miércoles, 16 de junio de 2010

AMAR LA TRADICIÓN

Escribo esta consideración en la fiesta de los Mártires de la Tradición, el 10 de marzo, la vieja fiesta familiar de la Tradición Española, que venera a cuantos murieron y lucharon por mantener la tradición católica de España. Todos debemos amar la Tradición, y si preciso fuera, morir en su defensa. Esa actitud tradicional de nuestra vida religiosa, nos ha de diferenciar de toda otra actitud que aun llamándose católica, vive de espaldas a la tradición católica, y se entrega a un utópico modernismo sin raíces tradicionales.

La Iglesia es nuestra Madre, la Iglesia que, además de Una, Santa, Católica y Apostólica, es toda Ella Tradicional. La Iglesia es el Reino de Jesucristo en la tierra que se va transmitiendo en tradición viva de generación en generación. Sus enseñanzas no son innovaciones para cada época de la Humanidad, con diferentes posiciones, para cada pueblo, para cada color, de la historia humana. Nuestra fe de hoy, la fe de la Iglesia, hoy como ayer, enseña a todos los hombres, es la misma fe de San Pedro y San Pablo, la misma fe de los circos romanos, de las catacumbas, la misma fe que predicaron San Metodio, San Columbano, San Francisco Javier, el beato Diego de San Vítores, y los obispos y sacerdotes mártires de la persecución religiosa en España en 1936. La doctrina de la Iglesia no está sujeta a modificaciones, a incrementos de verdades que Ella enseña. Nada tiene que ver con el aumento de los contenidos científicos. Que hacen a las ciencias humanas cada vez más dilatadas, más evolucionadas, en el contenido de sus verdades científicas, abandonadas unas en el hoy, y que se consideraron tal vez intangibles en el ayer. No hay evolución, no hay cambio, sino la enseñanza de una misma fe, de la misma sabiduría, de la misma doctrina de salvación.

En medio de un mundo cambiante, con paso efímero de pueblos, civilizaciones, culturas e imperios, la Iglesia permanece siempre coherente consigo misma desde el primer día hasta la más actual modernidad. Los cambios que algunos dicen se han dado en Ella no son más que falsos enfoques de su realidad sobrenatural, porque de hecho las diferentes dimensiones de la cultura y de la evolución humana en todas sus variantes y complejos aspectos, son los que iluminan la Iglesia con su misma luz. Al reflejar esa luz, las cosas de los hombres toman colores y formas diferentes. Pero son las cosas de los hombres las que cambian, porque la luz es siempre la misma. Como la luz del sol ilumina cada nuevo día, cielos y tierras, que aparecen siempre renovados, la luz de la Iglesia ilumina todos los amaneceres humanos y todas las mutaciones de todos los siglos, siempre con su misma luz que penetra hasta los más recónditos entresijos de las creaciones de los hombres. Las circunstancias y las obras humanas cambian; pero la luz de la Iglesia no cambia al iluminarlas todas con su claridad.

La Iglesia es Tradición, amor al tesoro de los siglos, amor a todas las palabras que a lo largo de los siglos ha ido pronunciando la Iglesia para enseñar su doctrina de salvación. No "modernizar", no "acomodar" la Iglesia a las cambiantes situaciones. El esfuerzo de los hijos de la Iglesia se ha de situar en acomodar la cultura, el trabajo, la civilización del momento a las enseñanzas permanentes de la Iglesia y a su Magisterio tradicional. Novedades, no gracias. Tradición viva, sí.

