martes, 29 de septiembre de 2009

ARCÁNGEL SAN MIGUEL, ¡DEFIÉNDENOS EN LA BATALLA!


LETANÍAS DEL ARCÁNGEL SAN MIGUEL


Kyrie, eleison.
(Señor, ten piedad)
Christe, eleison.
(Cristo, ten piedad)
Kyrie, eleison.
(Señor, ten piedad)
Christe, audi nos.
(Cristo, óyenos)
Christe, exaudi nos
(Cristo, escúchanos)
Pater de caelis Deus, miserere nobis.
(Dios Padre Celestial, ten misericordia de nosotros)
Fili Redemptor mundi, Deus, miserere nobis.
(Dios Hijo, Redentor del mundo, ten misericordia de nosotros)
Spiritus Sancte, Deus, miserere nobis.
(Dios Espíritu Santo, ten misericordia de nosotros)
Sancta Trinitas, unus Deus, miserere nobis.
(Santa Trinidad, un solo Dios, ten misericordia de nosotros)

Sancta Maria, Regina Angelorum, ora pro nobis.
(Santa María, Reina de los Ángeles, ruega por nosotros)

Sancte Michael Archangele, ora pro nobis.
(San Miguel Arcángel, ruega por nosotros)
Sancte Michael, sapientiae divinae fons abundans, ora pro nobis.
(San Miguel, fuente abundante de la sabiduría divina, ruega por nosotros)
Sancte Michael, divini Verbi adorator perfectissime, ora pro nobis.
(San Miguel, adorador pefectísimo del Verbo Divino, ruega por nosotros)
Sancte Michael, quem gloria et honore Deus coronavit, ora pro nobis.
(San Miguel, a quien coronó Dios de gloria y honor, ruega por nosotros)
Sancte Michael, caelestis exercitus princeps potentissime, ora pro nobis.
(San Miguel, príncipe poderosísimo del ejército celestial, ruega por nosotros)
Sancte Michael, Trinitatis sanctissimae signifer, ora pro nobis.
(San Miguel, portaestandarte de la Santísima Trinidad, ruega por nosotros)
Sancte Michael, paradisi custos, ora pro nobis.
(San Miguel, guardián del Paraíso, ruega por nosotros)
Sancte Michael, dux et consolator populi Dei, ora pro nobis.
(San Miguel, caudillo y consolador del pueblo de Dios)
Sancte Michael, splendor et fortitudo militantis Ecclesiae, ora pro nobis.
(San Miguel, esplendor y fortaleza de la Iglesia militante, ruega por nosotros)
Sancte Michael, confortator prgantis Ecclesiae, ora pro nobis.
(San Miguel, confortador de la Iglesia purgante, ruega por nosotros)
Sancte Michael, honor et gaudium triumphantis Ecclesiae, ora pro nobis.
(San Miguel, honor y gozo de la Iglesia triunfante, ruega por nosotros)
Sancte Michael, lumen Angelorum, ora pro nobis.
(San Miguel, lumbrera de los Ángeles, ruega por nosotros)
Sancte Michael, praesidium orthodoxi populi, ora pro nobis.
(San Miguel, asilo del pueblo ortodoxo, ruega por nosotros)
Sancte Michael, sub signo Crucis militantium fortitudo, ora pro nobis.
(San Miguel, fortaleza de los que militan bajo el signo de la Cruz, ruega por nosotros)
Sancte Michael, lux et spes animarum in agone mortis, ora pro nobis
(San Miguel, luz y esperanza de las almas que están en agonía, ruega por nosotros)
Sancte Michael, auxilium tutissimum, ora pro nobis.
San Miguel, auxilio segurísimo, ruega por nosotros)
Sancte Michael, in adversitatibus nostris adiutorium, ora pro nobis.
(San Miguel, ayuda en nuestras adversidades, ruega por nosotros)
Sancte Michael, aeternarum sententiarum proclamator, ora pro nobis.
(San Miguel, proclamador de las sentencias eternas, ruega por nosotros)
Sancte Michael, consolator animarum in purgatorio languentium, ora pro nobis.
(San miguel, consolador de las almas del Purgatorio, ruega por nosotros)
Sancte Michael, animas electorum post mortem suscipiens, ora pro nobis.
(San Miguel, que recibes las almas de los elegidos cuando mueren, ruega por nosotros)
Sancte Michael, princeps noster, ora pro nobis.
(San Miguel, nuestro príncipe, ruega por nosotros)
Sancte Michael, defensor noster, ora pro nobis.
(San Miguel, defensor nuestro, ruega por nosotros)

Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, parce nobis, Domine.
(Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor)
Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, exaudi nos, Domine.
(Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, escúchanos, Señor)
Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, miserere nobis.
(Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten misericordia de nosotros)

V. Ora pro nobis, Sancte Michael Archangele.
(Ruega por nosotros, San Miguel Arcángel)
R. Ut digni efficiamur promissionibus Christi.
(Para que seamos dignos de las promesas de Cristo)

Oremus. Domine Iesu Christe, benedictione perpetua sanctifica nos, et concede, per intercessionem sancti Michaelis illam sapientiam quae doceat nos thesaurizare thesaurum in caelis, et pro temporalibus, aeterna bona eligere. Qui vivis et regnas in saecula saeculorum. R. Amen
(Oremos. Señor Jesucristo, santifícanos con tu perpetua bendición y concédenos por intercesión de San Miguel aquella sabiduría que nos enseñe a acumular tesoros en el cielo y, en las cosas temporales, elegir los bienes eternos. Que vives y reinas por los siglos de los siglos, R. Amén.)

"San Miguel Arcángel,
defiéndenos en la batalla.
Sé nuestro amparo
contra la perversidad y asechanzas
del demonio.
Reprímale Dios, pedimos suplicantes,
y tú Príncipe de la Milicia Celestial,
arroja al infierno con el divino poder
a Satanás y a los otros espíritus malignos
que andan dispersos por el mundo
para la perdición de las almas.
Amén."

viernes, 25 de septiembre de 2009

LOS POLÍTICOS QUE APOYAN EL ABORTO NO PUEDEN RECIBIR SACRAMENTOS

Aunque no es nada nuevo, de vez en cuando hay que repetirlo. Y sobre todo, advertir a quien esté en esa situación.

Monseñor Burke asegura que los políticos que apoyan el aborto no pueden recibir los sacramentos

El Arzobispo Prefecto de la Signatura Apostólica, Monseñor Raymond L. Burke, ha asegurado en Wahsington que los políticos que apoyan el derecho a abortar y el matrimonio gay no pueden recibir los sacramentos sin arrepentirse públicamente de sus actos. «No es posible ser católico practicante y comportarse de esa manera», aseguró monseñor Burke en el encuentro organizado por InsideCatholic.com en el Mayflower Hotel de la capital de los EEUU. Sus palabras reavivan la polémica tras el reciente funeral multitudinario con motivo de la muerte de Ted Kennedy, senador demócrata pro-abortista.

La intervención del Prefecto de la Signatura Apostólica en la gala anual de InsideCatholic.com, levantó los aplausos de los presentes al referirse a la situación de los políticos que pretenden ser católicos a la vez que apoyan la cultura de la muerte. "A tales políticos no se les debería administrar ni la Sagrada Comunión ni los ritos funerarios", sentenció monseñor Burke, quien aseguró que "denegar los sacramentos no es un juicio definitivo sobre sus almas sino un reconocimiento del escándalo y sus efectos".

"Debemos tener el coraje de mirar a la verdad cara a cara y llamar a las cosas por su nombre", afirmó el arzobispo, que indicó que eso implica que para que un político que ha apoyado públicamente el derecho al aborto pueda volver a recibir los sacramentos, su arrepentimiento ha de ser igualmente público.

El Prefecto de la Signatura Apostólica rechazó igualmente que su postura suponga una ruptura en la necesaria unidad de la Iglesia sobre esta cuestión. "La unidad de la Iglesia está fundada en la predicación de la verdad en el amor. Esto no destruye la unidad sino que ayuda a restaurar una brecha en la vida de la Iglesia", sentenció el arzobispo.

No es la primera vez que monseñor Burke se manifiesta en ese sentido. Cuando era el arzobispo de San Louis se caracterizó por ser uno de los prelados nortamericano más activo contra los políticos católicos que se separaban públicamente de la moral católica en el derecho a la vida y el matrimonio gay.

Sus palabras vuelven a avivar la polémica provocada por el reciente funeral multitudinario tras la muerte del senador demócrata Edward Kennedy, quien se caracterizó por ser uno de los más ardientes defensores del "derecho" a abortar de las mujeres. La presencia de S.E.R Sean O´Malley, cardenal arzobispo de Boston, en el funeral provovó una ola de protestas entre los católicos conservadores de EEUU. Ahora, el responsable de la Signatura Apostólica en el Vaticano asegura no sólo que no debería de celebrarse un funeral público a políticos de la trayectoria de Tede Kennedy, sino que se debería de impedir la celebración de cualquier tipo de funeral, incluso privado.

Noticia aparecia en Infocatólica.com

jueves, 24 de septiembre de 2009

LA NOCHE ESTÁ AVANZADA

Se nos predicó un día la íntegridad de la Verdad para hacerla defensa y lucha. Para ser conscientes del mal actual y ser capaces de dar testimonio. Seguimos sosteniendo lo que nos enseñaron aunque otros arríen la bandera. Aquí está rubricada la predicación.

Situación

Todos percibimos la densidad de las sombras que nos envuelven junto a pequeños centelleos de luz. Sobre nosotros está cayendo la noche: «esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas». También Jesús vivió esta experiencia, por la que los cristianos y la Iglesia han de pasar para asemejarse al Maestro. Y también sobre España y sobre Europa. No podemos creer que las cosas puedan seguir por mucho tiempo como están, ni que puedan empeorar indefinidamente, aunque sí que puedan agravarse de una manera inusitada. Hemos entrado en la «noche oscura»; que cada uno encienda o avive su luz para impedir que las sombras nos sumerjan.

No sólo se ha enfriado la caridad de muchos, como había advertido el Evangelio (cf. Mt 24,12), sino que han renunciado, al menos momentáneamente, a entender y vivir su condición humana y divina.

Pero la ruina espiritual, de la que todos somos responsables, no va a venir sola. Cuando una sociedad se ha vaciado, sistemática y concienzudamente, de los valores espirituales, morales y humanos, hay que esperar cualquier catástrofe.

En este contexto, no se puede hablar de que estemos en el tiempo del hombre, por mucho que las apariencias y la interpretación común así nos lo aseguren. No lo estamos al menos por dos razones: el hombre está ausente de sí mismo en la medida en que Dios lo está de él: el hombre se anula cuando anula su ecología sustancial: el aire, la luz y la energía en la que subsiste, es decir, Dios. Por tanto, es el tiempo del eclipse del hombre, a pesar de su actividad multiforme, que sólo sirve para encubrir el vacío. No es el tiempo del hombre, además, porque es más bien el tiempo de su adversario, de Satán, «príncipe de este mundo», cuyo halago hacia él le asfixia y le suplanta.

El tiempo que vivimos sólo puede ser entendido desde la teología de la historia. Como todos los tiempos, especialmente éste es el tiempo de Dios. Tiempo fundamentalmente teológico. Tiempo decisivo, en el que el Mal está dando su última batalla contra Dios y contra el hombre, y en el que se juega la suerte de ambos. Todos los tiempos son teológicos y todos los hombres son realidades teológicas: lo histórico es sólo la expresión que adquiere en el tiempo el proyecto de Dios sobre el hombre. Para su cumplimiento previsto, Dios prepara hoy su regreso y el del hombre.

Así es desde la primera página del tiempo y del hombre: la acción creadora de Dios que puso en marcha el tiempo, las cosas y los seres que desarrollan su actividad en él; la acción del hombre que se despliega a sí mismo en obediencia o en oposición al plan de Dios. Nadie puede evadir esta dimensión, aunque tantos la ignoren. Fuera de este marco teológico nos arriesgamos a no entender nada: ni del hombre ni de su historia.

Todo lo que somos y todo lo que sucede pertenece a la historia de Dios en nosotros. No tenemos una historia propia aunque esté hecha por nosotros, aunque sea la historia de nuestra libertad. Pero es libertad en relación al proyecto y al destino inscrito en cada una de las historias personales. Por eso, a veces el resultado es un subproducto humano, irrelevante en el cómputo final, cuando no ha habido afinidad con Dios; cuando la libertad ha errado obstinadamente la elección correcta.

Cada vez hay menos tiempo para los recursos y las soluciones humanas: hemos avanzado demasiado en el camino de la negación y de la irracionalidad; hemos destruido demasiados soportes. Sin embargo, hay que actuar como si todo dependiera de nosotros.

En este sentido, es necesario subrayar que lo que más daño hace a la sociedad humana y a la Iglesia es la irresponsabilidad de los cristianos y en especial de los ministros de Dios, el descompromiso con su fe o con su función. Porque ellos han conocido la verdad y poseído la gracia, que les posibilita para ser luz y sal de la tierra. El problema es que los creyentes estamos llenos de vacilaciones y desconfianzas, que nos pesa la soledad en que nos quedamos, que nos atenaza el sentimiento del ridículo y nos tienta la libertad de quienes se han ido o nunca han estado. El problema es que no amamos lo que creemos, y sí creemos con bastante más fuerza en lo que el mundo nos invita a amar. El problema es que la concupiscencia de la vida nos resulta más poderosamente atractiva que el amor del Evangelio. Dios, en cambio, sí ama y cree en el hombre.

