El esplendor del cielo y el Cristo glorioso abren las visiones del último libro de la Sagrada Escritura, y las cierran la Nueva Jerusalén y la visión beatífica. No es, pues, el Apocalipsis, como se atrevió a decir Borges, un «libro de amenazas atroces y de júbilos feroces». Tras las huellas de Pieper, señala Castellani que la esjatología cristiana incluye dos elementos diversos: el fin catastrófico intrahistórico de la humanidad y el fin triunfal extrahistórico. Lo intrahistórico depende de la voluntad del hombre y las intervenciones metahistóricas provienen de Dios.
Resulta curioso, pero el Señor, en su Discurso Esjatológico, tras preanunciar las cosas más espeluznantes: Será la tribulación más grande que ha existido desde el principio del mundo hasta el presente ni volverá a haberla; los hombres se morirán de terror y de ansiedad por las cosas que vendrán sobre el mundo; las fuerzas cósmicas se desatarán... (cf. Mt 24, 21 ss.; Lc 21, 23 ss.), concluye: «Entonces cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque está cerca vuestra salvación» (Lc 21, 28). Es la actitud compleja del cristiano, cuya fe le asegura que este aión, este ciclo de la Creación, tendrá su fin, precedido por una tremenda agonía, pero será seguido de una espléndida reconstrucción. Bien señala nuestro autor que, por una paradoja de la psicología profunda, esta literatura «pesimista» ha sostenido el «optimismo» constructivo del Cristianismo. En las épocas en que la Iglesia vivió en el temblor y en la proclamación osada de la «inminente Parusía» es cuando proyectó la Cristiandad, como en los tiempos de San Pablo, de San Ireneo, de San Agustín...
Por otra parte, el conocimiento y la previsión de las catástrofes apocalípticas sirvió a los pueblos fieles para sobrellevar con entereza las catástrofes del momento, lo cual responde adecuadamente a las leyes de la psicología. «Cuando las inmensas vicisitudes del drama de la Historia –escribe Castellani–, que están por encima del hombre y su mezquino racionalismo, llegan a un punto que excede a su poder de medicación y aun a su poder de comprensión –como es el caso en nuestros días– sólo el creyente posee el talismán de ponerse tranquilo para seguir trabajando». Como si dijera: Todo esto ya estaba previsto y aún mucho más, pero después vendrá la victoria definitiva. Para eso se nos ha dado la profecía del Apocalipsis, para nuestro consuelo. Si no la tuviéramos, la tribulación se haría insoportable y su desenlace inextricable. En la Escritura, como ha señalado el Crisóstomo, se nos anuncian los males futuros, para que cuando vengan, no nos aplasten.
Frente al tema de las ultimidades, reiterémoslo por última vez con Castellani, caben posiciones erróneas y contradictorias entre sí. El Iluminismo de los siglos XVIII y XIX despreció la esjatología cristiana junto con toda la religión revelada, burlándose del Anticristo y del Dragón como de cuentos medievales. El resultado fue que cayó en una esjatología espúrea, o mejor, desembocó en dos esjatologías opuestas, fragmentos de la síntesis cristiana: la optimista, del Progreso Indefinido, y la pesimista, del Nihilismo sin sentido.
La primera visión, la visión optimista, encuentra un alto exponente en Kant, como ya lo hemos visto al desarrollar el pensamiento de Pieper. Kant creyó en el Reino instaurado por la sola fuerza de la Razón Pura, profetizando la paz perpetua sobre el fundamento del ideario de la Revolución francesa. También el progresismo católico moderno considera la historia, sobre todo a partir del Renacimiento, como un progreso indeclinable hacia el Punto Omega. Trátase siempre de una esjatología inmanente, cismundana, a la que de algún modo es reductible la teoría del «eterno retorno» de los hindúes, propugnada en Occidente por René Guénon, según la cual tras la Kali-Yuga retornará necesariamente la Edad de Oro.
Para ilustrar dicha actitud, Castellani trae a colación la parábola de las vírgenes necias. Porque también esa parábola tiene que ver con el Retorno del Señor, inserta como está en el Sermón Parusíaco de Cristo (cf. Mt 24-25). Ya desde el comienzo de la misma, Jesús alude a su Vuelta, y la cierra con un apremiante: «Velad, pues» (Mt 25, 13), que por otra parte había ya reiterado seis o siete veces en el sermón antedicho. Pero la parábola aporta algo peculiar, al esbozar un cuadro simbólico y vigoroso del «apurón» de la Parusía y de sus adjuntos principales, cifrando plásticamente el Sermón Profético anterior. Las vírgenes necias no eran impías, sino negligentes, saliendo al encuentro de Cristo con las lámparas vacías. Representan a los cristianos adormecidos en su «tibieza», justamente lo que se achaca en el Apocalipsis a la última Iglesia, la Iglesia de Laodicea. Lo que la parábola nos quiere decir es lo siguiente: la Parusía será inopinada, y la mayor parte de la gente estará dormida, pues aparentemente el tiempo sigue transcurriendo y «Cristo no vuelve más», como piensa la mayoría, o se demora mucho, como opinan numerosos cristianos. Cuando acaezca, se hará un gran clamor, y el desconcierto será total. Las providencias que tomen los que no se hayan preparado fracasarán todas, pues ya no será momento de previsiones.