Padre José María Alba Cereceda, SJ

lunes, 14 de junio de 2010

HOMILÍA DEL ROMANO PONTÍFICE EN LA CLAUSURA DEL AÑO SACERDOTAL

El Año Sacerdotal que hemos celebrado, 150 años después de la muerte del santo Cura de Ars, modelo del ministerio sacerdotal en nuestros días, llega a su fin. Nos hemos dejado guiar por el Cura de Ars para comprender de nuevo la grandeza y la belleza del ministerio sacerdotal. El sacerdote no es simplemente alguien que detenta un oficio, como aquellos que toda sociedad necesita para que puedan cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario, el sacerdote hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo la palabra de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de nuestra vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de acción de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación, palabras que lo hacen presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los elementos del mundo; son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a Él. Por tanto, el sacerdocio no es un simple «oficio», sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar, esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio». Que Dios nos considere capaces de esto; que por eso llame a su servicio a hombres y, así, se una a ellos desde dentro, esto es lo que en este año hemos querido de nuevo considerar y comprender. Queríamos despertar la alegría de que Dios esté tan cerca de nosotros, y la gratitud por el hecho de que Él se confíe a nuestra debilidad; que Él nos guíe y nos ayude día tras día. Queríamos también, así, enseñar de nuevo a los jóvenes que esta vocación, esta comunión de servicio por Dios y con Dios, existe; más aún, que Dios está esperando nuestro «sí». Junto con la Iglesia, hemos querido destacar de nuevo que tenemos que pedir a Dios esta vocación. Pedimos trabajadores para la mies de Dios, y esta plegaria a Dios es, al mismo tiempo, una llamada de Dios al corazón de jóvenes que se consideren capaces de eso mismo para lo que Dios los cree capaces. Era de esperar que al «enemigo» no le gustara que el sacerdocio brillara de nuevo; él hubiera preferido verlo desaparecer, para que al fin Dios fuera arrojado del mundo. Y así ha ocurrido que, precisamente en este año de alegría por el sacramento del sacerdocio, han salido a la luz los pecados de los sacerdotes, sobre todo el abuso a los pequeños, en el cual el sacerdocio, que lleva a cabo la solicitud de Dios por el bien del hombre, se convierte en lo contrario. También nosotros pedimos perdón insistentemente a Dios y a las personas afectadas, mientras prometemos que queremos hacer todo lo posible para que semejante abuso no vuelva a suceder jamás; que en la admisión al ministerio sacerdotal y en la formación que prepara al mismo haremos todo lo posible para examinar la autenticidad de la vocación; y que queremos acompañar aún más a los sacerdotes en su camino, para que el Señor los proteja y los custodie en las situaciones dolorosas y en los peligros de la vida. Si el Año Sacerdotal hubiera sido una glorificación de nuestros logros humanos personales, habría sido destruido por estos hechos. Pero, para nosotros, se trataba precisamente de lo contrario, de sentirnos agradecidos por el don de Dios, un don que se lleva en «vasijas de barro», y que una y otra vez, a través de toda la debilidad humana, hace visible su amor en el mundo. Así, consideramos lo ocurrido como una tarea de purificación, un quehacer que nos acompaña hacia el futuro y que nos hace reconocer y amar más aún el gran don de Dios. De este modo, el don se convierte en el compromiso de responder al valor y la humildad de Dios con nuestro valor y nuestra humildad. La palabra de Cristo, que hemos entonado como canto de entrada en la liturgia, puede decirnos en este momento lo que significa hacerse y ser sacerdotes: «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).

Celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús y con la liturgia echamos una mirada, por así decirlo, dentro del corazón de Jesús, que al morir fue traspasado por la lanza del soldado romano. Sí, su corazón está abierto por nosotros y ante nosotros; y con esto nos ha abierto el corazón de Dios mismo. La liturgia interpreta para nosotros el lenguaje del corazón de Jesús, que habla sobre todo de Dios como pastor de los hombres, y así nos manifiesta el sacerdocio de Jesús, que está arraigado en lo íntimo de su corazón; de este modo, nos indica el perenne fundamento, así como el criterio válido de todo ministerio sacerdotal, que debe estar siempre anclado en el corazón de Jesús y ser vivido a partir de él. Quisiera meditar hoy, sobre todo, los textos con los que la Iglesia orante responde a la Palabra de Dios proclamada en las lecturas. En esos cantos, palabra y respuesta se compenetran. Por una parte, están tomados de la Palabra de Dios, pero, por otra, son ya al mismo tiempo la respuesta del hombre a dicha Palabra, respuesta en la que la Palabra misma se comunica y entra en nuestra vida. El más importante de estos textos en la liturgia de hoy es el Salmo 23 [22] – «El Señor es mi pastor» –, en el que el Israel orante acoge la autorrevelación de Dios como pastor, haciendo de esto la orientación para su propia vida. «El Señor es mi pastor, nada me falta». En este primer versículo se expresan alegría y gratitud porque Dios está presente y cuida de nosotros. La lectura tomada del Libro de Ezequiel empieza con el mismo tema: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro» (Ez 34,11). Dios cuida personalmente de mí, de nosotros, de la humanidad. No me ha dejado solo, extraviado en el universo y en una sociedad ante la cual uno se siente cada vez más desorientado. Él cuida de mí. No es un Dios lejano, para quien mi vida no cuenta casi nada. Las religiones del mundo, por lo que podemos ver, han sabido siempre que, en último análisis, sólo hay un Dios. Pero este Dios era lejano. Abandonaba aparentemente el mundo a otras potencias y fuerzas, a otras divinidades. Había que llegar a un acuerdo con éstas. El Dios único era bueno, pero lejano. No constituía un peligro, pero tampoco ofrecía ayuda. Por tanto, no era necesario ocuparse de Él. Él no dominaba. Extrañamente, esta idea ha resurgido en la Ilustración. Se aceptaba no obstante que el mundo presupone un Creador. Este Dios, sin embargo, habría construido el mundo, para después retirarse de él. Ahora el mundo tiene un conjunto de leyes propias según las cuales se desarrolla, y en las cuales Dios no interviene, no puede intervenir. Dios es sólo un origen remoto. Muchos, quizás, tampoco deseaban que Dios se preocupara de ellos. No querían que Dios los molestara. Pero allí donde la cercanía del amor de Dios se percibe como molestia, el ser humano se siente mal. Es bello y consolador saber que hay una persona que me quiere y cuida de mí. Pero es mucho más decisivo que exista ese Dios que me conoce, me quiere y se preocupa por mí. «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen» (Jn 10,14), dice la Iglesia antes del Evangelio con una palabra del Señor. Dios me conoce, se preocupa de mí. Este pensamiento debería proporcionarnos realmente alegría. Dejemos que penetre intensamente en nuestro interior. En ese momento comprendemos también qué significa: Dios quiere que nosotros como sacerdotes, en un pequeño punto de la historia, compartamos sus preocupaciones por los hombres. Como sacerdotes, queremos ser personas que, en comunión con su amor por los hombres, cuidemos de ellos, les hagamos experimentar en lo concreto esta atención de Dios. Y, por lo que se refiere al ámbito que se le confía, el sacerdote, junto con el Señor, debería poder decir: «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen». «Conocer», en el sentido de la Sagrada Escritura, nunca es solamente un saber exterior, igual que se conoce el número telefónico de una persona. «Conocer» significa estar interiormente cerca del otro. Quererle. Nosotros deberíamos tratar de «conocer» a los hombres de parte de Dios y con vistas a Dios; deberíamos tratar de caminar con ellos en la vía de la amistad de Dios.

Volvamos al Salmo. Allí se dice: «Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (23 [22], 3s). El pastor muestra el camino correcto a quienes le están confiados. Los precede y guía. Digámoslo de otro modo: el Señor nos muestra cómo se realiza en modo justo nuestro ser hombres. Nos enseña el arte de ser persona. ¿Qué debo hacer para no arruinarme, para no desperdiciar mi vida con la falta de sentido? En efecto, ésta es la pregunta que todo hombre debe plantearse y que sirve para cualquier período de la vida. ¡Cuánta oscuridad hay alrededor de esta pregunta en nuestro tiempo! Siempre vuelve a nuestra mente la palabra de Jesús, que tenía compasión por los hombres, porque estaban como ovejas sin pastor. Señor, ten piedad también de nosotros. Muéstranos el camino. Sabemos por el Evangelio que Él es el camino. Vivir con Cristo, seguirlo, esto significa encontrar el sendero justo, para que nuestra vida tenga sentido y para que un día podamos decir: “Sí, vivir ha sido algo bueno”. El pueblo de Israel estaba y está agradecido a Dios, porque ha mostrado en los mandamientos el camino de la vida. El gran salmo 119 (118) es una expresión de alegría por este hecho: nosotros no andamos a tientas en la oscuridad. Dios nos ha mostrado cuál es el camino, cómo podemos caminar de manera justa. La vida de Jesús es una síntesis y un modelo vivo de lo que afirman los mandamientos. Así comprendemos que estas normas de Dios no son cadenas, sino el camino que Él nos indica. Podemos estar alegres por ellas y porque en Cristo están ante nosotros como una realidad vivida. Él mismo nos hace felices. Caminando junto a Cristo tenemos la experiencia de la alegría de la Revelación, y como sacerdotes debemos comunicar a la gente la alegría de que nos haya mostrado el camino justo de la vida.