Entretanto, asistimos al intento de eliminación de algunos de los soportes fundamentales del cristianismo. Por una parte, las Sagradas Escrituras, sobre todo las que se refieren a Jesús, mediante el ataque frontal a su historicidad y, como consecuencia, a la teología, a la fe y la Iglesia. Ellos representan el soporte estructural de cristianismo. Por otra, los soportes humanos. Ante todo, el sistema de cristiandad, que ha sido el vehículo y memoria de la historia y cultura cristianas, a pesar de todas sus sombras, y dentro de ella el agotamiento, bien que no consumado, de uno de sus puntales más representativos: España. Mucho más que en 1982, hoy está vigente el apremio: «España, sé tú misma», no sólo por lealtad a su historia, sino por fidelidad a Cristo.

Sintetizando, «nuestra heredad ha sido entregada a los bárbaros» (Lam 5,2). Posiblemente, los acontecimientos ya están fuera del control humano, y desde luego hace mucho que la solución está fuera de los cauces políticos. Ante este desafío total la mayor parte «hemos decidido afrontar solos la tormenta» (Dozulé), pero la historia permanece bajo el señorío de Dios.

Reacción

Se diría que alguna epidemia súbita ha anulado todas las defensas y aletargado todas las sensibilidades frente a este retroceso del espíritu humano a su prehistoria. Pero, en realidad, no nos debe sorprender. Desde los tiempos del profeta Daniel, y sobre todo en el NT, habíamos sido advertidos de las conmociones que esperaban a la humanidad y en especial al pueblo y a la Iglesia de Dios.

Es necesario que mantengamos una atención extremada a los «signos de los tiempos» a fin de comprender mejor el sentido de los acontecimientos. Estamos sumergidos en demasiadas historias entrecruzadas, demasiado enigmáticas en su interpretación, demasiado imprevisibles en su desenlace. Que el que tenga oídos para oír, oiga y el que tenga ojos que vea.

Verdaderamente, como dice san Pablo, «la noche está avanzada. Por eso, dejemos las actividades de las tinieblas y tomemos las armas de la luz» (Rom. 13,12). No sabemos qué hora es de la noche, y como el profeta preguntamos: «vigía, ¿cómo va la noche?; dinos: ¿cuánto queda de la noche?» (Is 21,11). Pero sí sabemos, en cambio, lo que ocurrió una vez en el centro de la noche: «cuando todas las cosas estaban sumergidas en un profundo silencio, y la noche se hallaba en su punto más alto, la omnipotente Palabra de Dios descendió a nosotros desde su sede real» (texto de la liturgia de Navidad).

A la acción de Dios, que indudablemente se producirá, hemos de unir la nuestra: «el que tenga bolsa y dinero cójalo y compre una espada, y el que no lo tenga que venda su manto y la compre» (Lc 22,36). Es decir, hemos de estar bien pertrechado s para reaccionar ante la situación. Como escribe Pascal: «así como es un crimen perturbar la paz donde reina la verdad, es también un crimen mantenerse en paz cuando se destruye la verdad».

Es imprescindible desterrar las posturas acomodaticias: lo imperativo hoy, para cualquier mente lúcida, es ir contra corriente, tener voluntad de reacción, saber decir no frente a la sumisión de] hombre de nuestro tiempo a la demencia que le envuelve. En la insinuación a la práctica de lo políticamente correcto hay una invitación directa a la deserción. Ahora bien, como Cristo, el cristiano ha de ser «el testigo fiel y veraz» (Ap 3,14; 19,11). «Todo espíritu que no confiesa que Jesús es Dios pertenece al anticristo» (1Jn 4,4). El cristiano ha de tener en su corazón y en sus labios la misma palabra del arcángel Miguel: « ¿Quién como Dios?», y la afirmación de fe propia del cristiano: «Jesucristo es Señal para gloria de Dios Padre» (Fil2, 11). «Lo que necesita el cristiano cuando es odiado por sus enemigos, no son palabras persuasivas, sino grandeza de alma» (S. Ignacio de Antioquia, siglo II).

Es preciso poner orden en el hombre, ponerlo en orden consigo mismo, en su corazón y en su inteligencia; levantar un muro ante el desconcierto que nos invade. Lo cual exige restablecer el orden de las relaciones y de la armonía entre el hombre y Dios. A todos se nos dice en el libro del Apocalipsis (17,5): «Pueblo mío, sal de Babilonia, la gran prostituta, para no haceros cómplices de sus pecados, ni víctimas de sus plagas». O como se añade entre las recomendaciones últimas del mismo Libro (22,11): «El que sea justo que crezca en justicia; el santo que se santifique todavía más».

A pesar de los nubarrones y las amenazas debemos decir: « ¿quién podrá separamos del amor de Cristo: la aflicción, la angustia, la tribulación, al hambre, la desnudez, el peligro, la espada?». Estamos todos en la semana de Pasión, pero también esta semana terminará en Domingo de Resurrección. Entretanto, es preciso que cada uno de nosotros asuma su cruz, porque «el que no toma su cruz y me sigue no es digno de Mí» (Mt 10,38). «Llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nosotros» (2 Cor 4, 10).

Esperanza

El hombre occidental viene persiguiendo la regeneración desde hace varios siglos: a través del humanismo, de la «Reforma», la filosofía, la Ilustración, la ciencia, el progreso, el cambio y la innovación permanentes. Pero esta regeneración se ha revelado como degeneración, decadencia y crepúsculo, más allá de tantos logros materiales. Ha pretendido la «muerte de Dios» pero es el hombre el que ha sucumbido. Para su resurgimiento no basta y no es posible el solo restablecimiento moral.

La perspectiva cristiana sólo tiene a la vista un camino de regeneración: la que parta de las claves teológicas del hombre que le devuelvan los datos fundamentales acerca de sí mismo en orden a la realización exacta del proyecto humano. Regeneración a través del re-nacimiento del que hablaba Jesús a Nicodemo: «el que no nace de nuevo, mediante el agua y el Espíritu, no puede entrar en el Reino de los cielos» ni en una nueva realidad humana.

San Pablo advertía: «despojaos del hombre viejo, que se ha ido desintegrando seducido por sus deseos; cambiad vuestra actitud mental y revestíos del hombre nuevo, creado a imagen de Dios, según la rectitud y santidad de la verdad» (Ef. 4,24). Entonces se hará posible el surgimiento de los cielos, la tierra y el hombre nuevos, a la voz de Aquel que dice: «ahora hago nuevas todas las cosas». Necesitaremos la infusión de un corazón y de un espíritu nuevos. Por tanto, un nuevo bautismo, un nuevo Pentecostés, una nueva criatura: una renovación de la naturaleza humana, que requerirá, probablemente, una intervención extraordinaria de Dios a fin de acercarla a su pureza y energía originales. Y ello será con nuestra colaboración o contra nuestra oposición. El orden de la naturaleza y de la creación debe ser restablecido porque así lo exige la armonía de la obra de Dios.

Regeneración que ha de dar comienzo en cada uno de nosotros, sin esperar a mirar alrededor para ver cómo va en los otros. Lo cual requiere desde ahora la movilización de todos los recursos espirituales, porque sabemos que si los humanos están casi anulados, los sobrenaturales permanecen intactos.

Se trata, decía san Cirilo de Jerusalén en el siglo III, de «adquirir una nueva configuración celeste, de transformar nuestra naturaleza mediante la incorporación del Espíritu Santo en nosotros, lo que permite que ya no nos tengamos simplemente por hombres sino por hijos de Dios». La posibilidad de renovación en cualquier organismo viene no de lo que cambia, sino de lo que es inmutable, de lo que constituye el propio ser. El ser se renueva únicamente en su propia energía, en fidelidad a sí mismo.

«Os escribo, jóvenes, que ya habéis vencido al maligno, que sois fuertes porque la palabra de Dios permanece en vosotros: no améis al mundo ni lo que hay en el mundo (las pasiones de la carne, la codicia de los ojos, la arrogancia del poder), porque eso no procede del Padre» (l Jn 2,13-17).

Para mantenemos, o recuperar, esta juventud será imprescindible enraizarnos más profundamente en Cristo, en la Iglesia, en la fe, en los sacramentos, en María, en la oración, en la virtud, y prepararnos para la prueba, no futura, sino ya presente: «a vosotros se os ha concedido el privilegio de permanecer al lado de Cristo, no sólo por creer en Él, sino por sufrir por Él» (Fil. 1,29). Debemos recordar también que la oración es maestra suprema de sabiduría. Ella proporciona la máxima capacidad de crítica y de análisis. La oración no permite falsear la realidad, porque pone ante la Luz, ante la Verdad. Oración que permite beber en las fuentes de la verdad, captar los signos de los tiempos. Ambas cosas son indispensables para tener ojos en esta noche.

Es la hora del testimonio, de ser ahora los testigos de Cristo, porque apenas merece la pena sobrevivir en la sociedad actual más que para dar testimonio de Él o, como decía el mismo Cristo, para dar testimonio de la verdad.

Actualmente es tiempo de máxima expectativa: para nosotros porque estamos a .la espera de los resultados del desafío a Dios; y también para Él, que está en «vigilia de armas», en vísperas de entrar en acción, como en la Vigilia Pascual que precedió a la salida de Egipto, camino de la liberación, que llegaría después del desierto y sus pruebas, antes de alcanzar la tierra prometida. Dios está preparado para hacer, de nuevo, frente a Egipto, para derribar las torres de Babel (o de papel, es lo mismo), porque «esta es una guerra de Dios» (1 Sam. 17,47).

Es la hora de la fe y de la esperanza inquebrantables en sólo Dios. Sólo Él tiene presente y futuro: el de la eternidad, pero también el de la historia: Él es el viviente, el Alpha y la Omega, el primero y el último, el principio y el fin, «suyo es el tiempo y la eternidad» (liturgia de la Vigilia Pascual). En realidad, todos los tiempos son suyos. Dice en el Apocalipsis: «El que es va a llegar en seguida» (22,12): «en un momento haré llegar mi victoria, mi brazo gobernará los pueblos; me están esperando las naciones, ponen en Mí su esperanza» (Is 51, 4).

Porque Él es Aquel que tiene las únicas palabras de vida eterna, el único que puede decir: «Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no camina en tinieblas» (In 8,12). Por eso, Él es la «piedra que, aunque desechada por los constructores, llegará a ser la piedra angular» (Hch 4,11). A Él le pertenece la realidad integral: humana y cósmica, según lo que está predicho: «este es el plan trazado desde antiguo: recapitular en Cristo todas las cosas» (Ef. 1,10), porque «el designio de Dios es que todo tenga a Cristo por Cabeza» (Ef. 1,22), según lo que Él mismo había afirmado: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Así pues, «no temáis, Yo he vencido al mundo» (Jn. 16,33). De Él está escrito: «Él será nuestra Paz» (Ef. 2,14); Él es la Verdad y la

Esperanza del mundo. Con todos los que le esperé también nosotros repetimos: «ven, Señor Jesús» (, 22,20).

Contamos también con María, la Mujer cuya planta aplasta la cabeza del dragón y tiene a sus pies (media) luna (cf. Ap 12,1). La Madre que repite nuevo a su Hijo: ya no les queda vino: se les ha agotado la gracia, la vida, la luz, el amor; han agotado tu Evangelio, y que dice a los hijos: haced lo que os diga. María, la gloria de nuestro pueblo «de igual modo que María hizo entrar a Cristo en el mundo primera vez, Ella prepara el camino para hace triunfar la segunda vez» (San Luis Mª Grignion de Montfort).

Contamos con las espadas del Apocalipsis: la espada de la boca de Dios con la que peleará con1 los heresiarcas (2,16); la gran espada que se dio a los jinetes encargados de sembrar las plagas de Dios sobre la tierra (6,4,8); o la de los jinetes celestes que llevan en sus bocas agudas espadas para herir a las naciones que se oponen al reinado del Verbo (19,15).

Contamos con las generaciones de creyentes (nos han precedido, aquellos que han repetido: Dios ha sido siempre nuestro orgullo, y lo han servido como seguramente ningún otro pueblo lo ha hecho. Contamos con todos los guerreros de Dios, los de anteayer y los de ayer; con nuestros santos, pequeños o grandes, conocidos o desconocidos; con nuestros místicos, apóstoles y misioneros; con nuestros mártires: ¿quién ha sido tan fecunda en ellos como España? Todos ellos están en pie de guerra por España. Y por si no se hubieran enterado, vamos a despertarlos nosotros.

Nosotros, tan pequeños y tan pocos, somos realidad mucho y muchos más de lo que aparentamos. «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» Como a Israel, también a nosotros se nos dice: «te pondré como un muro frente a el como muralla de bronce inexpugnable; lucharán contra ti y no te podrán, porque yo estoy contigo» (Jer. 15, 20,21). «Los reyes de la tierra combatirán contra el Cordero, pero el Cordero los vencerá, porque es Señor de señores y Rey de reyes» (Ap 17,14). Dios es siempre «Dios con nosotros». Por eso, somos los moribundos que están bien vivos» (2 Cor. 6,9).

Alguien ha venido para «reunir el rebaño antes de que oscurezca».

Fray Anselmo Álvarez Navarrete
Abad Mitrado del Valle de los Caídos
2006

martes, 22 de septiembre de 2009

EL ABAD DEL VALLE DE LOS CAÍDOS O EL CAMBIO DE SEÑOR A VASALLO

Hace dos años, el Abad mitrado del Valle de los Caídos, don Anselmo Álvarez, nos predicaba estas excelentes palabras -que se pueden leer a continuación- en la Misa funeral por Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera, el 17 de noviembre de 2007. Podríamos resumirlas con la frase evangélica "buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura". Poco tiempo ha pasado desde entonces. Ahora el Abad Anselmo, contra lo que él mismo sostuvo, y priorizando la libertad, el bienestar y "la añadidura", rechaza celebrar la Santa Misa el sábado más próximo al día 20 de noviembre por las almas de dos católicos. Nosotros seguimos pensando como él hace no mucho y nos hacemos eco de sus palabras pasadas para su autopredicación.

