisivismo se detiene ante la necesidad de defender «algunos derechos» de unos contra la agresión de otros.

Según la doctrina católica:

2, 2. Los ciudadanos, además de intervenir de diversos modos en la designación de los titulares de la autoridad, conforman con -sus opiniones numerosas leyes y actos de gobierno. Una gran parte de las decisiones operativas en la vida pública depende de la apreciación de circunstancias concretas y pueden determinarse de acuerdo con las preferencias legitimas de los ciudadanos. Por eso, en cuanto sea posible, es provechoso el concurso del mayor número posible de interesados en la gestación de las normas. En este campo de opciones contingentes y convencionales el que rige a la comunidad podría limitarse, hasta cierto punto, a ser árbitro de unas «reglas de juego». En tal caso, el gobernante decide de acuerdo con los ciudadanos y los representa.

2, 3. Pero hay valores y principios morales, para cuyo servicio y tutela la autoridad y la ley deben representar a Dios, por encima de las variables corrientes de opinión. El píuralismo de las «opiniones» sólo se justifica en el marco y como aplicación multiforme de unos mismos valores morales, implícitos en la Ley de Dios . Esta Ley no mira sólo a la comunión espiritual de los hombres con Dios; nutre la vida de la comunidad política por cuanto sustenta los deberes y derechos con que los hombres se perfeccionan a sí mismos de modo digno y libre.

Por tanto, el Rey -como todo gobernante- no puede ser un árbitro indiferente a los juicios de valor. No puede limitarse a canalizar y sancionar las corrientes de opinión. Es servidor y tutor de valores fundamentales, y lo es con autoridad independiente de las opiniones, aunque éstas fueran mayoritarias. Si en un momento dado se produjesen manifestaciones de opinión opuestas a aquellos valores, el Rey tendría que impedir que se erigiesen en ley o criterio de gobierno.

Mas, para evitar tanto los inconvenientes de una situación de tirantez llevada al límite como las sospechas de arbitrariedad, bien se ve cuánto conviene, por una parte, que los valores supremos estén profesados en la Ley Constitucional; por otra, que toda la acción educativa y la atmósfera social fomenten en los ciudadanos el cultivo de esos valores. Es un contra-sentido identificar «respeto a la libertad» con una «neutralidad» amoral, antivital e insostenible.

2, 4. Por eso la Iglesia -que acoge la regla de que en la sociedad- debe reconocerse al hombre el máximo de libertad y ésta no debe restringirse sino cuando es necesario y en la medida que lo sea» no patrocina el permisivismo legal, al que ahora tienden algunos: o porque piensan que el único valor moral es la autodeterminación de los individuos, o porque postulan en nombre de la libertad civil la disociación entre obligaciones de conciencia y obligaciones legales.

Para el bien común, y ante todo para hacer posible la misma libertad en la convivencia, se requiere la promoción y la tutela jurídica de los valores morales. Por lo pronto, toda la acción legislativa y de gobierno debe servir a la ley moral de dos maneras: no fomentando nunca lo inmoral; procurando condiciones propicias para que los ciudadanos vivan los valores morales y religiosos, incluso aquellos que no están bajo la regulación directa de la autoridad civil.

Es cierto que fomentar no equivale a coaccionar; no todo lo que es obligación moral para las conciencias es exigible por coerción jurídica; no todo lo que predica la Iglesia en nombre de Dios lo ha de imponer o vedar la ley civil. Hay -y en casos debe haber- tolerancia jurídica para conductas no conformes con la norma moral.

Mas la tolerancia jurídica no puede ser universal. Un ordenamiento civil conforme a la ley de Dios exige ciertas leyes que impongan obligaciones de acuerdo con el orden moral o que impidan actuaciones contrarias al mismo. Esta coerción jurídica ha de tutelar aquellos valores que afectan a la consistencia de la misma sociedad civil, ha de impedir, por tanto, el ataque social a los valores morales y religiosos; ha de proteger los derechos inalienables de personas e instituciones.

2, 5. A veces, para el bien común, la autoridad tiene que determinar entre opiniones diversas de los ciudadanos, todas ellas legítimas. Esa es su función; por eso sus determinaciones tienen validez moral.

2, 6. El Rey, y las autoridades supremas, debe extremar el sentido de su responsabilidad moral ante Dios si se da el caso de tomar decisiones gravísimas para el pueblo sin consulta al pueblo.

2, 7. Es muy propio de la función del Rey ser principio de unidad, promoviendo los valores que hacen del pueblo una familia orgánica y facilitan una participación más real del mismo, corrigiendo las presiones disolventes de aquel partidismo patológico al que acaba de referirse el Papa al lamentar que desde la sociedad civil se contagie a la Iglesia. Al Rey, promotor de la Justicia, corresponde estar alerta con solicitud para captar la voz de fondo que expresa las preocupaciones e intereses inmediatos de la mayoría del pueblo, voz tapada y su plantada en ocasiones por las ideas de grupos que tienen más resonancia en los medios de comunicación. E Rey -a quien es dado verse libre del apasionamiento competitivo o de la obsesión por congraciarse gentes para su captación electoral- podrá velar por los sectores más débiles del pueblo frente a la presión de otros sectores del mundo trabajador que, partiendo de niveles más altos de bienestar económico, por su organización y su fuerza de intimidación acaparan la atención de gobernantes y comentaristas y desequilibran injustamente la balanza

INSPIRACIÓN MORAL DE LA POLÍTICA SEGÚN LA DOCTRINA CATÓLICA E INDEPENDENCIA DEL ESTADO RESPECTO A LA IGLESIA. PREDICACIÓN Y JUICIO DE LA IGLESIA EN MATERIA POLÍTICA; SUS LIMITES.
3, 1. Supuesto que la legislación y la acción de gobierno deben estar inspiradas por la norma moral o Ley de Dios, el Reino español se compromete a hacerlo según la doctrina de la Iglesia Católica.