Después viene una palabra referida a la “cañada oscura”, a través de la cual el Señor guía al hombre. El camino de cada uno de nosotros nos llevará un día a la cañada oscura de la muerte, a la que ninguno nos puede acompañar. Y Él estará allí. Cristo mismo ha descendido a la noche oscura de la muerte. Tampoco allí nos abandona. También allí nos guía. “Si me acuesto en el abismo, allí te encuentro”, dice el salmo 139 (138). Sí, tú estás presente también en la última fatiga, y así el salmo responsorial puede decir: también allí, en la cañada oscura, nada temo. Sin embargo, hablando de la cañada oscura, podemos pensar también en las cañadas oscuras de las tentaciones, del desaliento, de la prueba, que toda persona humana debe atravesar. También en estas cañadas tenebrosas de la vida Él está allí. Señor, en la oscuridad de la tentación, en las horas de la oscuridad, en que todas las luces parecen apagarse, muéstrame que tú estás allí. Ayúdanos a nosotros, sacerdotes, para que podamos estar junto a las personas que en esas noches oscuras nos han sido confiadas, para que podamos mostrarles tu luz.

«Tu vara y tu cayado me sosiegan»: el pastor necesita la vara contra las bestias salvajes que quieren atacar el rebaño; contra los salteadores que buscan su botín. Junto a la vara está el cayado, que sostiene y ayuda a atravesar los lugares difíciles. Las dos cosas entran dentro del ministerio de la Iglesia, del ministerio del sacerdote. También la Iglesia debe usar la vara del pastor, la vara con la que protege la fe contra los farsantes, contra las orientaciones que son, en realidad, desorientaciones. En efecto, el uso de la vara puede ser un servicio de amor. Hoy vemos que no se trata de amor, cuando se toleran comportamientos indignos de la vida sacerdotal. Como tampoco se trata de amor si se deja proliferar la herejía, la tergiversación y la destrucción de la fe, como si nosotros inventáramos la fe autónomamente. Como si ya no fuese un don de Dios, la perla preciosa que no dejamos que nos arranquen. Al mismo tiempo, sin embargo, la vara continuamente debe transformarse en el cayado del pastor, cayado que ayude a los hombres a poder caminar por senderos difíciles y seguir a Cristo.

Al final del salmo, se habla de la mesa preparada, del perfume con que se unge la cabeza, de la copa que rebosa, del habitar en la casa del Señor. En el salmo, esto muestra sobre todo la perspectiva del gozo por la fiesta de estar con Dios en el templo, de ser hospedados y servidos por él mismo, de poder habitar en su casa. Para nosotros, que rezamos este salmo con Cristo y con su Cuerpo que es la Iglesia, esta perspectiva de esperanza ha adquirido una amplitud y profundidad todavía más grande. Vemos en estas palabras, por así decir, una anticipación profética del misterio de la Eucaristía, en la que Dios mismo nos invita y se nos ofrece como alimento, como aquel pan y aquel vino exquisito que son la única respuesta última al hambre y a la sed interior del hombre. ¿Cómo no alegrarnos de estar invitados cada día a la misma mesa de Dios y habitar en su casa? ¿Cómo no estar alegres por haber recibido de Él este mandato: “Haced esto en memoria mía”? Alegres porque Él nos ha permitido preparar la mesa de Dios para los hombres, de ofrecerles su Cuerpo y su Sangre, de ofrecerles el don precioso de su misma presencia. Sí, podemos rezar juntos con todo el corazón las palabras del salmo: «Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida» (23 [22], 6).

Por último, veamos brevemente los dos cantos de comunión sugeridos hoy por la Iglesia en su liturgia. Ante todo, está la palabra con la que san Juan concluye el relato de la crucifixión de Jesús: «uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,34). El corazón de Jesús es traspasado por la lanza. Se abre, y se convierte en una fuente: el agua y la sangre que manan aluden a los dos sacramentos fundamentales de los que vive la Iglesia: el Bautismo y la Eucaristía. Del costado traspasado del Señor, de su corazón abierto, brota la fuente viva que mana a través de los siglos y edifica la Iglesia. El corazón abierto es fuente de un nuevo río de vida; en este contexto, Juan ciertamente ha pensado también en la profecía de Ezequiel, que ve manar del nuevo templo un río que proporciona fecundidad y vida (Ez 47): Jesús mismo es el nuevo templo, y su corazón abierto es la fuente de la que brota un río de vida nueva, que se nos comunica en el Bautismo y la Eucaristía.