Ángel de la Cruz



Fragmento de la homilía del Abad del Valle de los Caídos

En el Valle de los Caídos todo tiene como referencia la Cruz. La misma que ha estado siempre presente en nuestra historia personal y colectiva. Una vez más tenemos que acogernos a ella como lugar de encuentro y de esperanza en esta hora de España. Esa Cruz que permanece inmóvil e inmutable, como todo lo que ella representa en cuanto memoria, a la vez, de Dios y del hombre. Ella es luz en nuestro camino, vigía amorosa de nuestros días, puente entre las generaciones que nos han precedido y seguirán. Ella continúa siendo el signo del precio por nuestros pecados y desvaríos, también los de hoy. Una cruz que ha crecido tanto como esos pecados, pero también como el amor con que siguen siendo redimidos.

Pero se diría que nos estamos distanciando cada vez más de esta sombra de la Cruz, como si quisiéramos eliminar los vestigios de su presencia entre nosotros. Es como si una esponja estuviera barriendo la mente y el alma de los españoles y disipando las huellas del pasado marcado por ella. Lo que nos han traído los tiempos inmediatamente pasados no ha sido sólo unos cambios en el régimen de gobierno de nuestra sociedad, sino la amenaza de la quiebra histórica y espiritual de nuestra nación.

Lo que ha ocurrido ha sido ante todo la ruptura histórica con el pasado, una metamorfosis cultural e ideológica que ha anulado las ideas sustentantes de España, ante todo las de raíz espiritual. De hecho, nos estamos dejando arrebatar el alma a cambio de un plato de libertad y bienestar, de una libertad que, con palabras del profeta Baruc, nos ha convertido “en vasallos, no en señores”.

“La sociedad española se está dejando desvertebrar casi sin una réplica” (“Vida Nueva”..), en un proceso de disolución acelerada y fervorosa. Pocas veces un pueblo ha girado tan bruscamente sobre sí mismo para darse la espalda y no reconocerse; pocas veces una nación ha apagado tan súbitamente su luz y su memoria.

Hemos olvidado de improviso que primero es el espíritu y después todo lo demás, porque todo lo demás es humano cuando está inspirado en lo más hondamente humano: el espíritu. Por eso, hay libertades que oprimen: precisamente las que ahogan el espíritu. Es opresiva la libertad que se erige contra Dios, contra la verdad y el bien, o contra el derecho y la justicia, porque son, en ese caso, libertades que se vuelven contra el hombre. La libertad que escapa a la esfera del espíritu escapa a ella misma, escapa al hombre, porque el hombre es su espíritu, es decir, su hálito divino, la fuente de su fuerza creadora y rectora.

Don Anselmo Álvarez Navarrete
Abad Mitrado del Valle de los Caídos
Homilía 17 de Noviembre de 2007

lunes, 21 de septiembre de 2009

CARTA ABIERTA E INDIGNADA A "DON OPAS", ABAD DEL VALLE DE LOS CAÍDOS


Como siempre, como viene ocurriendo desde 1975 --y antes, casi desde la mitad de los sesenta por lo menos, que conste--, no son ellos, los enemigos de Dios y de España quienes por su inteligencia, preparación, valor o siquiera agallas --que nada de ello tiene en realidad-- ganan y se salen con la suya. No y no, que nadie se engañe. Por desgracia, son los de siempre, es decir, aquellos que se dicen defensores de Dios y de España, los que más deben a aquellos que dieron todo, hasta la vida por Dios y por España, los que haciendo gala de una cobardía monumental, de un complejo asqueroso, de una falta de fe y de patriotismo absolutos, les entregan en bandeja tanto a Dios como a España.

Los hijos de la oscuridad vencen sólo porque los que se dicen hijos de la Luz no hacen nada o.... mejor dicho y peor aun, sí hacen, hacen todo lo que está en sus manos para que el Mal triunfe.

Parece que este año el milagro del Valle de los Caídos no va a ser posible; decimos parece porque aun está por ver lo que determina la Divina Providencia que es quien lo realizaba. Como hemos dicho desde que comenzamos nuestra andadura, en el Valle de los Caídos, cada Sábado anterior al 20-N, se venía realizando un milagro. En ese día, sin convocatoria oficial; con la que viene cayendo desde hace décadas; a pesar del relevo generacional que la naturaleza venía imponiendo y, el año pasado, mal que le pesara a esos que se creen guardias civiles y que en realidad no son sino patéticos marcianos --tanto que hasta van de verde--, unas 8.000 personas de todo tipo y condición, acudían y pagaban por asistir a una Misa de funeral por el eterno y glorioso descanso de las almas del Caudillo y de José Antonio.

No hay un caso igual en la historia de la Humanidad; es decir, que tal número de personas se siguiera concentrando en memoria de un estadista muerto hace ya más de treinta años --del que nada pueden esperar--, y al que además es deporte nacional vilipendiar en contra de toda razón y verdad. No hay un caso igual; y puesto que el hecho es inexplicable, hay que concluir que es un milagro patente.

Pues bien, lo que no ha podido ni el paso del tiempo, ni las miles de trabas de todo signo que se han puesto a lo largo de estos años, sobre todo de los últimos; lo que los hijos de la oscuridad tampoco han podido, que es cortar un acto que les sacaba de quicio, puede que se produzca, como siempre, por la traición del de dentro, en este caso de usted, del propio abad del Valle de los Caídos. Es decir, que de nuevo no es el enemigo, sino el traidor interno, el causante del desastre.

Señor abad, sepa que sus homilías en dichos funerales nos parecieron siempre, año tras año, infumables por ladinas, apocadas, temerosas, cobardes y hasta faltas de caridad, especialmente las últimas que destilaban miedo, cobardía y apuntaban ya a la traición que ahora comete; usted se lo debe todo al Caudillo, pues el Valle que rige fue empeño suyo, Ahora, usted le niega hasta la Misa de funeral. Sepa, señor abad, que es de bien nacidos ser agradecido; pues bien, aplíquese lo contrario

La nota en la que nos comunica su traición, no se la cree ni usted. En ella no sólo no da razones, sino tampoco, siquiera, pobres excusas, pues ni a eso llegan sus penosas explicaciones; y recuerde: “Excusatio non petitas; acusatio manifiesta”. Y es que justificar lo injustificable, que es lo que usted ha pretendido, es, créanos, tontería por imposible.

Y, además, nos insulta. Porque mire usted, señor abad que nunca se enteró de nada: en el funeral nuca hubo ni apología ni nostalgias, como usted dice, sino fervor, oración, recuerdo y memoria y, a la salida, fuera de la basílica, explosión de patriotismo, de ese del que usted carece y por ello tergiversa y confunde.

En su nota, usted habla de "guerra civil", cuando nuestra guerra fue una "CRUZADA" --a ver si usted y sus compañeros de hoy se quieren enterar de una vez--, pues así está declarada por la propia Iglesia contra la cual usted ahora dispara, y así la entendendieron los que en ella lucharon y murieron por Dios y por España, por salvar la Fe y la civilización, por salvarle a usted que hoy es lo que es por ellos, por esos a los que usted ahora fusila; usted habla también de “caídos”, equiparando --como se viene haciendo ahora con el terrorismo--, a víctimas con verdugos, pues sepa de una vez que “caídos” sólo son los que lo hicieron por Dios y por España en el campo de batalla o en la siniestra checa. Los otros no lo son porque luchaban contra Dios y contra España, por la revolución, la barbarie y la imposición del marxismo que, junto con la democracia en la actualidad, son los sistemas de que se vale el Maligno para someter a los pueblos a su tiranía maldita que tantas almas se lleva al Infierno, que, por cierto, y por si tampoco se quiere enterar, existe; vaya que si existe. Habla usted también de "reconciliación", pues sepa que como católicos practicantes que somos --y que al contrario de lo que destila su nota, no nos resignamos a dejarnos infectar del relativismo que hoy impera y que es la herejía de las herejías--, rezamos no por la "reconciliación", que es término equívoco y filomasónico muy en boga, eso sí --otra prueba más de por dónde van las cosas--, sino por la conversión de los pecadores que es lo que reiterada e insistentemente predicó Nuestro Señor, pues sólo cuando todos nos convirtamos de verdad el mundo será lo que Él quiere que sea: Su reino en la Tierra; déjese de “reconciliaciones” "democráticas" que ya ve a dónde nos han llevado --por haber creído en ellas entre otros tontos útiles, usted--, y recuerde que lo esencial es que los pecadores nos convirtamos. Y ello sólo se produce cuando: primero, se reconoce el pecado; segundo, se siente un profundo dolor por él y por el daño causado; tercero, se reconoce y se pide perdón y, cuarto, se hace expreso deseo de firme propósito de enmienda. Sin esos puntos todo es baladí. Vaya usted a los hijos de la oscuridad y mire a ver si su “reconciliación”, que es la que usted pregona en su nota, supera el examen. La "reconciliación", la supuesta "tolerancia", los "derechos" y demás falsedades han creado esta sociedad hundida como nunca antes en un estado de crisis moral que ya ha evlucionado, como no podía ser de otra forma --con la complicidad de los que como usted callan por no molestar o por preferir ser "tolerantes", en pura y dura degeneración, aberración y triunfo del Mal que ha conseguido que lo anormal, lo más anormal, sea norma y normalidad. No nos alargamos más, aunque quedan en el “tintero” miles de cosas más por decirle.

En su conciencia queda servir de eslabón fundamental de la destrucción de la fe en España, y de la propia España, que ya bastante mal andan las dos. Aun puede dar marcha atrás. Recuerde que de nada vale ganar el aplauso del mundo --y ya verá como en breve ciertos de medios y sectores le van a aplaudir--, si con ello consigue el abucheo del Cielo. No se haga usted continuador de aquellos de infausta memoria que desde los sesenta socavaron los cimientos de la Iglesia y de España.

Por último, si cree que por llevar a cabo esta traición, los hijos de la oscuridad le van a respetar o... van a cesar en su empeño por ver el Valle cerrado y destruido, está usted en un craso error, pues además de que no pagan a traidores, se lo cerrarán y lo derribarán; nosotros, por nuestra edad, D.m., lo veremos llenos de san ira y sufriremos tal dolor que ofreceremos por la remisión de nuestros pecados, pero también le veremos a usted --y eso no nos causará daño alguno--, salir de él para nunca más volver hundido por el peso de su propia traición e indignidad.

Sólo hay una forma de evitarlo: ni un paso atrás; no rendirse jamás; antes morir en él, que entregarlo; dejarse de escrúpulos legalistas --por cierto, no invoque la Ley de la “Mentira” Histórica para su traición porque en ella no hay nada que le obligue a suspender funerales--; valor, señor abad, valor, ánimo, fortaleza y, como recomendó el Caudillo al salir de Canarias el 18 de Julio de 1936, aun en la gran incertidumbre de lo que el futuro le depararía: Fe, fe y fe; que con que se tenga un grano de mostaza de ella, se mueven montañas.

Paco Berrocal

jueves, 17 de septiembre de 2009

73 ANIVERSARIO DE LA LIBERACIÓN DE TOLEDO Y SU GLORIOSO ALCÁZAR

Más información sobre los actos en honor a Santa María del Alcázar pinchando sobre la imagen.

GUERRA JUSTA

La guerra, es el enfrentamiento humano que ha arrebatado la existencia al mayor número de seres a través de los siglos. La guerra es, por ello, una cuestión obsesionante, jamás agotada, que desasosiega al hombre, y hasta tal punto que posiblemente el sustantivo guerra, considerado una y otra vez, sea el que más adjetivos calificativos pueda mostrarnos para identificar sus variedades o facetas. Se habla así de guerra justa, de guerra divinas, de guerra santa, de guerra ofensiva y defensiva, de prevención y de agresión, de movimientos y de posiciones, de guerra sin cuartel, total, a muerte, de aniquilación y de exterminio, de guerra convencional, de guerra nuclear, de guerra a.b.c. (atómica, bacteriológico y química), de guerra de las galaxias, de guerra civil, de guerra de liberación, de guerra fría, subversiva y revolucionaria, de guerra de guerrillas y de guerra sucia.

La guerra, en todo caso, decía Juan Pablo II el 1 de enero de 1980, «va contra la vida (y) se hace siempre para matar», y en Hiroshima, el 25 de febrero de 1981, afiadió que «la guerra es la destrucción de la vida humana..., es la muerte». Por eso el Papa pide «una nueva conciencia mundial contra la guerra (y hace) un llamamiento a todo el mundo en nombre de la vida».

Ahora bien, si la guerra, en frase de Pío XII, es una «indecible desgracia» (24 de diciembre de 1939), será preciso examinar si, ello no obstante, no sólo se impone como una necesidad biológica, como un corolario de la naturaleza humana decaída de su estado original, sino también como un medio, por terrible que sea, para mantener el derecho que la comunidad política tiene a subsistir. Si la posibilidad de un injusto agresor no puede descartarse y, como demostramos en artículo anterior, la legítima defensa es un derecho del hombre, y hasta un derecho-deber, ¿no será también un derecho y hasta un derecho-deber de la comunidad política apelar a la legítima defensa, es decir, a la guerra, para oponerse a la guerra como agresión injusta de otra u otras comunidades políticas? Por el contrario, siendo la guerra en sí misma injusta, ¿no será, recurrir a ella, en ningún caso posible, ni siquiera para rechazar la que injustamente ha promovido el adversario? El dilema girará, en última instancia, en torno a uno de estos dos postulados: «Si vis pacem para bellum» y «paz a cualquier precio y a toda costa». Ahora bien, como en uno y otro caso lo que se pretende haciendo la guerra o negándose a hacerla es la paz, conviene que nos detengamos en dos temas fundamentales: en el concepto exacto de paz y en la guerra como derecho -«ius ad bellum» para conseguirla.