Tal es la gran herejía de nuestro tiempo, la negación u olvido de la Parusía, en la espera de salvaciones intramundanas. Entre dichas esperanzas inmanentes hay que poner la expectativa del internacionalismo, concebido como panacea universal. Dice Castellani que en la actualidad hay dos posibles internacionalismos, el de Rousseau y el de San Agustín, el de la Ciudad de Dios y el de la Ciudad del Hombre. «Si admitimos que la pacificación de la Humanidad en una gran familia es un asunto específicamente religioso, no quedan para realizarlo sino dos religiones que son de veras internacionales: la Iglesia Católica y la Anti-Iglesia, o sea la Sinagoga. La Iglesia es internacional por divina vocación. La Sinagoga es internacional por divina maldición. La Iglesia y la Sinagoga representan las dos concreciones más fuertes y focales del sentimiento religioso que existen en el mundo. El pueblo cristiano y el pueblo judío representan por expresa declaración de Dios los dos pueblos sacerdotales que existen en la tierra: son el fermento de todo el resto, la sal de la tierra; la sal que ha perdido su salazón y no puede ya por nadie ser salada, y la otra sal, que debe salar todo». Los demás internacionalismos, el mahometano, el liberal, el bolchevique, son ramas provenientes de la Anti-Iglesia. Porque también el último, que tiene raíz judaica, es mesiánico, anticristiano y esjatológico, y por tanto se mueve en el plano religioso, de una religión inmanente, la del hombre divinizado.
De por sí, la empresa de congregar a todos los hombres es algo bueno, propio de la Iglesia Católica, que justamente quiere decir universal. El hombre no es instintivamente cosmopolita. Instintivamente los hombres se enjambran en grupos, en corporaciones, en clases, en razas. Solamente podrán reconocerse como hermanos, escribe nuestro autor, cuando se reconozcan como hijos de un mismo Padre que está en los cielos. No como hijos de un mismo padre que está encima de un árbol, el antropopiteco de Darwin. Ni de una madre que está en la estratosfera, como la «Diosa Humanidad» de Comte. Sólo los cristianos tenemos nuestra Mesa, que es sagrada, y sabemos que comunicando en ella volverán los pueblos del mundo a sentirse hermanos. Ninguna paz duradera será concertable en la Mesa Redonda de Londres o en la Mesa Directiva de Ginebra, si se prescinde del visto bueno de esta humilde Mesa de los cristianos, que fue instituida expresamente para que «todos sean uno, Padre mío, como tú y yo somos uno» (Jn 17, 22).
Concluyendo, pues: La unión de las naciones en grupos regionales, primero, y después, en un solo Imperio Mundial, sueño fascinante del mundo de hoy, no puede realizarse sino por Cristo o contra Cristo. Lo que se puede hacer sólo con la ayuda de Dios, y que de hecho Dios hará al final, conforme está prometido, febrilmente intenta el mundo moderno construirlo al margen del designio divino, orillando a Dios, abominando del antiguo proyecto de unidad que se llamó la Cristiandad, y violentando incluso la naturaleza humana, con la supresión intentada de la familia y de las patrias. En frase categórica de Castellani: «Todo lo que hoy día es internacional, o es católico o es judaico».
La segunda visión acerca del futuro, la visión pesimista, ha sido expuesta principalmente por nihilistas como Schopenhauer y Nietzsche, que heredaron el otro fragmento de la concepción cristiana. «Nietzsche vio la catástrofe impendente en el nihilismo europeo; y su refugio desesperado en la esperanza del Superhombre, la cual no es más que la programación del Anticristo», escribe nuestro autor. No deja de ser aleccionador observar cómo las viejas utopías eran todas de un optimismo delirante, en cambio los últimos ensayos sobre el porvenir son con frecuencia espeluznantes.
Así las dos partes inseparables de la Teología fermentaron y se pusieron en las manos de estos antiteólogos. «Esas dos corrupciones ideológicas perduran en el ateísmo contemporáneo, esperando la hora que el Anticristo las reúna en amalgama perversa... Cuando venga el Anticristo no necesitará más que tomar a Kant y Nietzsche como base programal de su religión autoidolátrica».