3, 2. Acatar la Ley de Dios conocida según la doctrina de la Iglesia no importa ninguna dependencia institucional entre el Estado y la Iglesia; no somete la vida política a la jurisdicción de ésta. Igual que todo Estado, aun el más agnóstico, se inspira en ciertos juicios de valor (avalados por corrientes de opinión más o menos extendidas por el mundo), así el Estado español se inspira en juicios de valor objetivados según el magisterio universal de la Iglesia. Es éste un compromiso interno de la sociedad civil ante Dios, anterior al planteamiento de relaciones jurídicas -que puede no haber- entre el Estado y la Iglesia. La autonomía del orden temporal respecto a la jurisdicción de la Iglesia no existe respecto a Dios. Si se respeta la ineludible sumisión de los Estados al orden moral, la independencia legítima que compete a la sociedad civil y a la Iglesia no es ni tiene por qué ser menor en un Estado que profesa la moral católica que en un Estado que no la profesa; sólo que aquél dispondrá de más luz.

3, 3. Pero, ¿acaso el seguir la inspiración católica supone legislar y gobernar al dictado de las fórmulas y declaraciones de la Iglesia?

No. La inspiración moral de leyes y soluciones prácticas no equivale a darlas hechas. Se trata, además, de la Doctrina Católica, que está objetivada con carácter universal y promulgada ante todos antes de cualquier pronunciamiento o declaración ocasional de unos miembros o pastores de la Iglesia. Dentro de esa inspiración universal la tarea de la sociedad civil se desarrolla en su mayor parte en un campo propio, el de la «Prudencia política», en que es autónoma. Con autonomía no sólo técnica y jurídica, sino también moral, por cuanto las apreciaciones, elecciones y determinaciones que llevan a constituir la norma concreta se hacen con una autoridad que viene de Dios, y la norma crea un auténtico valor moral, que no depende de decisiones de la Iglesia, sino que ésta reconoce.

En síntesis, el Episcopado español lo ha dicho así: «Si es misión de la Jerarquía iluminar la conciencia de los fieles en el cumplimiento de sus deberes cívico-sociales, no lo es invadir el terreno de la autoridad civil, adoptando posturas o emitiendo juicios que, por referirse a la elección de medios contingentes en el orden temporal, dependen del ejercicio de la prudencia política».

3, 3-1. Acabamos de afirmar la autonomía institucional y la autonomía de criterio de la sociedad civil, no obstante recibir inspiración de la doctrina católica. Expongamos de otro modo esta autonomía de criterio.

En materia tan delicada y práctica es obligado discernir con precisión a qué alcanza y a qué no, en lo político, la doble función que, sin salir de su misión religiosa, se atribuye la Iglesia en relación con la sociedad civil: predicación y el Juicio moral, que algunos llaman función crítica .

Quede claro, ante todo, que la inspiración y el acatamiento que se profesan en el orden constitucional se refieren solamente a la verdadera Ley de Dios y, por tanto a la Doctrina Católica normativa: a los principios de orden moral presentados en nombre de Dios por el Magisterio de la Iglesia y vinculantes en conciencia. No tienen este valor, aunque puedan ser legítimas y provechosas, muchas ideas y aspiraciones que circulan en la Iglesia, incluso expresadas o alentadas por Pastores. A veces tales ideas serán la expresión del «dinamismo» o desarrollo de la doctrina católica, o bien intentos de acertar con las variaciones en su aplicación que los cambios de circunstancia parezcan exigir. Sin, duda, en algunos casos ese movimiento de ideas en la Iglesia fructifica más tarde, a través de purificaciones, en doctrina de la Iglesia. Ahora bien, durante el tiempo de ebullición de las opiniones, éstas influirán naturalmente mediante la participación política de los ciudadanos que las sostengan; pero ninguna puede alegarse como norma de Iglesia, de las que por mandato constitucional deben inspirar la acción del Estado. Un criterio oficial nuevo para el Estado sólo se produce cuando ,el Magisterio universal de la Iglesia, comprometiendo su autoridad doctrinal, lo promulga.

(Quizá no sea inútil advertir, de paso, que las dos funciones de predicar y juzgar no están reservadas para los Estados católicos; son de aplicación universal: por eso los problemas que pudieran suscitar no se resolverían borrando en la Constitución la nota de «católico».)

3, 3-2. A la Iglesia (a su Jerarquía, con autoridad) compete predicar o proponer los valores y principios morales que deben inspirar la política, y juzgar acerca de la conformidad de las realizaciones de ésta con aquellos principios, «cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvaguardia de los fines del orden sobrenatural» .

3, 3-3. La política se realiza en el ámbito de la «Prudencia». Palabra que no se debe recortar con el sentido que muchos le dan (Prudencia = cautela). Prudencia, como virtud que consiste en la recta elección de los medios (con cautela, con audacia y con todo lo conveniente) para conseguir del mejor modo los fines buenos a que se tiende. Hay que elegir -entre los varios medios o formas pensables- el que sirva realmente al bien moral apetecido: que no es el medio óptimo abstracto, sino el que «hic et nunc», en la complejidad de factores y circunstancias, resulta factible; el que realiza el fin con más perfección o con menos perjuicios. Supone conciliar o componer intereses y pretensiones en fricción, regular y delimitar el ejercicio de los derechos para que se pueda convivir, evitar los abusos. Todo este proceso, con el valor moral que generan las decisiones correspondientes, es función esencial de los ciudadanos y la autoridad civil; no de la Iglesia.