La liturgia de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, sin embargo, prevé como canto de comunión otra palabra, afín a ésta, extraída del evangelio de Juan: «El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba. Como dice la Escritura: De sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (cfr. Jn 7,37s). En la fe bebemos, por así decir, del agua viva de la Palabra de Dios. Así, el creyente se convierte él mismo en una fuente, que da agua viva a la tierra reseca de la historia. Lo vemos en los santos. Lo vemos en María que, como gran mujer de fe y de amor, se ha convertido a lo largo de los siglos en fuente de fe, amor y vida. Cada cristiano y cada sacerdote deberían transformarse, a partir de Cristo, en fuente que comunica vida a los demás. Deberíamos dar el agua de la vida a un mundo sediento. Señor, te damos gracias porque nos has abierto tu corazón; porque en tu muerte y resurrección te has convertido en fuente de vida. Haz que seamos personas vivas, vivas por tu fuente, y danos ser también nosotros fuente, de manera que podamos dar agua viva a nuestro tiempo. Te agradecemos la gracia del ministerio sacerdotal. Señor, bendícenos y bendice a todos los hombres de este tiempo que están sedientos y buscando. Amén.

Benedicto XVI
Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús
Plaza de San Pedro
Viernes 11 de junio de 2010

sábado, 12 de junio de 2010

FINAL DEL AÑO SACERDOTAL: BUSCANDO UN MODELO


Homilía del Padre José María Serra mCR el día 21 de enero de 2002 en la Misa funeral celebrada en Castellón de la Plana por el eterno descanso del padre José María Alba Cereceda S.J.

Queridos hermanos:

Estamos celebrando la acción sacerdotal de Jesucristo, que hoy ofrecemos por el alma de nuestro Padre José María Alba, cuando hace diez días que fue llamado por Dios para reunirse con Él.

"Ángel", en hebreo, quiere decir mensajero. Es el nombre con que se designa al que es enviado como apóstol, a favor de los que se han de salvar. Además, Jesucristo dijo que nuestros ángeles están siempre en la presencia de Dios, viendo el rostro de Dios. Por otro lado, los ángeles son modelo insigne de humildad porque, trabajando por la salvación de los elegidos, lo hacen siempre desde la sombra, sin darse a conocer; inspirándonos, empujándonos al bien, pero sin aparecer visiblemente. Así, nos parece tantas veces que hemos tenido una feliz ocurrencia cuando no ha sido sino una inspiración angélica.

Hace veintisiete o veintiocho años que conocí al Padre Alba. Hace algunos menos que la Providencia se dignó llamarme a Su servicio, y el Padre Alba me acogió en la Escuela Apostólica de la Sociedad Misionera. Entonces, alguien de mi familia -que yo no sabía que conociese al Padre- (porque con el Padre Alba siempre ha pasado así: de pronto aparece alguien que inesperada e imprevisiblemente le conoce y te cuenta alguna cosa edificante sobre él) me dijo: "¡Ah! El Padre Alba es un ángel!"

Y tenía razón mi pariente. Porque el Padre Alba ha sido un apóstol; como los ángeles, enviados como mensajeros para completar el número de los elegidos. Un apóstol que trabajó en campos donde no podía esperar un lucimiento pastoral: en los barrios marginales de Barcelona, donde la revolución de unos incitaba al ateísmo, y donde la despreocupación pastoral de otros contribuía a que el pueblo se convirtiera en campo abonado para el crecimiento del odio marxista. Así nació la Asociación de la Inmaculada y San Luis Gonzaga.

Pero, con miras mucho más amplias, su apostolado se dirige no sólo a aquéllos a quienes el clero abandonaba, sino al clero mismo. Entonces se funda la Asociación de sacerdotes y religiosos de San Antonio María Claret y, después, la Hermandad Sacerdotal Española, para reconstruir aquello que eran las causas mismas que debían evitar la destrucción de la Iglesia. Por ello también, cultiva el apostolado intelectual de aquellos cuyos ángeles están en el cielo viendo el rostro de Dios; y se dedica a los jóvenes en el colegio. Primero, un colegio en Barcelona y después el colegio de Sentmenat. A menudo le oímos decir que el apostolado más importante es el científico; y ello porque evangeliza aquello más característico de la racionalidad humana: su inteligencia. Es entonces cuando el hombre, con razones iluminadas desde la Fe, se hace testigo de Cristo ante la sociedad y ante el mundo. Nuestro Padre manifestó la verdad ante todos, costara lo que costara; fue el hombre del consejo seguro, de la dirección espiritual recta.