Tal es la situación en que hoy nos desenvolvemos. El «odio formal» a Dios, escribe Castellani, es el pecado más grave que puede cometer un hombre. Es el pecado del demonio y será el pecado del Anticristo. Pues bien, en nuestro siglo hemos sido testigos presenciales del odio a Dios encarnado en manifestaciones sociológicas y hasta políticas. Hemos visto, en el Este, la aparición de una «nación atea», oficial y constitucionalmente «anti-tea», con organizaciones contra Dios, museos contra Dios, y toda una «cultura» abocada a la destrucción de la idea de Dios. Y en el ámbito occidental, hemos presenciado y seguimos presenciando la universalización de un género de vida, ampliamente promocionado por los medios de comunicación, que parece suponer que «no hay Dios», que «no hay otra vida», y que lo único que se debe propiciar es una sociedad signada por la inmanencia y el hedonismo.
No hace tanto blasfemaba Heine: «El cielo se lo dejamos a los ángeles y a los gorriones». Atinadamente escribe Castellani: «Todo lo que impida fabricar un edén en la tierra y un rascacielos que efectivamente llegue hasta el cielo debe ser combatido con la máxima fuerza y por todos los medios –según estos hombres. Los que de cualquier modo atajen o estorben la creación de esa Sociedad Terrena Perfecta y Feliz deben ser eliminados a cualquier costo. Todas las inmensas fuerzas del Dinero, la Política y la Técnica Moderna deben ser puestas al servicio de esta gran empresa de la Humanidad, que un gran político francés, Viviani, definió con el tropo bien apropiado de «apagar las estrellas». Esos hombres no son solamente los masones, ni solamente los judíos, ni solamente los herejes; ni tampoco son dellos todos los judíos y todos los herejes; aunque es cierto que a esa trenza de tres se pueden reducir como a su origen todos los que hoy día están ocupados –¡y con qué febril eficiencia, a veces!– en ese trabajito de pura cepa demoníaca».
Por eso, ni optimismo ni pesimismo, posiciones ambas sustentadas por todos «los que no tienen el sello de Dios en sus frentes» (Ap 9, 4). El mundo se dirige hacia una catástrofe intrahistórica, que quizás asuma la forma de un suicidio colectivo, pero dicha catástrofe condiciona una gloriosa transfiguración de la vida del hombre y del mundo. Por sobre el pesimismo y el optimismo –categorías psicológicas–, el Apocalipsis levanta la divisa de la esperanza, que es una virtud teologal. Como escribe Castellani, el Apocalipsis se encuentra por sobre el optimismo y el pesimismo; «es juntamente pesimista al máximo y optimista al máximo, y por ende supera por síntesis estas dos posiciones sentimentales». El proceso de la Kali-Yuga o Edad Sombría está relatado en él con los términos más crudos, pero también y paralelamente, el proceso de la final Restauración en Cristo, «dependiente no de las fuerzas humanas sino de la potencia superhistórica que gobierna la Historia». El Apocalipsis es, pues, un libro de esperanza, no un libro hecho para infundir miedo, sino para consolar y fortificar a los que se sienten acosados por el temor de un futuro pavoroso.
Un auténtico católico no puede sino desear la Segunda Venida, recordando que el que una vez vino es también el que vendrá, el erjómenos. Pero hoy más que nunca este anhelo se vuelve apremiante. Siempre que ha habido una crisis histórica grave, la atención de los cristianos se dirigió casi como por instinto a las profecías. La crisis actual, con el peligro atómico y nuclear, que no deja de pender como la espada de Damocles, es mayor que todas las precedentes, engendrando angustia generalizada. En el campo espiritual, la crisis de la Iglesia, la inmanentización de las virtudes teologales, la organización de la Gran Apostasía religiosa, agravan infinitamente la situación.
El querido e inolvidable P. Castellani ha hecho con sus libros sobre la esjatología un servicio relevante a la cultura religiosa. Tras las huellas de Soloviev, nos recuerda que la función del «Profeta», que especula sobre el futuro, es necesaria a una nación tanto o más que la función del «Sacerdote» y la función del «Monarca». Si se arroja por la borda la profecía, se cae necesariamente en la pseudoprofecía (fantaciencia, literatura de pesadilla o ensayos de utopía). En su espléndida novela Juan XXIII (XXIV), le hace decir al simpatiquísimo Papa argentino de la ficción: «Mira, andaluz: cuando la Iglesia anda mal no coincide la vocación del sacerdote con la del profeta; y esto es señal infalible, que entonces los sacerdotes desconocen y aun persiguen a los profetas –y eso pasaba en mi patria. Pero cuando la Iglesia anda bien, entonces es compatible el ser sacerdote con el ser guerrero, ser sabio, ser artista, ser poeta, ser»...
La conclusión de este análisis sobre el Apocalipsis no es permanecer con los brazos cruzados, sino preparar el espíritu para épocas bravías, disponiéndonos convenientemente a enfrentar la apostasía con lucidez y coraje, al tiempo que trabajando en favor de la verdad conculcada. Dicho propósito no será estéril, ni quedará sin recompensa.
P. Alfredo Sáenz
FUENTE: "El Apoclipsis según Leonardo Castellani" de Alfredo Sáenz
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