En este campo la Iglesia ejerce su función de predicar proponiendo o recordando los objetivos morales, exhortando a buscar los medios más aptos con la colaboración de todos, estimulando a no detenerse en lo mediocre, invitando a purificar la intención y a activar la generosidad. Pero no se interfiere con su autoridad en el proceso ni en las decisiones de la «prudencia política». Sabe que exponer la doctrina cristiana de manera acomodada a las necesidades de los hombres, aplicando a las circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del Evangelio es más que la repetición genérica de unos principios; es suscitar de un modo vivo en los corazones la dedicación y las disposiciones evangélicas que han de animar la búsqueda de las soluciones o la actitud ante los padecimientos; pero no es, en política, impartir las fórmulas obligadas de solución .

Además de la función de «predicar», ¿ejerce la Iglesia en el campo de la prudencia política la función «crítica» de dar juicio moral? Digamos que esta función rectamente ejercida se reduce en la mayor parte de los casos a ser exhortación estimulante. Ciertamente no es juicio o dictamen práctico como fundamento de una decisión sobre la aptitud de los medios «hic et nunc»; esto es responsabilidad y competencia civil. Las apreciaciones de eclesiásticos sobre la aptitud de los medios pueden ser o no acertadas ---como las de cualquier ciudadano-, pero no tienen autoridad moral vinculante para la autoridad civil. Es verdad que los Pastores, además de proponer la «ley de Dios» o principios normativos, sirven a su misión con consejos y exhortaciones, ordenados a levantar el ánimo hacia la ley de Dios, hacia los llamamientos inagotables del amor cristiano. El Estado católico considerará tales indicaciones (del Papa, de los Obispos) con respetuosa atención y con deseo de aprovechar; no como norma que predetermine o prejuzgue la propia decisión. El Estado católico no tiene por qué sentirse obligado, en virtud de su ley constitucional, a aplicar toda clase de sugerencias, deseos, etc., de la Jerarquía de la Iglesia; si bien un espíritu de cordial cooperación, si lo hay por ambas partes, logrará que no queden sin fruto.

Los juicios morales de la Iglesia sobre disconformidad con los principios en materia política sólo en pocos casos serán posibles. Juicios globales sobre un sistema político, en los casos en que por sus mismos fines y su estructura o por el modo general de su actuación se opusiesen manifiestamente a los derechos fundamentales y a la salvación eterna de los hombres. Juicios particulares sobre una disposición o acto de gobierno, si son transgresión clara de un precepto moral de aplicación única (lo cual apenas se da sino en los preceptos negativos: algo que por ningún motivo es licito hacer). Cuando, como queda dicho, hay que hacer elección en el ejercicio de la prudencia política, con sus limitaciones e inevitables dosis de ventajas e in~ convenientes, ¿cómo se puede emitir un verdadero juicio moral? Naturalmente, es muy fácil apreciar la distancia entre lo hecho y el «ideal», pero eso no es un juicio moral: eso sólo tiene sentido como un recordatorio, un despertador, una exhortación estimulante. Un juicio moral sólo podría versar sobre la distancia entre lo hecho y lo que se debería haber hecho por ser lo mejor factible (sin producir mayores males al hacerlo): tal juicio supone que el juzgador puede establecer, como base de comparación, qué es lo factible, cuál es «hic et nunc» la fórmula válida. Y esto cae esencialmente fuera de la autoridad moral y la competencia de la Iglesia.

3, 3-4. Como la Predicación y el Juicio moral de la Iglesia en relación con el Estado tienen sus límites, puede haber extralimitaciones. Nos referimos a las extralimitaciones efectivas, no a las que se tildan de tales por desconocer hasta dónde alcanza la misión de la Iglesia. Hay que admitir que en la práctica no siempre es fácil trazar con exactitud la línea divisoria de competencias; y no tiene por qué preocupar el que en ocasiones el deseo noblemente apasionado de remediar o mejorar situaciones conduzca a manifestaciones no del todo precisas, en las que con una misma voz se entrecruzan el sacerdote y el ciudadano. Pero si es perturbador e injusto que esto se haga sistemáticamente acentuando la representación y la autoridad moral de la Iglesia. Así ocurre con frecuencia en ciertos juicios fustigadores o «denuncias proféticas».

El derecho y la libertad de predicar el Evangelio aplicándolo a la vida concreta no justifica: dar «opiniones» y juzgar desde ellas y no según la verdadera doctrina católica; juzgar con acritud las deficiencias por comparación con el «ideal» y no con lo «factible»; enjuiciar como exigencias únicas del Evangelio o como contrarios a él actos o decisiones de «prudencia política» que corresponden a la discreción del poder civil; hacer denuncias sin discernimiento, sin base, con maneras injuriosas .

4. LIBERTAD RELIGIOSA Y FOMENTO DE LA VIDA CATÓLICA.

4, 1. Ha corrido mucho la idea de que el Concilio Vaticano II, al declarar la libertad religiosa -mejor dicho, la libertad civil en lo religioso-, quiere que el Estado se inhiba en esa materia, o bien trate por igual a creyentes y no creyentes, limitándose a tutelar la libertad de todos. Naturalmente los que así opinan creen que no tiene sentido hablar al mismo tiempo de «libertad religiosa» y de «fomento de la vida católica»; creen que es inaceptable una Monarquía católica.