Por lo que se refiere a la guerra como derecho, se pueden registrar tres posiciones distintas, a saber: la que estima que hay, en determinadas circunstancias, un derecho natural a la guerra; la que entiende que toda comunidad política, por el hecho de serlo, goza de un derecho legal para hacer la guerra, y la que asegura que la guerra es siempre un crimen y jamás un derecho.

La guerra como un derecho natural o «bellum justum»: Royo Marín (ob. cít., pág. 690) escribe que «una nación injustamente atacada tiene un derecho natural de legítima defensa». Por su parte, Ives de la Briere, S. J. («El derecho de la guerra justa», Jus., México, 1944, pág. 87) explicita este punto de vista al afirmar que ese ataque injusto puede producirse no sólo en caso de invasión, en cuyo caso «vim vi repellere omnia jura permittunt», sino también cuando, sin que haya invasión, se viola el derecho de manera cierta, grave y obstinada, con manifiesta culpabilidad moral e injusticia voluntarias.

La guerra como derecho legal o «bellum legale»: la doctrina del «bellum justum» quedó maltrecho y vicíada en su misma raíz cuando fue sustituida por la del «bellum legale», conforme a la cual la guerra sigue siendo un medio, pero no para defender la justicia e imponerla restaurándola, sino como un medio de política internacional del Estado. En esta línea de pensamiento Hugo Grocio concedió al Estado el derecho a hacer la guerra, no exigiendo otro requisito para su licitud que el de su previa declaración por el Príncipe, y Maquiavelo fijó como único criterio a que el Príncipe debería atenerse al declararla,el de la utilidad o interés. Utilidad y estricta legalidad, sin planteamientos morales de ningún género, dieron origen de consuno a la formulación de los contrarios aparentes que rezan así: «la guerra es la continuación de la política por otros medios» (Clausevitz) y «la política es la continuación de la guerra por otros medios» (Alfred Kraus).

La guerra como crimen o «bellum delictum»: siendo la paz un valor supremo, la guerra no puede ser un derecho. Tal es la postura del pacifismo integral, mantenida en ambientes cristianos, no sólo protestantes, sino incluso católicos. En favor de esta tesis, San Basilio afirmó que la guerra no puede ser un medio al servicio de la justicia, porque es en sí un acto contra la justicia misma, y Tertuliano entendió que Cristo, desarmando a Pedro, desarmó a todos los soldados: «Con verte gladium tuum in locum suum» (Mt. 26,52). Erasmo, por su parte, dijo que «la guerra está condenada por la religión cristiana y que no hay paz, aun injusta, que no sea preferible a la más justa de las guerras».

Más recientemente -y siempre dentro del campo católico-, la Declaración de Friburgo, de 19 de octubre de 1931, declaró que «la guerra moderna es inmoral», el cardenal Otraviani aseguró que «la guerra no es ya un instrumento de justicia», el cardenal Alfrink, a la cabeza del movimiento «Pax Christi», sostiene que «ya no hay guerras justas», y monseñor Ancel, más claro y contundente todavía, proclama que «incluso la guerra defensiva es ilícita».

A favor de la guerra-crimen se alega, como en tantas ocasiones, la exigencia absoluta, universal y perenne del «no matarás», añadiendo aquí la bienaventuranza de los pacíficos del Sermón de la Montaña, que deroga la posible licitud de la guerra que pudiera deducirse de los libros de los Macabeos. En tales alegatos se apoya la objeción católica de conciencia a la prestación del servicio militar.

Se olvida, sin embargo, por los objetores católicos de conciencia y por los defensores doctrinales de la guerra como crimen en todo supuesto, que la trasposición de textos no es lícita, y que tampoco es lícita la desfiguración del genuino concepto de paz.

Si es cierto que el Señor ordena a Pedro que guarde su espada, la verdad es que, ordenándoselo en Getsemaní, no ordena lo mismo a todos los soldados, y ello por las siguietes consideraciones: porque algún alcance tendrán, si es que no se aspira a borrarlas del Evangelio, las frases del propio Cristo «Non veni pacem mittere, sed glaudium» (Mt., 10,34), y «qui non habet vendat tunicam suam et emat gladium» (Luc., 22,36); porque no cabe la menor duda que el Señor alude, sin reproche, al «rey que debe hacer la guerra» (Luc., 14,3 l); porque Cristo no pide al centurión que abandone las armas (Mt., 8,10/13); porque Juan el Bautista tampoco censura la milicia, sino la posible malicia de su ejercicio (Luc., 3,14); porque Pedro nada reprocha a Cornelio, el centurión, por serlo (Hechos, 10, 112); porque Pablo hace el elogio de lo que «fortes facti sunt in bello» -de los que fueron valientes en la guerra y «castra verterunt exterorum» -y desbarataron ejércitos extranjeros (Hechos, 11,34). Jesús, por lo tanto, que no quiso que Pedro le defendiese con la espada, reconoce al César, al que hay que reconocer lo suyo (Mt., 22,21; Mc., 12,17, y Luc., 20,24), el derecho a hacer uso legítimo de la espada (Rom., 13,4).

En este sentido, Karl Hörmann, en una análisis del precepto cristiano del amor, concluye que dentro del mismo hay una categoría dé valores, y que es precisamente el amor el que obliga a los dirigentes del Estado, no a dejar indefensos a los amenazados o agredidos, que deben proteger, sino a defenderlos de la amenaza o de la agresión injusta que puede victimarlos.

Por otra parte, si, como sostienen los pacifistas integrales, la paz es un valor supremo, según se deduce de la bienaventuranza de los pacíficos, «beati pacifici» (Mt., 5,9), la guerra que destruye la paz ha de ser forzosamente un crimen. Lo que ocurre, sin embargo, cuando se contesta de forma tan radical, es que se soslaya el segundo de los temas que antes planteábamos, es decir, el de qué se entiende por paz. Por ello, antes de saber si la guerra destruye la paz, hay que preguntarse qué es la paz. En este sentido, la constitución pastoral «Gaudium et spes» (núm. 78) señala que «la paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica,., sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia» (Is., 32,7). Pues bien, si la paz es obra de la justicia, «opus iustitiae pax», si la paz es la tranquilidad en el orden, como dice San Agustín, pero del orden querido en la sociedad humana por su divino Fundador, que nos da su paz, una paz distinta de la que da el mundo (Ju., 14,27), la paz no sólo será el resultado de la justicia, sino también del amor, que sobrepasa la justicia («Gaudium et spes», núm. 78, pág. 2), y de la confianza mutuas. Por eso, Juan XXIII, en «Pacen in terris» (11 de abril de 1963), dice que «la paz ha de estar fundada sobre la verdad, construida con las armas de la justicia, vivificada por la caridad y realizada en libertad».

Sentado esto, no cabe la menor duda que la tesis que descalifica la guerra en términos absolutos, calificándola sin más de crimen, no es aceptable. «Bellum non est per se inhonestum». La guerra, decía Suárez, no es un mal absoluto.

Ahora bien, si la guerra no es de por sí inmoral, es preciso saber en qué circunstancias se atiene a las exigencias de la moral y, por tanto, constituye, por ser justa, un verdadero derecho. Vamos, pues, a ocuparnos de:

La guerra justa, como derecho. La guerra como «ultima ratio» será un derecho tan sólo cuando se haga por razón de justicia y pretendiendo que con la justicia se logre la paz verdadera. La Teología clásica y la doctrina católica tradicional, desarrollando esa afirmación, exigen para que la guerra, por ser justa, constituya un derecho de la comunidad política, determinados requisitos. Santo Tomás señalaba que, siendo la «ultima ratio», sea declarada por autoridad competente («auctoritas principis»), que la causa sea justa («iusta causa») y que haya recta intención («intentio recta»).

En cuanto a la previa declaración de guerra «ex praedieto», conviene advertir, como dice Enrique Valcarce, que cuando la autoridad competente no tenga posibilidad de declararla, por las circunstancias que la hacen precisa, el pueblo mismo, como ocurrió con el de Móstoles en tiempo de la invasión napoleónica, puede declararla. También, y en este orden de cosas, se apunta por Eduardo de No («Nueva enciclopedia jurídica española», t. X, pág. 724), que «la declaración de guerra (como) medida formal... tiene (la) desventaja de hacer perder al Estado que inicia las hostilidades el fruto de la sorpresa. (Por ello) el paso del estado de paz al estado de guerra se determina por el hecho (sin más) de la ruptura de las hostilidades», como ocurrió en 107 de las guerras producidas entre 1700 y 1870. En el supuesto de que se cumpla con el requisito formal de la declaración de guerra, esta declaración puede ser simple, con el comienzo inmediato de las operaciones bélicas, o condicionada, para el caso de no conseguir la satisfacción requerida, en cuyo supuesto se denomina «ultimátum».

Por lo que se refiere a la causa justa, San Isidoro de Sevilla especificaba las de «rebus repetendis», recuperar bienes, y «propulsandorum hostium», rechazar a los enemigos. En general, el castigo de una injusticia (violación cierta, grave y obstinada, decía Vitoria), y el recobro de un derecho, por ser considerado como agresiones, se equiparan a la invasión del territorio nacional.

Tratándose de la recta intención, definida como «ut bonorum promoveatur, ut malum vitetur», se requiere, para que exista, una valoración seria de los motivos y de las circunstancias que evite la adopción de un medio que para la prudencia, y no sólo la justicia, no sea desproporcionado. Además, la recta intención, para hacer justa la guerra, no debe concurrir tan sólo en el momento de iniciarla, sino también en el modo de llevarla a cabo («iustus modus»). En este aspecto, jamás pueden ser lícitas las matanzas de no combatientes o de prisioneros (recuérdense los genocidios de Hirohisma y Nagasaki, los bombardeos con fósforo de Dresden y Colonia, y los cementerios de Katin y Paracuellos del Jarama). Por eso, una guerra justa por su causa puede transformarse en injusta, por el modo de conducirla («modus bellandi»), como puede suceder cuando «las acciones bélicas produzcan destrucciones enormes e indiscriminadas, que traspasen excesivamente los límites de la legítima defensa» («Gaudium et spes», núm. 80). Pío XII ya había dicho tajantemente en 1954 que «toda acción bélica que tienda indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios y la humanidad, que hay que condenar con firmeza y valentía».

Lo que acabamos de exponer sobre la guerra, y que parece reducirse a los conflictos bélicos entre Estados, se aplica también a las guerras civiles y a la guerra que impone el terrorismo. Al terrorismo, «nuevo sistema de guerra» («Gaudium et spes», núm. 79, pág. l), «guerra verdadera contra los hombres inermes y las instituciones, movida por oscuros centros de poder», aludía Juan Pablo II dirigiéndose al Sacro Colegio Cardenalicio, el 22 de diciembre de 1980, llamando la atención sobre la «paz del cementerio» que nace de «las ruinas y de la muerte» (que causa) su violencia.

Por lo que se refiere a las guerras civiles, reconocido el derecho de resistencia al poder público (León XIII, «Sapiantiae Christianae»), cuando el poder público es causa del caos moral y político del pueblo, no cabe duda que tal resistencia, que puede iniciarse con la llamada desobediencia civil, puede legitimar, en su caso, el alzamiento en armas. Así se afirma por el cardenal Pla y Deniel, en «Las dos ciudades» (30 de septiembre de 1936), y Pío XI, en su encíclica «Firmisiman constantiam», justifica que «los ciudadanos se unieran en Méjico para defender la nación y defenderse a sí mismos con medios lícitos y apropiados contra los que se valen del poder público para arrastrarlos a la ruina». En tal supuesto, señalaba Balmes, no hay sedición.... «porque la sedición es la revolución contra el bien, y en este caso extremo el verdadero sedicioso es el poder, que usa de su soberanía para arrancar a las almas el respeto de la verdad, del orden y de la justicia». De aquí que Pío XI enviara una «bendición especial a cuantos, se impusieron la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y de la religión».

Se trate de guerra entre Estados o de guerra civil dentro del Estado, no puede olvidarse, según copiamos a la letra de la famosa carta colectiva del Episcopado espafiol, publicada a raíz de la Cruzada, que no obstante ser «la guerra uno de los azotes más tremendos de la humanidad, es, a veces, el remedio heroico (y) único para centrar las cosas en el quicio de la justicia y volverlas al reinado de la paz».

Pero así y todo, vuelve a insistiese, ¿no será la guerra un remedio bárbaro y cruel, origen de desastres sin cuento, de muerte de miles de personas a las que no cabe ninguna responsabilidad en el litigio? ¿Acaso no hay contradicción entre el propósito de defender la justicia y la utilización para tal fin de un remedio que es a todas luces injusto? ¿No quedará ¡legitimado el quehacer bélico, no por razón de su fin, sino por razón del medio?

A mi juicio, no, si concurren los requisitos de la guerra justa y se pone en juego la virtud de la prudencia al adoptar la decisión de emplearla. Si se hace apelación a la prudencia es, sin duda, porque antes se ha reconocido la licitud de la guerra misma, pues la prudencia, lógicamente, no puede actuar en el vacío. En éste, como en tantos temas, Pío XII, en momentos de la máxima tensión internacional, el 24 de diciembre de 1939, se pronunciaba así: «El anhelo cristiano de paz... es de temple muy distinto del simple sentimiento de humanidad, formado las más de las veces por una mera impresionabilidad, que no odia a la guerra, sino tan sólo por sus horrores y atrocidades, por sus destrucciones y consecuencias, pero no, al mismo tiempo, por su injusticias».