Y fue, a semejanza de los ángeles, un hombre de humildad proverbial. Se ha dicho que el mundo necesita "secundadores". Porque no hacen falta tanto ideas grandes cuanto hombres que estén dispuestos a sostenerlas, sacrificarse por ellas, hacerlas crecer. Y, por no apuntarse a lo más, el Padre se mostraba a sí mismo como un secundador. Secundador del P. Piulachs, secundador de la obra del Colegio, secundador del obispo Guerra Campos,... Por su humildad. Porque todo lo que conozco -la Asociación, la Unión Seglar, el Colegio,...-, todo lo había fundado él. Todo era obra de él como inspirador y promotor y alma. Pero, por humildad, siempre lo atribuía a alguien otro.

Su gran obra fue la Sociedad Misionera de Cristo Rey, que recopila sus tres notas más personales: apostolado, ciencia y virtud. Porque es Sociedad Misionera, es decir, apostólica, en el apostolado más necesario, el de la misión. ¡Cuántas veces nos decía que no tenemos que ser tropas de ocupación, sino tropas de conquista! No conformarnos con mantener lo que nuestros antepasados consiguieron, sino conseguir nuevas conquistas para Cristo.

Sociedad Misionera, y de Cristo Rey. Se muestra aquí la luz de la Fe, la formación de las inteligencias bajo el Reinado de Cristo, el Señor. Hace muy poco, en una conferencia, Monseñor Darío Castrillón, prefecto de la Congregación para el Clero -con el cual, precisamente, se había entrevistado el Padre Alba recientemente- hablaba de la urgencia de recuperar la Doctrina sobre Cristo Rey. Y subrayaba, justamente, algo que el Padre Alba había destacado siempre: Cristo no es un Rey cósmico, en el sentido de que no es Rey del Universo, tal como reza el título castellano de la Misa. Cristo es Rex universorum. Ahora bien, Rex universorum significa justamente Rey de todas las cosas. Por eso, Monseñor Castrillón denuncia que un reinado cósmico es absolutamente ineficaz y falso. El sentido de la fiesta y del título de Cristo Rey es el Reinado Social: todas las instituciones y todas las asociaciones, que conforman y edifican una nación, una patria, tienen que estar bajo el dominio de Cristo Rey. Por eso, el mensaje más original y propio del Padre es hoy tan urgente y tan necesario; y es la verdadera herencia que tenemos que conservar y hacer crecer.

El Padre fue un ángel para muchos de nosotros; un verdadero ángel de la guarda que nos llevó al verdadero amor a la Iglesia y al verdadero conocimiento de aquello que la Esposa de Cristo enseña: al verdadero Magisterio de la Iglesia; más allá de las modas de los teólogos. Por eso le pedimos hoy todos nosotros -vosotros, que le conocisteis de modo particular llevados por vuestra devoción a la Cruz del Bartolo, que él siempre tanto animó y fomentó-, le pedimos que nos dé parte de la Caridad de su apostolado; de la Fe de su doctrina, de su pensamiento, de su fidelidad al Magisterio perenne de la Iglesia; y de su humildad, fundamentada en la Esperanza de que, como amigos de Cristo Rey, también un día, como él, todos nosotros participaremos en el gozo de nuestro Señor. Que así sea.

miércoles, 9 de junio de 2010

HERMANDAD SACERDOTAL ESPAÑOLA


Los buenos historiadores, es decir aquellos que sólo desean exponer la verdad de los hechos sin prejuicios, tendrán en años venideros un gran trabajo para, con equilibrio, interpretar y juzgar lo acontecido en los últimos críticos cuarenta años de nuestro catolicismo. Años en los que la “tradición” nunca estuvo excomulgada, aunque sí perseguida, en unos casos, y despreciada en casi todos. Algunas Congregaciones religiosas del espectro tradicional, que iniciaron su andadura en primer lugar, cronológicamente hablando, fueron regularizando su situación y otras, nacidas posteriormente, directamente se insertaron en un marco jurídico canónico. Un grupo importante, la FSSPX, de la corriente “tradicionalista” tuvo sus obispos excomulgados y, todavía, su Sociedad en situación irregular. Esperemos que se continúe el proceso, iniciado hace años pero acelerado en este papado, como reconoce el superior de la citada fraternidad Mons. Fellay: “lo que ha ocurrido ahora no es fruto de una tratativa o de un acuerdo. Es un acto gratuito y unilateral que demuestra que Roma nos quiere realmente bien. (…) todo ha cambiado y eso se lo debemos al Papa”.