Nada más falso, como se deduce de la doctrina católica que hemos recordado hasta aquí. En este punto evoquemos brevísimamente la verdadera doctrina conciliar, la cual conjuga tres elementos: el enlace de la libertad interior con la obligación moral, la inmunidad de coacción externa' para todos, el fomento de la vida religiosa, en especial la católica.

4, 2. «Todos los hombres tienen la obligación moral de buscar la verdad, sobre todo la que se refiere a la religión ( ... ), Adherirse a ella y ordenar toda su vida según sus exigencias».

4, 3. El poder público debe proteger el derecho civil de todos a la libertad religiosa, que consiste en que estén inmunes de coacción humana. En cuanto a las relaciones con Dios no se puede, obligar a nadie a obrar contra conciencia ni impedir que actúe conforme a ella, en privado y en público, dentro de los límites debidos, es decir, «con tal de que se respete el justo orden público».

Este respeto a la autonomía personal vale para todos, incluso «aquellos que no cumplan la obligación de buscala verdad y adherirse a ella».

4, 4. Por otra parte, el poder público «debe reconocer y favorecer la vida religiosa de los "ciudadanos", aunque sin pretender dirigirla ; «debe crear condiciones propicias para el fomento de la vida religiosa, a fin de que los ciudadanos puedan realmente ejercer los derechos de la religión y cumplir los deberes de la misma, y la propia sociedad disfrute de los bienes de la justicia y de la paz que provienen de la fidelidad de los hombres a Dios y a su santa voluntad». Por tanto, el favor o fomento positivo no es para cualesquiera actitudes, religiosas o irreligiosas; es para la vida religiosa: se ayuda a los que quieren ser fieles a la voluntad de Dios. El Estado ha de proponerse preservar y fomentar un clima propicio para la fe y la adoración.

Más, la Iglesia Católica quiere que el poder público reconozca y favorezca su libertad por un título especial: el de su institución por Cristo, el de haber sido enviada por Dios.

Más aún: el Concilio reafirma «la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo»: que es el deber de adherirse a ella y profesar su fe.

4, 5. El ejercicio de la libertad religiosa tiene que ser regulado y delimitado, en cuanto lo requiere la tutela del justo «orden público». El Concilio entiende por tal: la tutela y pacifica composición de los derechos de todos, la paz pública, que es la ordenada convivencia en la justicia, la custodia de la moralidad pública. Entre las lesiones del derecho ajeno, en la propaganda religiosa, se cuenta la «coacción o la persuasión inhonesta o menos recta, sobre todo cuando se trata de personas rudas o necesitadas». «La sociedad civil tiene derecho a protegerse contra los abusos que puedan darse so pretexto de libertad religiosa». Juzgar, según normas jurídicas, «si se violan las justas exigencias del orden público» y proteger a la sociedad contra los abusos corresponde principalmente al poder público. Así el Concilio.

El Episcopado español, por lo que toca al juicio sobre las extralimitaciones de los sacerdotes durante el ejercicio de su ministerio, ha afirmado que se debe contar con los Obispos, para los que ha recabado el «juicio doctrinal y pastoral» de las actuaciones, reconociendo la competencia de los gobernantes para juzgar si se viola el orden jurídico. «No se pretende la impunidad para casos en que se lesione realmente la dignidad de las personas y el bien de la sociedad».

5. ¿LIBERTAD COMÚN O ESTATUTO DE INDEPENDENCIA ESPECIAL PARA LA IGLESIA?

5, 1. Personas responsables en la Iglesia española repiten con frecuencia en los últimos tiempos que la Iglesia no quiere para sí en la sociedad civil más que la libertad y los derechos comunes que las leyes deben garantizar a todos los ciudadanos; y que, si el Estado le concede a ella algo que no se reconozca a otras instituciones, eso o es un privilegio, al que renuncia, o es un derecho que tiene que extenderse a todos.

Si nos atenemos a los criterios de actuación real (de los mismos eclesiásticos que hablan así) hay que decir: no es verdad que la Iglesia se contente con la libertad común. Porque estarán, sí, dispuestos los miembros de la Jerarquía a renunciar a privilegios de índole: personal, pero reclaman para la Iglesia una independencia o soberanía y una eficacia moral sobre las leyes civiles que no son exigidas por ninguna otra institución.

¿Hay disposición a suprimir en el futuro estas afirmaciones? ¿Está clara esta posibilidad en el plano doctrinal?

Aquí hay cierta ambigüedad. Por eso hemos encabezado este capítulo con interrogantes. ¿Qué quiere realmente la Iglesia? ¿Sólo libertad común? ¿O una independencia especial, la adecuada y justa por ser la que corresponde a su misión, y por tanto «privilegiada» en el buen sentido que tiene esta palabra? La ambigüedad en este punto -y una cierta discordancia entre algunas declaraciones y la doctrina embebida en la praxis- es el foco de mayor perturbación en las relaciones Iglesia-Estado, o al menos en los estudios sobre las mismas, e impide que la opinión pública pueda tener una idea clara de lo que la Iglesia se propone. Habría que exigir, para bien de todos, que se esclarezca este punto, y que concuerden las declaraciones y los criterios prácticos.

En este momento nos limitamos a señalar los datos de la cuestión.

5, 2. Según el Concilio Vaticano II, «la libertad de la Iglesia -la que por voluntad de Dios se requiere para el cuidado de la salvación de los hombres- es principie, fundamental en las relaciones entre la Iglesia y los poderes públicos y todo el orden civil». La Iglesia reivindica tal libertad por doble título: «como autoridad espiritual, constituida por Cristo Señor», y por el derecho común de todos los hombres y sociedades a la libertad religiosa. Donde está vigente el principio de la libertad religiosa, la Iglesia adquiere la «independencia necesaria en el cumplimiento de la misión divina». «Hay pues, concordancia entre la libertad de la Iglesia y la libertad religiosa» general.