Cuando la guerra, es decir, la agresión injusta, se produce, «el verdadero anhelo cristiano de paz -continuaba Pío XII- es fuerza (y) no debilidad ni causa de resignación. Un pueblo amenazado o víctima ya de una agresión injusta, si quiere pensar y obrar cristianamente, no puede permanecer en una indiferencia pasiva». Más aún, calificada «toda guerra de agresión contra aquellos bienes que la ordenación divina de la paz obliga a respetar y a garantizar incondicionalmente y, por ello, también a proteger y defender (como) pecado (y) delito contra la majestad de Dios creador y ordenador del mundo.... la solidaridad de los pueblos, les prohíbe comportarse (ante la agresión injusta) como meros espectadores en actitud de impasible neutralidad».

Cuando los tanques soviéticos ocuparon Hungría, Pla y Deniel hizo aplicación de la doctrina expuesta. «No intervenir en ayuda de Hungría y de los pueblos que sufren, dejar sin socorro a las víctimas inocentes es hoy una falta grave contra la justicia y la caridad»; y el propio Pío XII, con vibrante energía, exclamó entonces: «Cuando en un pueblo se violan los derechos humanos y armas extranjeras con hierro y con sangre abrogan el honor y la libertad, entonces la sangre vertida clama venganza, entonces -con frases de Isaías¡ay de ti, devastador!; ¡ay de ti, saqueador que confías en la muchedumbre de los carros, porque el Señor se levanta contra aquellos que obran la iniquidad!»

Es cierto que, como los padres conciliares observaron, «las nuevas armas nos obligan al examen de la guerra con una mentalidad totalmente nueva» («Gaudium et spes», número 86, pág. 2), pues «en nuestro tiempo, que se ufana de la energía atómica, es irracional pensar que la guerra sea medio apto para restablecer los derechos violados» (Juan XXIII, «Pacem in terris»).

Pero, aun así, mientras haya valores que son más fundamentales que el hombre por sí mismo; mientras consideremos al hombre como algo más que un «robot» o un esclavo, mientras la libertad y la dignidad de los hijos de Dios esté por encima de la paz falsa y de la vida, mientras no haya un desarme total y una fuerza que lo garantice, los pueblos no pueden evitar que otros les impongan la guerra, y tienen el derecho y el deber de defenderse de la guerra misma, prepa rándose para ella y luchando contra aquellos que se la imponen.

No nos engañemos. El profeta Isaías dejó escrito que en la mancha del pecado está la raíz de la guerra en el hombre, y entre los hombres y la Constitución «Gaudium et spes», en idéntica línea de pensamiento, concluye: «En cuanto los hombres son pecadores les amenaza el peligro de la guerra y les seguirá amenazando hasta la venida de Cristo» (número 78, p. 116).

De aquí que, como el texto conciliar dice (número 79, p.' 4), «mientras persista el peligro de guerra y falte una autoridad internacional competente dotada de fuerza bas tante, no se podrá negar a los Gobiernos el que, agotadas todas las formas posibles de tratos pacíficos, recurran al derecho de legítima defensa. A los gobernantes y a todos cuantos participan de la responsabilidad de un Estado in cumbe por ello el deber de proteger la vida de los pueblos puestos a su cuidado».

Por su parte, Pablo VI, en su discurso a la ONU de 4 de octubre de 1965, afirmó: «Si queréis ser hermanos, dejar caer las armas. Sin embargo, mientras el hombre sea el ser débil, cambiante e incluso a menudo peligroso, las armas defensivas serán desgraciadamente necesarias», y en 21 de abril de 1965 especificaba: «El centurión demuestra que no hay incompatibilidad entre la rígida disciplina del soldado y la disciplina de la fe, entre el ideal del soldado y el ideal del creyente.» Por su parte, la misma Constitución «Gaudium et spes» (número 79, p." 5), dice que «los que al servicio de la patria se hallan en el ejército, considérense instrumentos de la seguridad y libertad de los pueblos, pues desempeñando bien esta función contribuyen realmente a estabilizar la paz».

El repudio de la guerra total y de exterminio, el deseo de que la humanidad se libere de la guerra no implican, pues, la condenación en todo caso de la guerra, ni mucho menos identificar la paz con el mantenimiento de la injusticia.

A título de conclusiones, podemos formular las siguientes:

1ª) que la guerra de agresión es inmoral e injusta, un verdadero crimen o delito grave, que debe ser castigado internacionalmente (Pío XII, radiomensaje de Navidad de 1948; 30 de septiembre de 1954 y 3 de octubre de 1953);

2ª) que la guerra defensiva contra un agresor injusto es lícita y puede constituir una obligación cristiana para la defensa de la justicia y de la paz (Pío Xil, 3 de octubre de 1953, radiomensaje de Navidad de 1956: «Este derecho a mantenerse a la defensiva no se le puede negar ni aun en el día de hoy a ningún Estado»);

3ª) que la guerra defensiva lícita puede ser una guerra preventiva para impedir que la amenaza se consume;

4ª) que «no sólo frente a la invasión clamorosa y armada, sino también frente a aquella agresión reticente y sorda de la que ha venido en llamarse guerra fría -que la moral absolutamente condena-, el atacado o atacados pacíficos tienen no sólo el derecho, sino el sagrado deber de rechazarla, porque ningún Estado puede aceptar tranquilamente la ruina económica o la esclavitud política» (Pío XII, 19 de septiembre de 1952);

5ª) que aun en el supuesto de que existiera «una autoridad internacional competente y prevista de medios eficaces» («Gaudium et spes», número 79, p." 4) la coacción armada ejercida sobre el injusto agresor, legitimado, además en este caso, por una instancia superadora de la identificación del juez y de la parte, seria también una guerra, aunque, por supuesto, justa;

6ª) que el drama humano consiste en que no obstante la brutalidad de la guerra, cuando se quiere luchar contra la guerra, por injusta, no cabe más, agotados los otros medios, que recurrir a la misma guerra, que en este caso sería justa. Por eso, hasta los pacifistas, desde el subconsciente, no tienen otra solución que gritar: ¡guerra a la guerra!

Blas Piñar

martes, 15 de septiembre de 2009

LEGÍTIMA DEFENSA

¿Hay delito de homicidio cuando se da muerte al agresor injusto en legítima defensa privada? ¿Es lícita la autoprotección o protección privada de la vida? ¿No habrá, al ejercerla, usurpación o atribución abusiva de facultades que corresponden al Estado? ¿No se quebrantará, y gravemente, con el «vim vi repellere» el «no matarás» del Decálogo y el mandamiento del amor al prójimo del Nuevo Testamento?

He aquí una serie de preguntas incisivas, y se quiere incluso apasionantes, que han tenido y tienen respuestas no sólo diferentes, sino contrarias, produciendo la confusión lógica que es preciso aclarar a la luz de la doctrina verdadera.

En favor de la licitud de la legitima defensa, aun cuando la misma lleve consigo la muerte del agresor, se aducen los siguientes argumentos: el de la conservación de la propia vida, como exigencia natural y primaría; el de la colisión de derechos, que da mayor rango a los del agredido que a los del agresor; el de la seguridad social, que exige en todo caso una accion defensiva contra la acción ofensiva violenta; el de la fuerza del Derecho, que por medio de la defensa privada, negando el delito, como quería Hegel, niega esa misma negación y hace respetar el ordenamiento jurídico; el de la delegación excepcional en el individuo de las atribuciones del poder público; el de la justicia, en suma, que manteniendo el principio de que nadie se la pueda tomar por su mano convierte en situaciones concretas al individuo en mano institucional que la sirve.

En cualquier caso, ocurre aquí exactamente igual que en el caso de la pena de muerte. Ni el condenado a la pena capital ni el agresor injusto quedan desprotegidos. El injusto agresor, por la entrada en ejercicio de la llamada ponderación de bienes, a pesar de su conducta, sigue siendo sujeto de derecho, y su vida «un bien jurídicamente protegido ante la reacción defensiva (irracional, desproporcionado o por exceso) de quien fue íntimamente ofendido» (Gonzalo Rodriguez Monrullo: «Legítima defensa real y putativa en la doctrina penal del Tribunal Supremo», «Civitas», 1976, pág. 66).

Larga es la historia y enconado el debate sobre la licitud de la muerte del agresor injusto en nombre de la defensa legítima. El Exodo (2, 11/12) narra, y los Hechos de los Apóstoles recuerdan (7,24) cómo Moisés, acudiendo en auxilio de un hebreo al que golpeaba un egipcio, mató a éste. El mismo libro (22, 1/2) justifica la herida mortal del ladrón nocturno, que Cicerón en «Pro-Mileto» amplía al diurno cuando es portador de armas. «Si nuestra vida -agrega Cicerón- corriera riesgo en alguna emboscada o nos acometieran violentamente ladrones o enemigos armados... hay derecho a matar a quien nos quiere quitar la vida.» Como señaló Ulpiano, «liceat vim vi repelere».

Nuestro Fuero Juzgo (Libro VIII, tít. lº, Ley 13) estableció que «quien fuerza cosa ajena, si en la fuerza fuese herido o muerto, el que lo hirió o mató, non aya alguna calomna». Las Partidas (VIII, tít. 8, Leyes 1ª y 2ª) con más extensión, dicen, hablando de los homicidas, que cuando la muerte se produzca «defendiéndose» (y) viniendo el otro contra él, trayendo en la mano cuchillo sacado, o espada, o piedra, o palo, u otra arma cualquiera que le pudiere matar... no cae en pena alguna. «Ca natural cosa es, e muy guisada, que todo ome haya poder de amparar su persona de muerte queriéndole alguno matar a él: e non ha de esperar que el otro le fiera primeramente, porque podría acaescer que el primer golpe que le diere podría morir el que fuere acometido, e después no se podría amparar».

Los Códigos penales modernos recogen la legítima defensa, bien en la parte general, bien en los artículos que dedican al homicidio, especificando, bajo esa denominación,la de «self defence» o «Nothwer», los requisitos que en la misma deban concurrir para ser considerada como lícita.

Pero las cuestiones planteadas al comienzo siguen en pie y, por tanto, es preciso examinar si la muerte del agresor injusto supone:

a) un comportamiento jurídico correcto, por tratarse del ejercicio de un derecho, que conlleva la exclusión del injusto y constituye una causa objetiva de justificación, desde el punto de vista penal. En tal caso, no hay responsabilidad de ninguna clase, ni penal ni civil, porque el agredido no hace otra cosa que ejercitar privadamente un derecho;

b) un comportamiento jurídico incorrecto, pero excusable, que no siendo causa de justificación de su conducta, sí es causa de inculpabilidad, por lo que actúa como eximente de responsabilidad;

c) un comportamiento jurídico no sólo incorrecto, sino inexcusable para el derecho y para la moral, por lo que ha de calificarse de pecado y de delito, con las responsabilidades consiguientes, al menos de carácter espiritual;

d) un comportamiento jurídico que, cumplidas las exigencias que después vamos a contemplar, no sólo es correcto desde el punto de vista jurídico y moral, por ser un derecho de la persona agredida, sino que, en ocasiones, ni siquiera es renunciable por constituir un deber.

Analicemos a continuación cada una de estas corrientes doctrinales:

A) Legítima defensa como derecho. Entienden cuantos se suman a este criterio que la legítima defensa que consagran los ordenamientos jurídicos traduce a su escala un derecho natural que tiene una doble raíz, a saber: la exigencia de conservar la vida, y la del bien común, que pide cumplir con la demanda social del rechazo a los malhechores.

Como tal derecho, la legitima defensa actúa en la esfera de los jurídicamente lícito, y el sujeto que obra con libertad tiene conciencia de que su conducta se halla de acuerdo con la ley, puesto que la ley, conforme al principio del interés preponderante, hace prevalecer el del agredido ilegítimamente sobre el interés del agresor injusto.

Tal derecho, por lo tanto, es a un tiempo objetivo y subjetivo. Objetivo, porque una norma jurídica lo reconoce, y subjetivo, porque se trata de una facultad que, amparada por esa norma, se pone en ejercicio.

Para esta corriente doctrinal -y en síntesis la legítima defensa implica una conducta conforme a derecho, y el agredido, por consiguiente, «iura agit», de igual modo que, para poner un ejemplo, el propietario, vendiendo una cosa de su propiedad, hace uso de su «íus disponendi».

B) La legítima defensa como excusa. Para los partidarios de este punto de vista, la muerte del agresor es contraria a derecho, y no puede considerarse como causa de justificación para el agredido. Este no actúa «iure», aunque no merece castigo y sí impunidad, porque su comportamiento resulta excusable, bien por la perturbación psíquica y el arrebato que la agresión desencadena («propter perturbationem animi»), bien porque esa misma agresión le coloca en estado de necesidad, bien por el miedo insuperable que le sobrecoge. La muerte del agresor no es, por tanto, un derecho del agredido. Su comportamiento es materialmente antijurídico, pero se le exime de responsabilidad por el delito, atendiendo a las razones aludidas que le inhiben de culpabilidad, toda vez que el hecho, sin conciencia ni libertad por parte del sujeto, ni siquiera podría calificarse de humano.

C) La legítima defensa como infraccíón inexcusable. Todos aquellos que defienden esta postura estiman, en términos radicales, que el «non occidere» tiene un carácter absoluto y permanente, con rango superior, no de consejo, sino de precepto, de tal manera que no admite excepciones de ninguna clase. La muerte del agresor por el agredido alegando la legítima defensa constituye una violación evidente del quinto Mandamiento.

Si es verdad que el homicidio queda justificado en el supuesto a que antes aludimos del Exodo, no se olvide -se alegaque el Nuevo Testamento superó al Antiguo, y que en el Sermón de la Montaña Cristo se expresó así: «Habéis oído que se dijo: ojo por ojo y diente por diente. Yo, empero, os digo que no hagáis resistencia al agravio» («non resistero malo») (Mat. 5, 38/39).