Dentro de estas últimas cuatro décadas, en España, no podemos dejar de rendir un sentido homenaje a una asociación, la Hermandad Sacerdotal Española (HSE), y a las Uniones Seglares surgidas a su vera, nacida en el mes de julio del año 1.969, que llegó a tener cerca de ocho mil sacerdotes afiliados, regulares y seculares, entre los cuales muchos conocidos filósofos y teólogos. No se produjo, entre sus filas, ninguna secularización y siendo sus miembros tremendamente críticos con la situación eclesial y con la actitud de gran parte de la jerarquía sin una respuesta adecuada a la misma, jamás dejaron de ser leales a sus promesas de obediencia. Con una fidelidad puesta a prueba continuamente, en medio de un contexto de deserciones al sacerdocio y contestaciones al Magisterio de la Iglesia, dieron un testimonio que les caracterizó durante todas las batallas en defensa de la Verdad en las que se vieron envueltos.

Yo era un adolescente, pero por las revistas a las que estaba suscrito mi padre, aún puedo recordar aquellas jornadas sacerdotales convocadas por la HSE, como las de 1.972, celebradas en Zaragoza, en las que se reunieron tres mil sacerdotes ataviados como tales con el traje talar; las de Cuenca 1974 con 2.400 asistentes que la revista Iglesia-Mundo, en su portada, titulaba “Los curas con sotana dan la cara” y en la que se recogía las palabras de Mons. Guerra Campos “tenemos que transmitir el dogma y no nuestras propias ocurrencias”, jornadas en las que desde su estudio podríamos, después de más de treinta años, entender la situación vivida en aquel momento reflexionando sobre las palabras del entonces presidente de la HSE el franciscano P. Oltra que hacia mención a “aquellos que nos quieren sacar del templo con vilipendio” o, incluso gráficamente, en una foto que se hizo famosa, la escena en la que un canónigo de Málaga, D. Luis Vera, fue alzado en hombros por otros sacerdotes, en la plaza de la Catedral conquense, al terminar su conferencia en la que hizo referencia a los teólogos modernos “que pretenden parir Iglesias nuevas desde hoteles de cuatro estrellas”. Después se organizarían en Santiago de Compostela, Granada 1.978 en las que advirtieron sobre una Constitución que dejaba “la orientación moral de las leyes y de los actos de gobierno a merced de las ideologías imperantes en los poderes públicos”… y hasta el día de hoy, que mermadas sus filas por el fallecimiento de miles de aquellos fieles sacerdotes, siguen celebrándose las correspondientes jornadas.

Simplemente mencionar a los que fueran presidentes de la HSE: el citado P. Miguel Oltra que sería, junto al P. Venancio Marcos, el encargado de iniciar el sufrido recorrido de esta asociación sacerdotal; el Magistral de la Catedral de Vitoria, don Luis Madrid Corchera, que escribiría un libro con parte de las vicisitudes vividas desde la HSE, cuyo título lo dice todo: “Historia de un gran amor a la Iglesia no correspondido”; y, por último, el Padre Antonio Turú Rofes, que, también, es el Superior de los Misioneros de Cristo Rey fundados de la mano del P. José Mª Alba S.I., que, a su vez, fue cofundador de la HSE.

Hoy las palabras de la Jerarquía de la Iglesia hacen justicia a todos aquellos santos sacerdotes, no porque los nombre sino por la razón que dan a las posturas que ellos mantuvieron por amor a Cristo y a la Iglesia entre muchas incomprensiones de los que cerraron sus oídos a todas sus denuncias y afirmaciones.


Luis Joaquín Jaubert, sacerdote
Diario Ya

sábado, 5 de junio de 2010

MILITARES SIN PATRIA


¿PARA qué existen los militares? Para defender la patria hasta la entrega de la propia vida, si fuera preciso. Y, puesto que la patria es la «tierra de los padres», hemos de concluir que los militares mueren por la tierra y por los padres. Morir por un pedazo de tierra -por extenso o fértil que sea- es algo ridículo, tan ridículo como hacerlo por cualquier otra posesión material, sólo comprensible en quienes están enfermos de avaricia; y como, además, la patria no es tierra que se reparta por partes alícuotas entre sus oriundos, sino que sólo les pertenece en un sentido ideal, tal sacrificio se tornaría doblemente ridículo... si no fuera porque hay algo más. Morir por los padres es obligación de la sangre, si los padres están vivos (y obligación del honor, si están muertos y su memoria es ultrajada); pero morir por los padres de un señor de Cuenca o Albacete a quien no conocemos de nada es algo igual de ridículo que morir por un pedazo de tierra sobre el que no poseemos título de propiedad alguno... si no fuera porque hay algo más. Y ese «algo más» es lo que hace que la defensa de la patria hasta la entrega de la propia vida no sea una tarea ridícula, sino admirable y heroica. ¿Y qué es ese «algo más», se preguntarán las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan?