Algunos interpretan esta concordancia como identidad práctica: según ellos, la Iglesia no aspiraría a mayor o diferente libertad.

5, 3. Ciertamente esa libertad común es algo suficiente y muy deseable para remover las trabas que en tantos países se oponen a la acción de la Iglesia.

Pero, allí donde es posible, los Pastores de la Iglesia exigen más; como si la «libertad común» sólo fuera un mínimo, y las consecuencias de la fundación divina de la Iglesia implicasen una independencia mayor frente al Estado que la que puedan pretender otras instituciones. Veamos los hechos. Dejemos a un lado multitud de privilegios personales, inmunidades locales y fiscales, etc, como si no existiesen. Señalemos sólo dos grandes elementos que conforman un «status» especial de la Iglesia ante el Estado: uno, la autoridad moral que se atribuye respecto a las leyes y gobiernos; otro, la soberanía o independencia institucional.

5, 3-2. Pero es más significativa la independencia institucional que la Iglesia se atribuye frente al Estado, tanque el Estado no puede reconocerla a ninguna otra asociación. Las demás asociaciones están necesariamente dentro del ámbito de soberanía del Estado; y aunque éste debe reconocer y tutelar sus derechos y libertades, la regulación de los límites de su ejercicio y el juicio y sanción de las extralimitaciones competen únicamente al Estado. Si la Iglesia se conformara con el estatuto de libertad común, tendría que aplicarse la norma que el Concilio Vaticano II señala para todas las confesiones religiosas, a saber, que la regulación jurídica y práctica de los límites del ejercicio de su actividad, en su proyección social, corresponden al poder civil (D. H., 4, 7).

De, hecho la Iglesia actúa como sociedad independiente, en su orden, de la soberanía del Estado; es decir, pretende ser lo que en sustancia siempre, se ha entendido corno «sociedad perfecta» (tal como la reconoce el artículo 2 del Concordato). Quiere que se reconozca al Vaticano no sólo como un minúsculo Estado, sino como Sede de la Iglesia Católica. A tenor de la Declaración conciliar sobre libertad religiosa parece normal que sea el poder civil quien haga soberana y unilateralmente, conforme, a criterios morales y jurídicos, la regulación de los límites de la actuación social de las confesiones religiosas; pero numerosos Obispos reaccionan contra esa posibilidad aplicada a la Iglesia Católica. Algunos Prelados sustraen al juicio del poder civil actuaciones públicas de sacerdotes, a veces ajenas a su ministerio sagrado. Indudablemente una independencia como la que aparece! en estos hechos no es posible extenderla a todas las demás instituciones, como sería necesario -si la Iglesia la mantiene- para poder decir que le basta la libertad común.

¿Se trata de una situación que se desea cambiar, recortando la actual independencia institucional de la Iglesia hasta limites que puedan ser comunes a las demás instituciones, por lo menos a las llamadas multinacionales?

¿Puede la iglesia, fiel a su misión, renunciar a todos elementos diferenciales a que hemos aludido? Hay que repetirlo es urgente una clarificación. La Iglesia tiene que hacer transparentes sus propósitos ante el Estado y la opinión pública. Si se dejan correr interpretaciones equívocas, que muchos ideólogos homologan con las suyas, muy pronto determinados sectores de la vida social se llamarán a engaño, y será mayor la confusión y menor la paz. Es urgente una concordancia total entre las declaraciones y lo que realmente se quiere.

6. RELACIONES INSTITUCIONALES ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO.

Estas relaciones se encuadran en unas coordenadas constituidas por dos pares de criterios muy repetidos: a) independencia y cooperación; b) libertad y sumisión al ordenamiento civil.

a) «La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio campo; ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de unos mismos hombres. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia para el bien de todos cuanto mejor practiquen entre ellas una sana cooperación, habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo.» Tal es la doctrina tradicional, resumida por el Concilio Vaticano II. Es evidente que esta convergencia de servicios a unos mismos hombres crea ineludiblemente zonas que antes se llamaban materias mixtas y que, llámense como se llamen, están ahí sin que puedan ser esquivadas.

b) La Iglesia tiene derecho a que se le reconozca la libertad que necesita para cumplir la misión que Dios le ha confiado. Es indudable también que por su inserción en la sociedad temporal tiene deberes de sumisión al ordenamiento civil.

Dentro de estas coordenadas, las regulaciones concretas varían en sus modalidades según «las circunstancias de lugar y tiempo». Pero la cuestión radical puede es, en la ambigüedad sobre los mismos criterios, según que se apuntó en el apartado 5. Su esclarecimiento tendría que ser anterior a todo intento de articular de nuevo el cuadro de relaciones.

No vamos a entrar en los temas particulares, objeto de posible regulación juridica, ni a proponer el modo de hacerla. Bajo la inspiración de los principios básicos, esa labor se sitúa en un campo de "prudencia política" tanto para los representantes de la Iglesia como para los del Estado, con toda la discrecionalidad que comporta la elección de medios contingentes. Nuestra abstención, en este momento y lugar, no supone que el asunto carezca de importancia. La tiene muy grande, para plasmar y encauzar lo que se ha dicho a lo largo de este comentario. Pero cabe en cada caso optar entre fórmulas diversas. Dios quiera que los que las determinen acierten con lo mejor.