En esta línea de inspiración y pensamiento, San Pedro Damián escribe: «¿No recordáis aquellas palabras del Señor: si te han quitado lo que es tuyo, no lo reclames?» Si no tenemos ni siquiera el derecho de reclamar lo que nos ha sido robado, ¿cómo podríamos vengar el robo por vías de hecho? Por ello, proclamó Origenes que «Occidentem occidere non licet sed occidi necesse est».

Se arguye, por añadidura, que es preciso rechazar la opinión de quienes aseguran que la no resistencia, que llevó al martirio a miles de cristianos durante la época de las persecuciones, fue tan sólo un consejo, sin fuerza moral una vez que las persecuciones terminaron. La fuerza moral preceptiva de la no resistencia y del martirio continúa vigente, asegura Luis Vecilla.

La verdad es que, como ha escrito Balmes, «la no resistencia no es un dogma»; que, tratándose de la agresión «in odium fidei», hay dos formas legítimas de reaccionar, la de Eleazar, aceptando el martirio, o la de los Macabeos, tomando las armas; que la Iglesia no sólo venera a los santos mártires, sino a los héroes santos, como San Hermenegildo, San Fernando o Santa Juana de Arco; que la resistencia a la agresión y la consiguiente legítima defensa hubiera sido inútil y contraproducente en la época de las persecuciones a que suele aludirse; que la referencia al Sermón de la Montaña enumera tan sólo la aplicación de la caridad a determinados supuestos, pero no impide que esa misma caridad exija un comportamiento diferente en otros, por lo que, siendo válido en toda circunstancia el mandamiento del amor al prójimo, no se cumple siempre con el mismo de la misma manera, porque una cosa es devolver mal por mal y otra oponerse, rechazar e impedir el mal, y al que pretende por la agresión imponerlo y ejecutarlo; que, como indicara Pío XII, «el agresor formalmente injusto pierde por su acción injusta el derecho a su propia vida».

No cabe, en apoyo de la tesis que califica de infracción moral la muerte en legítima defensa, decir que, hallándose el agresor en pecado mortal, dado el propósito que le anima, su muerte en dicho estado por la reacción del agredido le condenará al infierno. Si el que salva un alma salva la suya, también condena la suya, se dice, el que otra condena. Pero tampoco vale el argumento, ya que, de una parte, quien ha dado motivo para la legítima defensa, que le ocasiona la muerte en dicho estado, es el agresor, y no el agredido, y de otra, que también pudiera hallarse en situación de pecado mortal el agredido, que no quiere morir, por la agresión de otro, sin haber confesado.

La postura que mantiene la infracción moral, en todo caso, de la muerte en legítima defensa, nace no sólo de la identificación de la caridad con la no resistencia, sino de la confusión entre la agresión por odio a la fe y la agresión por motivos ajenos a ella. Pues bien, si el martirio a que conduce la primera resulta admirable, la muerte a manos de quien la desea por otras razones ha de ser contemplada con perspectiva diferente.

El problema, en el campo en que ahora nos desenvolvemos, nos lleva a examinar una cuestión conexa, pero distinta: conexa, toda vez que se refiere a la contemplación moral de la institución; pero distinta, porque esa contemplación matiza los supuestos y se pronuncia de modo distinto también, según se trate de unos o de otros.

San Agustín, que afirma sin vacilaciones que «mucho menor mal es matar al que pone asechanza a la vida ajena que al que defiende la propia» («Libre arbitrio», Libro 1, cap. V, nº 12), dice, sin embargo, que aun «no condenando las leyes que permiten matar al agresor, no encuentra cómo disculpar a los que de hecho matan» (id., nº 11). Para San Agustín, al menos en el pasaje aludido, la muerte del agresor justificada ante la ley humana no lo está ante la ley divina.

¿Pero por qué no encuentra San Agustín dicha justificación? El mismo se refiere a la concupiscencia o instinto -a la pulsión homicida, diríamos con frase de hoy- que anima al agredido. Este, amando su vida desmesuradamente, inmoderadamente, llega a estimar como necesaria la muerte del agresor. La entrada en juego de lo concupiscente hace surgir la duda en San Agustín. Por ello, si la concupiscencia instintiva no fuera el argumento decisivo para la reacción de la víctima, está claro que su conducta, para el propio San Agustín, sería lícita.

Pero aun entrando en juego el instinto, por razón de la propia naturaleza humana, no creemos que pueda plantearse la duda, y ello porque una cosa es el instinto homicida, que tiene carácter prioritario en el agresor, y otra el instinto de conservación de la propia vida, que tiene carácter prioritario para el agredido, y porque los instintos, como las pasiones, han de juzgarse, desde el plano ético, por razón de íos fines honestos o deshonestos a cuyo servicio se ponen. El instinto puede ser irracional, pero no puede decirse lo mismo del fin moral e inmoral al que se ordena.

Santo Tomás, sobre el que pesó la actitud contradictoria, dubitativo y confusa, por consiguiente, de San Agustín, al ocuparse de la legítima defensa en la «Summa», de manera diáfana dice: «Vim vi rapellere licet, servato moderamine inculpatae tutelae», o sea, que «es lícito repeler la fuerza con la fuerza moderando la defensa según las necesidades de la seguridad amenazadas (II, 11, q. 64, art. 7). Pero, declarando esta licitud, apostilla que hay dos maneras de defenderse, ya que «puede-suceder que el agredido tenga sólo la intención de defenderse, llegando a matar al agresor por mero accidente, o puede ser que el agredido pretenda intencional damente la muerte del agresor, ya como medio, ya como fin de la defensa. El agredido -concluye Santo Tomás- puede matar al agresor, pero de ninguna manera puede pretender matarle, ni como medio ni como fin, al rechazar la agresión», pues ello sería un pecado grave.

Aplica Santo Tomás al caso que nos ocupa la doctrina del voluntario indirecto o de la causalidad de efecto doble, conforme a la cual la muerte del agresor será sólo lícita cuando el efecto querido es el bueno, la conservación de la vida propia, y el efecto no querido, aun siendo su consecuencia inevitable, es el malo, la muerte del agresor.

Alguien ha visto una contradicción entre San Agustín y Santo Tomás, pues aun en el caso en que este último justifica la muerte en legítima defensa, es decir, del voluntario indirecto, parece ser que mientras Santo Tomás busca la justificación del voluntario indirecto en el aprecio de la propia vida, que es concupiscente por ser instintivo, San Agustín, por el contrario, niega tal justificación precisamente por el desprecio a la vida propia, que en lucha contra la concupiscencia resulta preceptivo.

No creo que la ascética cristiana ponga la conservación de la vida al nivel zoológico del instinto, pues el cristianismo enseña que la vida es un don de Dios que se debe conservar y desarrollar, y, por lo tanto, preservar y defender. Si el desprecio a la vida, sin más, fuese un objetivo cristiano, el desprecio del don implicaría el desprecio al donante, y cumplido al pie de la letra nos conduciría a no alimentarnos, a ampararnos contra la intemperie y a rechazar las medicinas y las intervenciones quirúrgicas en caso de enfermedad o accidente. Una cosa es el sacrificio de la vida y otra dejar, sin pretender impedirlo, que alguien injustamente acabe con ella.

Por todo ello, las opiniones de San Agustín, dubitativas, y de Santo Tomás, matizadoras, fueron contestadas y superadas especialmente por los teólogos clásicos españoles. Para no alargarnos excesivamente, traigamos a colación tan sólo a Lugo, Molina y Azpilicueta.

Juan de Lugo llegó a la conclusión de que es lícita la muerte en legítima defensa, aunque se trate de voluntario directo, es decir, del caso en que el agredido reacciona con la intención directa de matar a su agresor. «Si la legítima defensa es justa y legal, fundada en la misma naturaleza, debe serlo también el medio necesario para ella.» Pues bien, si para lograr el fin de la legítima defensa no basta a veces con golpear o herir («simplex percussio»), haciéndose necesario «intendere mortem aggressoris» (intentar la muerte del agresor), entonces «non solum ut percussio sed ut mors». En tales casos, pues, intencíonalmente y moralmente, como algo que se reputa y juzga necesario, puede buscarse de modo directo y no querer como simple resultado la muerte del agresor.

De forma análoga, Luis de Molina escribió que «mors ipsa aggressoris est medium necessarium ad se tuendum, persecussioque non esset sufficiens».

Martín de Azpilicueta, por último, buen conocedor del hombre, y bajando de la teoría a la cruda realidad, escribe que «a la frágil naturaleza humana no se la puede pedir que viéndose atacada con peligro grave de la vida tenga el ánimo tan sereno que sólo quiera defenderse y no acabar con el adversario».

Para mí, la espinosa cuestión del voluntario directo o indirecto queda iluminada definitivamente y, a la vez, en el plano jurídico positivo y en el plano moral con la doctrina que, analizando la legítima defensa, separa los dos aspectos que en el rechazo de la agresión aparecen. De una parte, el objetivo o situación real que se define por su carácter genérico como «animus defensionis», o mejor, como un obrar en defensa, y de otra, el subjetivo personalismo de los móviles que, con carácter individual y concreto, impulsan la defensa misma (Ve Sent. T. S. de 14 de marzo de 1973).

Pues bien, mientras el «animus defensionis» puede llevar consigo, sin inmoralizar la conducta, el «animus necandi», los móviles de aquél y de éste, manteniendo su juridicidad (ante la ley humana de San Agustín) pueden inmoralizarla (ante la ley divina). Ello sucede cuando la legítima defensa ampara, ante el derecho positivo, un propósito de venganza, una secuela de odio, un sentimiento de envidia, que aprovecha en su propio beneficio la causa de justificación, para satisfacer anhelos concupiscentes de valor negativo ético.

Lo que ocurre es que al llegar a este punto convergen y se entiende a San Agustín, a Santo Tomás y a los teólogos clásicos españoles. Basta para ello trazar la frontera entre el delito y el pecado. El agredido que mata a su injusto agresor puede obrar jurídicamente si en su legítima defensa concurren los requisitos que la norma positiva exige como legitimadores de su conducta, y ello no obstante, cometer una infracción moral, incluso grave, si los móviles que en su intimidad le impulsaron a ocasionar dicha muerte fueron los de la más baja y torpe concupiscencia. Pero de aquí no puede deducirse que la legítima defensa no sea lícita, por precepto evangélico. Lo que sí puede decirse es que no es lícito caer en la tentación de la venganza, del odio o de la envidia, matando para defenderse lo que, ciertamente, no es ni mucho menos lo mismo. Si el «animus necandi» es moralmente lícito como medio y como fin para hacer eficaz la defensa, pueden no ser moralmente lícitos sus móviles esti~ rnulantes. Aquí, como en tantas otras ocasiones, hay que trazar -insistimos en ellola línea que separa el Derecho de la Moral. No todo lo que es pecado es delito; pero igualmente, lo que se hace de acuerdo con la ley, lo que no es delito, lo que es, además, ejercicio de un derecho, puede, por razón de las intenciones o fuero interno, siendo jurídicamente válido, ser moralmente pecaminoso. Si el Derecho tiene jurisdicción sobre las conductas, no la tiene en el de la conciencia que las anima. Recordemos aquella frase de Jesús, que reproduce San Mateo (15, 1 8/19): «Lo que... sale del corazón... mancha al hombre. Porque del corazón es de donde salen... los homicidios.»

D) La legítima defensa como deber. Para la opinión que estimamos más acertada, la legítima defensa que, en ocasiones, es, sin duda, un derecho heroícamente renunciable, en otras es una obligación a la que no es lícito renunciar. La legítima defensa, en tales supuestos, es un derecho-deber, sagrado y verdadero, como dice Carrara, o más bien, y para expresarle con mayor claridad, un derecho que nace de un deber. Tal sucede cuando, sin la pretensión de pagar con la misma moneda, el agredido rechaza la agresión, considerando que su muerte llevaría consigo la desgracia de quienes de él dependen, como su esposa e hijos. Tal sucede, también, con los casos del investigador que lleva adelante un descubrimiento científico beneficioso para la humanidad; del portador de un secreto decisivo, cuya sustracción perjudicaría a muchos; del jefe o cabeza de una agrupación, cuyo homicidio plantearía muy serios problemas.

Como dijo León XIII, hay circunstancias en que «la resistencia es un deber». La legítima defensa será un derecho, como lo es, sin duda, ofrecer la otra mejilla, cuando sólo se ventilan intereses personales, pero la noción auténtica de la virtud quedaría falseada, como se ha escrito con acierto, si la renuncia a la defensa estuviera motivada por una debilidad pusilánime y una falta de corazón, que pretendiera enmascarar, con pretexto caritativo, una actitud de entrega y cobardía.

De todas formas, se trate de un simple derecho o de un derecho-deber, en la doctrina y en la práctica, se ha planteado el problema de si la legítima defensa tiene un carácter prioritario por absoluto, o subsidiario por relativo, es decir, si la legítima defensa -asumiendo la primera consideración- puede actuar de inmediato y con carácter represivo, o bien si -asumiendo la segunda- actúa en un primer tiempo preventivo, que sólo en caso de no tener éxito permite moralmente la acción represiva y con ella la muerte del agresor. En resumen, como dice el P. Pereda, S. J.: «¿Es o no subsidiario el derecho de legítima defensa? ¿Puede usarse siempre que haya ataque injusto o solamente cuando no haya otro remedio para salir de ese mal paso?» («La fuga en caso de ataque», en Rev. de D. esp. y americano, 1966, pág. 133 y s.). ¿Se puede acudir a la defensa represiva sin más? ¿No cabe distinguir, como lo hace Díaz Palos, entre defensa represiva en el caso de «necessitas inevitabilis» y de defensa evasiva en caso de «necessitas evitabilis»? («Legítima defensa», en Nueva Enc. jur. espl., Tomo XV, pág. 19 y s.).