Pues ese algo más es la conciencia de una misión común, que sólo proporciona el sentido religioso. El amor a la tierra de nuestros padres sólo es posible cuando admitimos que estamos ligados en una misión común con nuestros antepasados; una misión que recibimos, heredada a través de la sangre y la tradición, y que da sentido a nuestra vida a lo largo de sucesivas generaciones. Pero este sentido de dependencia a una misión común sólo se explica si aceptamos su naturaleza religiosa: los pueblos se vinculan a la tierra cuando la perciben como una heredad recibida del cielo; y se vinculan a los otros pobladores de esa tierra y a sus antepasados cuando entre ellos surge la conciencia de una Paternidad común. El aglutinante que une a los hombres con la tierra que pueblan, y con los hombres que previamente la poblaron, es siempre de naturaleza religiosa en su origen; y aunque es cierto que luego el patriotismo adquiere expresiones no estrictamente religiosas, no es menos cierto que, a medida que el aglutinante religioso originario se adultera o esclerotiza, el patriotismo se torna cada vez más pomposo y vacío, más aspaventero y presuntuoso. Y cuando ese aglutinante se extirpa, el patriotismo deviene un sinsentido; ante lo cual, los gobernantes que promueven esa extirpación tienen que inventarse paparruchas del tipo de aquel «patriotismo constitucional» con que nos apedrearon hace algún tiempo; paparruchas que, llegada la hora de la verdad, se revelan hueras, chirles y hebenes. Porque nadie muere -salvo que lo obliguen o lo compren- defendiendo ordenanzas o directrices ministeriales; nadie muere -salvo que lo obliguen o lo compren- defendiendo la democracia ni el sistema métrico decimal.

Desligar el amor a la patria de ese «algo más» aglutinante es tanto como cegar las fuentes o arrancar las raíces de ese amor, que inevitablemente termina agostándose, hasta que finalmente fenece y se pudre. Y a un militar al que le arrebatan ese aglutinante ofrecer la vida en defensa de su patria termina, tarde o temprano, antojándosele algo ridículo. Podrá convertirse en carne de cañón -si le obligan a morir- o en mercenario -si lo compran-, pero nunca más será un verdadero militar, porque ha dejado de tener conciencia de la misión común que justificaba su existencia. Así se puede llegar a constituir un ejército sin ideal, desgajado de la tradición que le da sentido, una burocracia de ganapanes en la que se entremezclan mercenarios y carne de cañón, sin otra misión que el cumplimiento de tal o cual directriz ministerial. Así se convierte al ejército en una patulea de tristes esclavos.

Juan Manuel De Prada
Abc

jueves, 3 de junio de 2010

CORPUS: ADORO TE DEVOTE


Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias. A Ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte.

Al juzgar de Ti, se equivocan la vista, el tacto, el gusto; pero basta el oído para creer con firmeza; creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios: nada es más verdadero que esta Palabra de verdad.

En la Cruz se escondía sólo la Divinidad, pero aquí se esconde también la Humanidad; sin embargo, creo y confieso ambas cosas, y pido lo que pidió aquel ladrón arrepentido.

No veo las llagas como las vió Tomás pero confieso que eres mi Dios: haz que yo crea más y más en Ti, que en Ti espere y que te ame.

¡Memorial de la muerte del Señor! Pan vivo que das vida al hombre: concede a mi alma que de Ti viva y que siempre saboree tu dulzura.

Señor Jesús, Pelícano bueno, límpiame a mí, inmundo, con tu Sangre, de la que una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero.

Jesús, a quien ahora veo oculto, te ruego, que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirar tu rostro cara a cara, sea yo feliz viendo tu gloria.

Amén.

Santo Tomás de Aquino

martes, 1 de junio de 2010

ZAPATERO CUMPLIENDO PROMESAS



En esto consiste la democracia liberal socialista. ¡Abajo el sistema!