Salvadas las exigencias de la concepción católica de la vida social, los sistemas de relación en los que, por su carácter instrumental, caben reformas son numerosos, sin excluir algunos de notable estabilidad histórica. Por ejemplo, y ante todo, si las relaciones han de ser reguladas de modo bilateral por acuerdo vinculante entre la Iglesia y el Estado, o bien de modo unilateral por determinación del Estado solo, previas, como es lógico, las consultas adecuadas. Dentro del sistema bilateral, si ha de haber Concordato de conjunto o sólo algunos acuerdos parciales.

Si permanece o no el procedimiento de las Representaciones diplomáticas entre los Estados y la Santa Sede. Si y cómo se regula el problema económico de la Iglesia. Si y cómo permanecen las inmunidades y atribuciones que sobre distintas materias (fueros personales y locales, exenciones tributarías, matrimonio, enseñanza) se reconocen a la Iglesia en los articulos del Concordato actual. Si y cómo interviene el Estado en el proceso de designación de Obispos y de circunscripciones eclesiásticas territoriales. Si y cómo se regula la separación entre las actividades apostólicas y las actividades políticas de las asociaciones de la Iglesia. Si es lícito o no y si procede avanzar en el camino de la nacionalización del patrimonio histórico-artístico. Qué actos religiosos oficiales celebrarán las autoridades civiles. Si y cómo se regulan las relaciones con la Conferencia Episcopal y con cada una de las Diócesis, dado que la Conferencia puede concordar y unificar criterios entre los Prelados y en algún punto fijar normas, pero en lo sustancial cada Diócesis conserva su autonomía, etc.

La catolicidad constitucional del Estado es asunto interno de la sociedad civil, anterior a las fórmulas jurídicas de relación entre Iglesia y Estado e independiente de ellas.

Problemas como el de los límites de la Predicación y los «juicios morales» son insolubles por virtud de ninguna fórmula. Sólo el buen sentido, una atención más respetuosa a los confines de la doctrina católica, la progresiva disolución de los equívocos intra y extraeclesiales, el acatamiento sin subterfugios a las competencias reconocidas, la lucidez y sinceridad en el tratamiento de cada caso, podrán mejorar la situación. Dios lo haga.

Epifanía del Señor, 6 enero 1976

José Guerra Campos, obispo.

jueves, 25 de noviembre de 2010

EL CARLISMO ANTE LAS PRÓXIMAS ELECCIONES AUTONÓMICAS EN CATALUÑA


El domingo 29 de noviembre de 2010 se celebran elecciones al llamado «Parlamento de Cataluña». No se presentan candidaturas carlistas. El proceso electoral en curso —de por sí ilegítimo— está, además, viciado por la normativa electoral vigente, ejemplo de totalitarismo, incongruencia y corrupción legalizada. Sea quien fuere quien afirme lo contrario, no existe obligación alguna de participar en el mismo: la abstención es no sólo una opción legítima, sino seguramente la más legítima de todas.

No obstante, en atención a las particulares circunstancias del momento, en especial a la amenaza que la creciente presencia mahometana supone para la Fe, para la tradición catalana e hispánica y para la convivencia civilizada, la Comunión Tradicionalista considera aceptable que aquellos que así lo deseen ejerzan su voto en favor de las candidaturas de «Plataforma por Cataluña» (PxC). Aunque dicha formación presente algunos planteamientos que los carlistas no pueden suscribir, su decidida oposición a la expansión mahometana pueden hacerla merecedora de los votos de los tradicionalistas y, en general, de los católicos conscientes.

Noviembre de 2010
Secretaría Política de S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón

martes, 23 de noviembre de 2010

HOMILÍA 19 NOVIEMBRE EN SANTA GEMA

LA VERDAD PADECE, PERO NO PERECE

FRANCO Y JOSÉ ANTONIO SON ESPAÑA. Franco, el soldado heroico, José Antonio, el mártir heroico, son España. Es cierto que España es mucho más grande que ellos, pero no es menos cierto que ellos nos devolvieron España, la España de siempre, la España inmortal. De una forma especial quiero agradecer al Caudillo invicto el estar hoy aquí con vosotros, el ser sacerdote católico y tener la posibilidad de celebrar el Santo Sacrificio de la Misa porque fue él quien salvó a la Iglesia Católica del exterminio. Y junto a él, José Antonio quien dio vida a la idea y a todos los caídos que la rubricaron con su sangre.

La Católica España, la TRINCHERA INVENCIBLE DE CRISTO REY, está recibiendo los golpes más virulentos de Satanás y de sus servidores. La España que fundó su unidad nacional en la FE CATÓLICA con el III Concilio de Toledo (586). La España que derrotó y reconquistó al Islam esta bendita “tierra de María”, como la definió Juan Pablo II. La España que evangelizó, que dio a luz DESANGRÁNDOSE a todo un continente entero y cuyos misioneros llevaron la Cruz de Cristo hasta los confines de la tierra.

La España luz de Trento, martillo de herejes, cuna de santos. La España que derrotó a la media luna en Lepanto salvando a la Cristiandad de una nueva invasión islámica. La España que luchó y venció; primero a la revolución religiosa de Lutero, después a la revolución política del liberalismo, tanto progresista (jacobino), como conservador (girondino) que fue exportada por Napoleón. Y por último, la España que derrotó la revolución social del comunismo ateo, la Internacional Socialista y la masonería, el mayor enemigo de Nuestra Santa Madre la Iglesia.

Comprendéis por qué precisamente en España el golpe que Satanás debía descargar debía ser más fuerte que en ningún otro lugar. Ahora aparentemente, PARECE, que finalmente hemos sido vencidos por la revolución sexual, por la cultura, o mejor dicho, por la anticultura del mayo del 68 francés. Pero como diría Santa Teresa de Jesús: “La verdad padece, pero no perece”.