El problema tiene una vieja raíz histórico-canóníca, pues se planteó al estudiar las irregularidades para recibir y ejercer órdenes sagradas. Si la irregularidad se producía en caso de homicidio, ¿había homicidio por parte del ordenado u ordenando «in sacris» si en legítima defensa se produjo un hecho materialmente homicida?

Ante el agresor, en efecto, cabe adoptar una postura meramente pasiva, dejándose matar, pero cabe también adoptar una postura activa de carácter preventivo y no represivo, que puede considerarse también como defensa legítima, pues con ella lo que se pretende es, sin duda, conservar la propia vida. Esta postura defensiva -evasiva-preventiva-impeditiva- puede manifestarse a través del «commodus dicessus», de las voces de auxilio, de la súplica y de la huida.

Por «commodus dicessus» se entiende la escapada cómoda, la conducta prudente que aconseja retirarse o no comparecer allí donde el ataque del injusto agresor puede producirse, como «quando quis videt inimicum suum a longe venientem». Las voces de auxilio no son más que peticiones a gritos, de socorro o ayuda ajena, con las que se aspira a atemorizar o alejar y hacer desistir al atacante de su propósito. La súplica es el ruego humilde que el agredido hace a su agresor para que se detenga y desista de su decisión criminal. La huida, por último, no es más que la fuga del propio agredido, que, como vulgarmente se dice, toma las de Villadíego o pone los pies en polvoroso.

De todas las manifestaciones del primer tiempo preventivo o evasivo de la legítima defensa -si es que realmente hay aquí defensa en sentido propiamente dicho-, la que ofrece más amplio y enconado debate ha sido y es la huida o fuga. ¿Hasta qué punto el agredido está obligado a huir? ¿Lo estará en todos los casos? ¿No lo estará en ninguno?

Frente al «nemo tenetur fugere» de Baldo se alza el «omnes fugere tenetur» de Grocio. ¿Cuál de ellos tiene razón? Si desechamos el «omnes fugere tenetur», porque «periculum famae aequiparatur periculo vitae», aún se podría distinguir, como lo hiciera la teología clásica, dentro de un casuismo quizá excesivamente minucioso y detallista, entre aquéllos para los cuales, por su condición social, la fuga no puede ser nunca deshonor, y aquéllos para los que, por ese mismo puesto social, la huida, al deshonrarlos, debe evitarse, ya que el honor también ha de considerarse y defenderse.

La distinción apuntada tiene, por un lado, un resabio clasista, y por otro, olvida que el honor es algo inherente a la persona, sin perjuicio del estamento social al que pertenezca. Si el honor es patrimonio del alma, como dijera Calderón, y la fuga se considera como deshonor -«pedes arma leporum»-, a cualquiera, como decía nuestro Vitoria, le «es lícito defenderse, ya que el huir es en si mismo una ofensa» que nadie está obligado a hacerse. Como dijo la Sentencia del Tribunal Supremo de 26 de octubre de 1944: «A nadie es exigible, ni la ley lo exige, pasar al estado poco decoroso de la huida ante una agresión no provocadas»

Por otro lado, y con independencia de las razones de honor que se alegan para no exigir la huida ante los agresores, se traen a colación -y no dejan de tener su importancialos de utilidad. La fuga -se dice en esta línea de pensamientoes un medio evasivo inseguro, ineficaz e infructuoso para el que en ocasiones no hay siquiera posibilidad material. La fuga puede ser, incluso, contraproducente, pues aumenta la audacia y agresividad del atacante, al que se irrita y enloquece, y, a la vez, aumenta el peligro que supone tropezar y caer en la huida y ser acometido por la espalda.

La estimación subsidiaria de la defensa legitima en su verdadero aspecto, que es el represivo, le arranca su carácter de derecho o de ejercicio legítimo de un derecho. El texto de las Partidas a que antes hicimos referencia proclama con toda perfección y nitidez que no hay formas de ejercicio a las que sea necesario acudir previamente, para que con carácter supletorio y subordinado la legítima defensa en tiempo represivo se configure como causa de justificación.

De todas formas, el examen exhaustivo de la legítima defensa no concluye aquí, pues queda por estudiar su extensión y requisitos. De aquéllas y de éstos, aunque sólo a esquemáticamente, nos ocupamos a continuación.

La defensa legítima, en cuanto a su extensión se refiere, ha de contemplarse en dos planos: el subjetivo y el objetivo.

Desde el punto de vista subjetivo, cabe distinguir la defensa propia o autodefensa y la defensa de otros o defensa ajena, tal y como reconoce el art. 8, núm. 4, del Código Penal español. Entre los terceros defendibles se hallan el «nasciturus», en tanto en cuanto tiene derecho a la vida. Desde el punto de vista objetivo, la defensa legítima, propia o ajena, abarca no solamente lo que se es, sino también lo que se tiene o «yo ampliado», es decir, como el artículo citado del Código Penal español señala, la persona o los derechos y, por tanto, no sólo la vida, sino la integridad física («ab tutelam corporis»), la libertad (contra el rapto y el secuestro), el honor y la honestidad, el domicilio y los bienes materiales («invasio rei»).

La doctrina, analizando la legítima defensa en su plano subjetivo, entiende que, con relación a terceros, pueden ser objeto de la misma los intereses jurídicamente protegidos de las personas jurídicas, e incluso, en situaciones muy excepcionales, el propio Estado. Tal sucedería con la muerte dada por un ciudadano al espía que, habiéndose adueñado del plan de defensa de su nación, tratase de pasar la frontera. De igual modo, y ya en el plano objetivo, se discute acerca de si en el supuesto de «invasio rei» es necesario o no que, además del patrimonio, haya o no peligro para la vida del propietario o del encargado de su custodia, entendiendo unos que este requisito es imprescindible, mientras que otros aseguran que la defensa de los bienes patrimoniales, con todas sus consecuencias, incluida la muerte del agresor, puede realizarse en atención a ellos mismos, toda vez que su destrucción o daño puede ser irreparable o no compensable, porque los mismos sean imprescindibles para el propio sustento o el de la familia, y porque no resultaría justo presenciar pasivamente el robo ante la esperanza, con escaso o nulo fundamento, de una posible indemnización. Por lo que respecta al llamado homicidio «honoris causa» Díaz Palos (ob. cit., pág. 25) estima que no puede quedar amparado por la legítima defensa cuando se trata de honor conyugal «in rebus veneris», porque el honor mancillado es el del cónyuge adúltero y no el del cónyuge inocente, al que la ley concede y reserva otro tipo de acciones para conseguir la reparación oportuna. Fuera de este caso, la defensa legítima y privada del honor viene admitida por la Jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo, a partir, sobre todo, de la sentencia de 1 de mayo de 1958, que, con notable acierto, dijo que el ataque verbal injurioso y grave se equipara a la agresión material.

Apuntada la doble extensión subjetiva y objetiva de la defensa privada, hay que precisar sus requisitos legitimadores. El «consensus» aquí es absoluto y, de acuerdo con el mismo, el núm. 4 del art. 8 del Código Penal español enume ra las siguientes: agresión, necesidad y falta de provocación.

Agresión: Precisada, hace un instante, que esta agresión, como «prius», puede ser tanto material como moral, se exige que la misma sea actual o inminente (requisito ontológico) y además injusta (requisito formal) (no lo sería, por ejemplo, la del agente de la autoridad en ejercicio de su ministerio). La injusticia de la agresión, a su vez, puede producirse por razón del bien agredido (agresión sustantivo) o por la con ducta brutal del agresor, con independencia de la importan cia de dicho bien, que pudiera ser mínimo (agresión adjetiva). La agresión puede partir de personas perturbadas o ebrias, ante las cuales la defensa sigue siendo legítima, pues el agredido se defiende contra el agresor, con independencia de su culpabilidad. La pena se excusa si la culpabilidad no existe, pero la legítima defensa es medida de protección tan sólo, pero nunca pena. Como precisa, con admirable sagacidad Díaz Palos (ob. cit., pág. 3 l), no es necesario esperar el comienzo de la lesión, bastando la «laesio inchoata». La agresión, de otro lado, puede ser repelida en tanto continúa (caso de secuestro, como delito permanente), pero no cabe legítima defensa en los casos de agresión de futuro o de agresión acabada, es decir, en los que existe lo que se llama «mora interpositio», como sucede en la pacífica «retentio rei» de lo robado.

Necesidad: La «necessitas defensionis» lleva consigo, conforme a la pauta de Santo Tomás, la añadidura, fruto de la templanza, que se expresa así: «moderamine inculpae tutelae», que se efectúa a través de la racionalidad del medio empleado para impedir o repeler la agresión. Esta racionalidad, como ha precisado la Sentencia del Tribunal Supremo de 29 de septiembre de 1984, requiere, a su vez, «la proporcionalidad entre la acción agresiva y la reacción defensiva (que) ha de medirse no con arreglo al criterio subjetivo del que se defiende, sino con arreglo al criterio valorativo que la recta razón dicte al juzgador», y que no es otro, a juicio de los expertos, que el marcado por lo que en tal situación haría un hombre razonable. La racionalidad-porporcionalidad que contempla la adecuación e idoneidad del medio empleado conjuga aquella agresión sustantivo (bien agredido) o adjetiva (peligrosidad de la agresión) para decidir, por ejemplo, y en un caso límite, y tratándose de la primera, que la «necessitas defensionis» no autoriza para matar al muchacho que roba la fruta.

Es verdad que la situación sociológica en que se encuentra el agredido puede ofuscarle y conducirle al quebranto de la racionalidad-proporcionalidad. Ello da origen al exceso, extensivo o intensivo, de la defensa. El exceso extensivo se produce cuando la agresión ha sido imaginada o deja de existir. El exceso intensivo cuando, aun existiendo la agresión, su rechazo, como dijimos, resulta desproporcionado o se prolonga, a pesar de que el acto agresivo se frustró.

El llamado exceso extensivo puede dar origen a la defensa putativa, es decir, a la reacción violenta contra una agresión imaginada, que, como ha ocurrido en la realidad de los hechos, motivó una broma «iocandi causa». En tales supuestos, así como en los de exceso intensivo, no entra en juego la legítima defensa como causa de justificación o ejercicio de un derecho, pero sí puede apelarse, como causa de no culpabilidad, completa o incompleta, al miedo insufrible o al error esencial e invencible.

Falta de provocación: El «pretextus defensionis» postula que la agresión no haya sido provocada por el agredido.

Nuestro Código Penal habla, por ello, de «falta de provocación suficiente por parte del defensor» (art. 8, 4.11, e). Esta provocación, al dar origen a la conducta agresiva del atacante y actuar como su resorte movilizador, convierte, de algún modo, al agredido en responsable, e ilegitima por ello la autodefensa, descalificándola jurídicamente.

Blas Piñar

sábado, 12 de septiembre de 2009

PARÁBOLA A LAS PUERTAS DE LA POLIS

Bienaventurado eres, Simón Bar lona, porque eso ni la carne ni la sangre te lo reveló, sino mi Padre que está en los Cielos. Y Yo te digo a ti, que tú eres Piedra (Kephâ, Petra, Petrus) y. sobre esto Piedra edificaré mi Iglesia; y las Puertas del Infierno no prevalecerán contra ella; y te daré las LLAVES del Reino de los Cielos; y cuanto atares sobre la tierra será atado en el cielo y cuanto desatares sobre la tierra será desatado en el cielo...” (Mat. XVI, 18).

¡Cuántas veces hemos oído este texto! Pero ¿entendido? ¿Reducido a la práctica? Es la institución del Primado de Pedro y sus sucesores en la Iglesia de Cristo; se puede decir, la fundación misma de la Iglesia en su nudo central. En el tercer año de la vida pública, después de la tercera Pascua, entre la promesa de la Eucaristía y la primera predicción de la Pasión, cerca de Ce¬sarea de Filippo en el confín norte de Judea, allí donde había un templo idolátrico levantado al César por Herodes el Grande y un antiguo templo al dios Pan biforme, allí se hizo la proclama formal de la divinidad de Cristo y la fundación de su Iglesia, entre la adoración de las fuerzas de la Natura, y la adoración del Poder político, los dos polos eternos de la idolatría. Después de esto Cristo comenzó libre neta y repetidamente a declararse en público el Hijo de Dios, igual al Padre. Esta misma expresión “Hijo del Dios vivo” suena en los labios de los dos Kepha (Ke¬phâ, Pedro; Khaiaphas, Caifás) en uno para profesarla, en el otro para condenarla como blasfemia. Sobre la Piedra se dividieron los futuros dos campos eternos.

Esta parábola, triple al parecer, es el signo de contradicción entre católicos y protestantes, todos los demás puntos de diferencia dependen desto: todas las religiones que no reconocen al Sumo Pontífice son aliadas en el fondo, aunque ellas mismas no lo sepan; de donde “todo cismático es esencialmente un hereje”, pronunció el Conde de Maistre; y la inversa es también verda¬dera. El protestantismo en nuestros días, a medida que cree menos, se vuelve más símismo; es decir, “protesta”, pura negatividad; hasta llegar a un “antipapismo” puro, como en los furibundos Kensititas; de donde viene su tentativa de caracterizar a los católicos con el sobrenombre despreciativo de “papistas”; que no prosperó mucho, pues ninguna persona educada, en Inglaterra, lo toma en sus labios, según me dicen: se contentan con decirles “católicos” a secas, o bien “romanocatólicos”, o a lo más R. C. (err-cí) las iniciales, también despreciativo un poco. Bueno, quiero decir con todo esto que lo que caracteriza a los católicos es el Papa: son “petrinos”.

