De la mano tostada de Yugurta
se escapa una corona de marfiles.
Suena en el turbio bosque enmarañado
al ritmo exacto de los campamentos
y huyen los reyes bárbaros del Ponto,
los príncipes viciosos de Fenicia,
los galos y germanos de la selva,
ante la espada de los centuriones.
La tienda de Escipión huele a perfumes
y él, bañado en el Duero, unge de aceites
su torso, noblemente musculado
mientras en la meseta, arde Numancia.
¡No solloces, ciudad de Celtiberia!
Presidida por ásperos luceros,
abrasadora de cautivas tristes,
que bebes el licor en las vasijas,
cuyo “toten” solar es el caballo.
Por tu profunda noche neolítica,
llegan ya los calzados militares,
el verso de Virgilio a las abejas,
el mármol, la columna y el derecho,
la elipse dura del anfiteatro
y la dulzura clara de las Termas.
Salustio y Tito para tus campañas,
ecos de Cicerón en tus viñedos.
La Norma, la Medida, en los oscuros
Imperios de avestruces y elefantes
y por el claro mar deshabitado,
Diosas desnudas entre los delfines.
Tu ley, ¡oh Roma madre! el duro bronce
de tus tablas servidas por lictores
en la Britania que desdeña César
el la Hispania que sigue de Sertorio
la toga blanca y la celeste cierva
que interpreta los sueños misteriosos.
Hoy ¡Roma eterna! vibren de d'Annunzio
las estrofas en bocas abisinias.
Tu dulce lengua del Renacimiento
hablada por los papas entre mármoles
resuene en el Tigré, como un milagro.
Milenaria ciudad; leche de loba
tienen los labios que pronuncian firmes
la plenitud católica del Dogma.
Madre de Europa, Iberia que a tu trono
dio un Adriano viajero, y un Trajano
domeñador resuelto del Danubio
hoy saluda tu Imperio renacido
unida a tu destino y a tu César
contra los mercaderes de Cartago
y el Sanhedrín cobarde de Ginebra.
Agustín de Foxá
El almendro y la espada
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