Cuando hoy escucho a personas que sostienen los mismos ideales de Dios y España por los que combatieron y murieron Franco y José Antonio, leyendo entrelineas veo tristeza honda y MUY POCA ESPERANZA. Pidamos al Señor y a la Virgen Santísima el valor, el coraje y la fortaleza de estos dos grandes hombres que no escatimaron sacrificios y que no se guardaron nada para sí mismos inmolando sus personas por completo en el altar del sacrificio a la fe y la Patria.

No vengo hoy a echar incienso a Franco y a José Antonio, no vengo a presentaros sus personas a la ADMIRACIÓN, de sobra son conocidos por todos los aquí presentes. Vengo a proponerlos a la IMITACIÓN. La situación en que los primeros días de la Cruzada de Liberación dejaban a las Fuerzas Nacionales era prácticamente desesperada en comparación con toda la superioridad de las hordas marxistas. Pero fue la FE CIEGA en la VICTORIA la que hizo que estos dos hombres empuñaran la bandera de la Tradición Española más pura y que tras ellos otros muchos, como un solo hombre, siguieran sus huellas de valor, heroísmo sin medida y de sangre.

No es en los en la superioridad de los medios en lo que tenemos que cifrar la esperanza del triunfo, sino en la SANTIDAD DE LA CAUSA que defendemos. Esto, ellos lo tuvieron muy claro. ES DIOS QUIEN DA LA VICTORIA, no nuestras armas. Recordad la Historia de Gedeón, que con un puñado de hombres venció a un ejército inmenso, recordad la victoria de Israel contra los amalecitas por la oración de Moisés, y más cercanos a nosotros recordad la gesta de Bailén o la defensa del Alcázar de Toledo y tantas otras. Y es que la historia se repite porque “la verdad padece pero no perece”.

“Él debe reinar” (1ª Cor 15,25), el Señor tiene que reinar. Lo necesitamos más que nunca ante el dantesco horizonte actual, ante el GROTESCO SUICIDIO de la civilización occidental, ante la apostasía de la antigua Cristiandad, por “los amarguísimos frutos que este alejarse de Cristo por parte de los individuos y de las naciones ha producido con tanta frecuencia y durante tanto tiempo” (Quas Primas n.24).

Cuando los hombres pretender traer el cielo a la tierra, lo que acaban trayendo es el INFIERNO más cruel, precedido de montañas de cadáveres, de destrucción y de persecución a la Iglesia hasta su aniquilación. Todo tiene su raíz en la Encarnación, porque el cristianismo es la Religión del Dios que se hace hombre, y frente a ella se alzan desafiantes; la religión del dios que NO se hace hombre, del Dios que no interviene ni en el mundo ni en la vida y se desentiende de nosotros –el deísmo de la ilustración, el naturalismo cuyo hijo en política es el liberalismo-; y la religión del hombre que se hace dios –el socialismo, el comunismo y la democracia- que conduce necesariamente al laicismo, como podemos ver que ocurre en nuestra Patria al sustituir la Voluntad de Dios por la voluntad del hombre. Qué cierto es que todo error político, en el fondo, no es más que un error teológico. Escuchemos al Santo Padre Pio XI: “Desterrados Dios y Jesucristo de las leyes y de la gobernación de los pueblos, y derivada la autoridad, no de Dios, sino de los hombres, hasta los mismos fundamentos de la autoridad han quedado arrancados, una vez suprimida la causa principal” (n.16).

Nuestros mártires y héroes pelearon y murieron por hacer realidad la promesa del Corazón de Jesús grabada a sangre y fuero en el Cerro de los Ángeles: “Reinaré en España”. A los que nos encontramos aquí reunidos nos mueve un fortísimo impulso interior, suscitado por el Espíritu Santo, como el que sintieron aquellos hermanos nuestros en la fe, cuando expectantes se reunían por millares en la explanada de Clermont a finales del siglo XI (1095). Cuando escucharon la convocatoria del Papa a la Cruzada le respondieron con un clamor unánime: “¡Dios lo quiere!” y tomando la espada marcharon a la lucha en defensa de la Cruz de Cristo.

La situación actual no admite términos medios, por eso hoy, desde aquí, en nombre de Cristo Rey y por la sangre de todos nuestros mártires y caídos por Dios y por España os convoco a proseguir con la Cruzada, con el espíritu de la Cruzada que es un espíritu de ESPERANZA, de FE CIEGA en la VICTORIA que Dios NOS QUIERE DAR. Nos van a perseguir con más saña hasta intentar por todos los medios nuestra más completa aniquilación pero: “No tengáis miedo”, nos repetía incansablemente el Vicario de Cristo en la tierra, Juan Pablo II... ¡no tengáis miedo!, también os repito yo hoy. LUCHAMOS POR EL SEÑOR, luchamos por el Señor… Por la fe y por la Patria, por el Altar y por la Familia. ¡Dios lo quiere! Va por Ti Dios Nuestro, somos tus soldados y sabemos que ante Ti nunca seremos héroes anónimos.

Nos encomendamos a la intercesión poderosa de la Virgen Inmaculada, María Santísima y de todos los “que hacen guardia sobre los luceros” para que nos bendigan, nos defiendan y fortalezcan para seguir honrando, para seguir IMITANDO a los que nos precedieron combatiendo, siempre “inasequibles al desaliento”, por Dios y por España. Así sea.