Interroga solemnemente Cristo a los Apóstoles, ¿quién era él, según ellos? Y Pedro, responde por todos: asume la representación de todos sin consultarlos, sin que lo nombren, sin requerir su asentimiento, dado empero por un elocuente silencio; y su profesión es, como dijo Cristo, sobrehumana; pues confesarlo el Mesías era bastante lógico, aunque siempre grandioso; pero añadir “el Hijo de Dios vivo” era inesperable: es entrar en las tinieblas misteriosas de la Encarnación. Entonces Jesús, con una imagen enteramente inteligible para los Orientales (y ahora para todo el mundo) lo proclama Cabeza de la Sociedad Visible que había de continuarlo sobre la tierra, sociedad ya preparada y comenzada.

Por eso en este texto convergen todos los tiros de la teología protestante, a la cual las claras palabras de Cristo parten por el medio: desde el pedir que se borre por ser “interpolado”, o sea falsificado (Harnack, Resch), hasta interpretarlo alegóricamente de todas las maneras posibles imaginables, nada se ha dejado de usar contra él; pero resulta que parece tan testarudo como la Roca a la cual alude, la Ciudad que sobre ella promete, las Llaves de la Ciudad Venidera; como lo sabe cualquier estudiante de Teología que haya recorrido un poco los libros de los herejes.

Enumeremos sus “interpretaciones” aunque sea como curiosidad: 1ª, que Cristo allí no da a Pedro ninguna autoridad; 2ª, que le da autoridad de enseñar solamente; 3ª, de enseñar y de perdonar pecados y nada más; 4ª, le da autoridad personal, pero no a sus sucesores; 5ª, también a los sucesores, pero éstos no son los Obispos de Roma, pues Pedro jamás estuvo en Roma; 6ª, también para los Obispos de Roma, pero solamente hasta el si¬glo IV, o bien hasta el VI, “mientras los Papas fueron parecidos a Pedro”, y 7ª, los Papas tienen autoridad de Cristo pero no autoridad de jurisdicción sino sólo de honor... Esto, calvinistas y anglicanos. Mas los “modernistas” actuales, mucho más sencillo: que se borre simplemente esa perícopa, que es una “interpolación evolutiva” (dice Harnack) o al menos que se elimine el versillo 18, que es “netamente espúreo”, dice Resch. Pero la voz unánime y gigante de los Santos Padres desde el comienzo de la Iglesia atestigua que no es “espúrea”. ¡Buenos eran los Santos Padres y Doctores antiguos para tragarse callados un versículo espúreo!, ¡y menos Ése!

La “Ciudad sobre un Monte” es una anterior metáfora de Cristo, que ya hemos visto, tomada de una profecía de Isaías, que retorna aquí. La “Puerta” de la Ciudad se tomaba entonces por la ciudad misma, así como la ciudad capital se tomaba por el Reino mismo (como en los griegos: la Polis). Las ciudades de entonces, amuralladas (en cuyo recinto se amontonaba la pobla¬ción en tiempo de guerra) tenían Puertas celosamente guardadas y cerrojables por el Poder; y la misma palabra Puerta designaba por sinécdoque el Poder (Sublime Puerta = Sultán de Turquía); y la Llave de la Puerta también significaba o simbolizaba la autoridad, como vemos que aun hoy el símbolo se conserva, y la ciudad de Londres por ejemplo ofrece por manos de su alcalde o "Major" sus llaves al huésped de honor Adenauer; y las Corporaciones o “Guildas” se las presentan al Alcalde en su nom¬bramiento, e incluso al Rey en su coronación; aunque esas llaves de oro ya no abran nada ni obren nada, sino un simbolismo. Y voy a esto: aunque parece que Cristo en este solemnísimo nombramiento y coronación, usa tres metáforas diferentes (lo cual es un pecado contra la retórica), en realidad usa una sola metáfora desarrollada, como en todas sus parábolas. No es una casa a edificar, y después una llave, y después un reino, y des pués unas cuerdas ataderas, como dicen tantos comentaristas ramplones; es una Ciudad sobre un monte de piedra, y la Puer¬ta de esa ciudad, y la Llave de ella; y por tanto, el Poder de determinar en ella; que eso significa “atar y desatar” en la lengua original. Y toda la comparación se desenvuelve sobre el nombre propio de “Pedro”, antes Simón, que se lo impuso Cristo; y que en arameo, Kephâ, significa “piedra”, pero no es femenino; de modo que Cristo dijo: “Tú eres Kephâ, y sobre este Kephâ (como cumple a un buen retórico) Yo levantaré mi Sociedad o Congregación”, la cual tendrá la forma y las propiedades de un Reino.

Esta escena capital no fue un exabrupto; había sido largamente preparada en una cantidad de hilillos que vienen a anudarse aquí: en la soledad, en este camino de Cesarea, después de “haber orado” Cristo, como nota el Evangelista. Antes de entronizar a Pedro, el Maestro había preguntado a los Doce: “¿Quién dicen los hombres que Es el Hijo del Hombre?”. Respondieron ellos, sin atadura de lengua: “Dicen que eres Juan el Bautizador resucitado, o Elías, o Jeremías, o alguno de los otros Profetas...” El sufragio universal (“las turbas”, dice Marco) no se lució mucho en esta ocasión: a la pregunta más importante que ha habido, hay y por siempre habrá en el mundo, dio respuestas diferentes y divergentes; y lo que es peor, TODAS falsas: no acertó ni una. Lo mismo hemos visto les pasa a los protestantes acerca de este texto; los cuales inauguraron una especie de “sufragio universal”, o democracia en materia religiosa, la libre interpretación, o sea el famoso “Libre Examen” de la Biblia, padre de las más famosas “libertades” (o Libertad con mayúscula mejor dicho) del liberalismo. “Lutero fue el hombre más plebeyo que ha existido: sacando al Papa de su trono, puso en su lugar a la Opinión Pública” —exclama al luterano Kirkegor: en realidad y bien mirado, puso la Confusión Pública. Para evitar la cual, vemos que inmediatamente después de la Confesión de Pedro (que así la llamamos hoy, y así se llama el altar en Roma donde están sus restos) Cristo prohíbe formalmente a los Discípulos decir a las turbas... aquello mismo que había aprobado tan altamente en boca de Pedro. Se reservaba a sí mismo por entonces esa revelación: prevenía que los Apóstoles no salieran a los gritos a anunciar a las turbas el Mesías para que lo ungieran “REY” como quisieron hacer en Galilea, después de la Primera Multipanificación. “No hará alborotos por las plazas”, dijo de Jesús el Profeta: los alborotos los hicieron sus enemigos. De los alborotos populares sale regularmente la muerte; y no la vida. Y del sufragio universal hasta ahora han salido pocos aciertos y muchos embrollos. De hecho, con el sufragio universal (puro o fraudulento) la Argentina es gobernada hace tiempo por gente inferior, e incluso degradada. Que los que quieran hacerles “homenajes” a esa gente, se los haga; y se haga semejante a ellos, y su fin sea como el de ellos.

¿El mejor del país? ¡Échele un galgo! No va a salir de las sa¬gradas urnas, ni lo van a encontrar las masas, sobre todo, dopadas por la propaganda mentirosa. ¿Cómo podrían encontrarlo? Para fundar una religión, Jesús fundó primero una aristocracia religiosa... y una Monarquía eclesiástica.

Se dirá: pero el pueblo argentino, cada vez que lo han dejado votar libremente, ha elegido más o menos bien. Puede ser; y eso es justamente lo que me hace esperar que hay a pesar de todo una grandeza escondida en este pueblo improvisado y mescolado, que hoy parece tan abajo: esperar contra toda esperanza y exclamar: “¡Cristo, qué buen vasallo, si hobiesse buen Señor!” Bien, pero no dejemos caer el “más o menos”. Las masas argen¬tinas han acertado más o menos como las masas palestinas, que vieron en Cristo “un profeta resucitado”, algo sobrenatural sí, pero absurdo, no lo que Él realmente era. Lo que quiero decir es que el “sufragio” del pueblo, reducido previamente a “masa” no vertebrado ni organizado, no es medio apto para acertar en puntos que están... (perogrullada) fuera del alcance de una masa, y solamente al alcance de una minoría noble, es decir "virtuosa" y de una Cabeza excelente, es decir, un Monarca: Rey, Caudillo, Jefe, Conductor, o como quieran decir: un hombre prácticamente infalible en su materia, como en otro orden lo es el Papa en la suya. Esa es la idea que han tenido del gobierno los pueblos cristianos; cuando había pueblos y había cristianos.

El que niega al Papa suprime el cristianismo: no hay vuelta de hoja. Demasiado lo vemos en el Cisma griego del siglo IX, de donde salió la Iglesia separada sedicente “ortodoxa”, hoy deshecha por el bolchevismo; y en la Protesta del siglo XVI, conver¬tida hoy en un cristismo vago y nebuloso, y en una polvareda de sectas, contradictorias en sus dogmas e inseguras en su moral; donde ni la creencia central en la Divinidad de Cristo ha quedado incólume. Se han ido por el camino de “las turbas”, que llega a la turbación: “fue Juan el Bautista, o Elías o Jeremías o algún Profeta”: pues lo que profesan hoy día los protestantes acerca de Cristo (aun cuando le conserven el nombre de Hijo de Dios) no pasa en general de tenerlo por algo así como un profeta, o un hombre extraordinario: por lo mismo que lo tuvo Mahoma. Sólo Pedro sigue confesando eternamente a Cristo; y el que se arranca de Pedro, pierde a Cristo.
Cuando los novadores del siglo XVI, en la revolución religiosa más vasta de la historia, cortaron el nudo central del cristianismo, voltearon la Puerta, y se fueron a edificar sobre arena llena de pedruzcos, algunos doctores católicos horrorizados dijeron que esa era la herejía última y total: que no se podía ir más allá en materia de herejía; y con razón en cierto sentido, pues por esa brecha pueden entrar todos los errores religiosos; como de hecho entraron. Del seno del protestantismo nórdico nació el filosofismo o deísmo, y luego el liberalismo, que contagiaron a los países latinos; más tarde el comunismo, que triunfó en la región religiosamente devastada por el Cisma Griego; y en el seno de estos errores nació el modernismo teológico (o naturalis¬mo religioso, o “aloguismo”, o como quieran llamarle) , que por todas partes comenzó a ablandar como un ácido no sólo la fe, sino la misma razón incluso; por lo cual Belloc lo bautizó “aloa guismo” (Las Grandes Herejías, trad. cast. Espiga de Oro, 1946).

No era pues el protestantismo la herejía “total”; se podía ir más allá, pues de hecho se fue. Pero ahora, si se llegan a unir, fundir o combinar entre sí capitalismo liberal, comunismo y mo¬dernismo (como no es imposible), entonces se habrá tocado fondo, “las profundidades de Satán”; y ya está hecha la cuna del Anticristo. Estas tres herejías, dominantes hoy, son las Tres Ra¬nas del Apocalipsis “que eran tres espíritus impuros”, dice san Juan: “tres grandes herejías”, interpreta 'san Agustín; “los cuales salieron haciendo prodigios a preceder a los Reyes de toda la tierra para la Guerra Grande”, que precederá al “día grande del Omnipotente Dios”, añade el Profeta (Apoc. XVI, 13).

Ya que estamos con Satán y sus cositas, veamos lo que siguió en seguida de la Confesión de Pedro. Les predijo después Cristo por primera vez su Pasión e ignominiosa Muerte. Pedro protestó y comenzó muy acalorado a disuadirlo (“no digas macanas”) a la manera de los criados viejos cuando reprenden al patrón mozo. Cristo le reprendió a su vez con una violencia increíble: lo llamó “¡Satán!” ¿Ayer no más era “bienaventurado” e “inspirado por el Padre” y hoy es Satán?, se asombra san Agustín. Así es. La razón la dio antes Cristo: “No es la carne y la sangre, Simón Pedro, quien te ha dictado esta palabra, sino mi Padre que está en los cielos”:quien te la ha dictado AYER; pero HOY (distingue témspora et concordabis jura), es el afecto natural de Pedro a Cristo quien dicta y habla; y su ambición, y sus ilusiones acerca del Rei¬no Mesiánico, tan pertinaces. Y el Evangelista o Cristo mismo quiso marcar este contraste y enseñar esto: que no es necesario para el gobierno de la Iglesia, y la guarda de la Revelación, que el hombre Pedro, o el hombre Pío, o el hombre Juan, sean puros e inmaculados; aunque sea deseable. Pedro representa a Cristo y está en lugar de Cristo; y cuando reconoce, confiesa, profesa y proclama a Cristo, habla con la voz de Dios; pero el mismo Pedro como persona privada, hablando por sus fuerzas naturales y con su entendimiento humano... puede decir y hacer en efecto cosas indignas, escandalosas e incluso satánicas. Existen entre nosotros fulanos que piensan es devoción al Sumo Pontificado decir que el Papa “gloriosamente reinante” en cualquier tiempo “es un santo y un sabio”, “ese santazo que tenemos de Papa”, aunque no sepan un comino de su persona. Eso es fetichismo africano, es mentir sencillamente a veces, es ridículo; y nos vuelve la irri¬sión de los infieles. Lo que cumple es obedecer lo que manda el Papa (como estos no siempre hacen) y respetarlo en cualquier caso, como Pontífice; y amarlo como persona, cuando merece ser amado.

Los defectos y los pecados personales son pasajeros; la función social del Monarca Eclesiástico es permanente. “Satán”, desapareció de allí al grito de Cristo: “¡Atrás, Satanás!”; y quedó Pedro el Primado. El Papa como Papa está en lugar de Cristo; como hombre será juzgado (gravemente) por Cristo; y no necesita ni que nosotros lo juzguemos ni que lo andemos alabando a lo bobo.

Leonardo Castellani
Las parábolas de Cristo
Itinerarium, Buenos Aires 1959.