Gabriel Calvo Zarraute

jueves, 18 de noviembre de 2010

ESQUELA, RESPONSO Y ACTO EN LA PLAZA DE ORIENTE

Esquela contratada en ABC, La Razón, El Mundo y la Gaceta para el día de hoy. Sale hoy, únicamente, en ABC, La Razón y El Mundo. Aquí la podéis ver. Anuncia responso y acto a las 12 en la Plaza de Oriente.


martes, 16 de noviembre de 2010

DOS ENFOQUES


ANVERSO PREOCUPANTE

Censura

En su reciente viaje, Benedicto XVI formuló una declaración trascendental sobre la situación española, diciendo con absoluta contundencia que “ha nacido una laicidad, un anticlericalismo, un secularismo fuerte y agresivo como lo vimos precisamente en los años treinta, y esta disputa, más aún, este enfrentamiento entre fe y modernidad, ambos muy vivaces, se realiza hoy nuevamente en España” (Zenit, 6 de noviembre de 2010). Pero tan clarísimas expresiones del Sumo Pontífice sobre el renovado ataque irreligioso, fueron rectificadas de inmediato por el vocero papal, Padre Federico Lombardi S.J. Al afirmar que el Papa “no hizo análisis históricos al hablar del anticlericalismo y del laicismo de los años treinta del siglo XX en España, sino que sólo quería recordar un período histórico del país y explicar que hoy la Iglesia busca "el encuentro, no el desencuentro" (cfr. Zenit, 7 de noviembre de 2010). Igualmente puntualizó que al referirse al anticlericalismo de los años treinta en España, “Benedicto XVI no buscaba hacer polémica”.

Corrección

De esta manera, el vocero llegó a decir que “en las intenciones (sic) del Papa hay que excluir la polémica; el pontífice sólo comentó el secularismo en Europa y en España y recordó algunos momentos de la historia”… “Simplemente se refirió al secularismo y en sus palabras no hay que buscar la confrontación”. Acaso en otro tema y circunstancia, semejante galimatías mereciera una sonrisa disimuladora. Pero el intento de corregir las inequívocas palabras e intenciones del Santo Padre, precisamente al alertar cuando manos impías buscan retorcer el espíritu y la historia de España adquiere una significación gravísima. Y se inserta en una peligrosa costumbre que parece haber hecho escuela en los portavoces, buscando acomodar a la “diplomacia” la prescripción evangélica del “sí, sí, no, no”. O enseñando que el Sumo Pontífice “no polemiza” —no discute, no refuta— graves afrentas públicas que interesan a la vida religiosa.


REVERSO CONFORTADOR

Testimonio

Con ánimo antirreligioso y antihistórico el actual gobierno español ha prohibido el ingreso a la basílica del Valle de los Caídos. Una maravilla de Fe y Caridad que sella magníficamente la tragedia española. A causa de la veda, en estos mismos días la comunidad benedictina decidió bajar a las puertas del recinto y allí, al borde de la carretera, celebrar la Santa Misa. Una ceremonia extraordinaria, cuya homilía —de Fray Santiago Cantera Montenegro— verdaderamente también lo fue y vale transcribir algunos de sus pasajes señeros:

“Es preferible una Iglesia mártir —y recordemos que la palabra mártir significa “testigo”— que una Iglesia connivente con el mal por temor a perder un bienestar temporal… Evitemos el odio que pueda surgir en nuestro corazón hacia quienes persiguen la fe. Oremos por ellos y que el amor de Cristo venza el muro del odio. Pero, sin dejar de amarles, sepamos también mostrar nuestra firmeza, porque el Señor está con nosotros y tenemos que defender su heredad, de la que forman parte las iglesias y los lugares de culto… Que podamos decir con convencimiento las mismas palabras que el abad benedictino Santo Domingo de Silos dijera a un rey de Navarra en el siglo XI: “La vida podéis quitarme, pero no más”… Quiero terminar extractando algunos preciosos versos de una canción que entonaban los cristeros mexicanos y que revelan el valor y el anhelo de eternidad que debemos tener. Dicen así: “El martes me fusilan / a las seis de la mañana / por creer en Dios eterno / y en la Gran Guadalupana. […] Matarán mi cuerpo, pero nunca mi alma. / Yo les digo a mis verdugos / que quiero me crucifiquen, / y una vez crucificado / entonces usen sus rifles. […] No tengo más Dios que Cristo, / porque me dio la existencia. / Con matarme no se acaba / la creencia en Dios eterno: /muchos quedan en la lucha / y otros que vienen naciendo. […] ¡Viva Cristo Rey!”

“Que la Santísima Virgen nos alcance del Espíritu Santo el don de fortaleza y haga que la visita del Santo Padre traiga sobre nuestra querida y atribulada España frutos copiosos de una fe recia y de un espíritu ardiente”.

Juan E. Olmedo Alba Posse
Noviembre de 2010

viernes, 12 de noviembre de 2010

A DON ÁLVARO DE BAZÁN


El fiero turco en Lepanto,
en la Tercera el francés,
y en todo mar el inglés,
tuvieron de verme espanto.

Rey servido y patria honrada
dirán mejor quién he sido
por la cruz de mi apellido
y con la cruz de mi espada.

Lope de Vega, 1588



No en bronces, que caducan, mortal mano,
Oh católico Sol de los Bazanes
Que ya entre gloriosos capitanes
Eres deidad armada, Marte humano,

Esculpirá tus hechos, sino en vano,
Cuando descubrir quiera tus afanes
Y los bien reportados tafetanes
Del turco, del inglés, del lusitano.

El un mar de tus velas coronado,
De tus remos el otro encanecido,
Tablas serán de cosas tan extrañas.

De la inmortalidad el no cansado
Pincel las logre, y sean tus hazañas
Alma del tiempo, espada del olvido.

Luis de Góngora y Argote, 1588