Por alguno de esos incomprensibles designios que la Providencia nos tiene reservados fui el último sacerdote que tuvo el privilegio de conversar con mosén Mariné. En varias ocasiones lo habíamos visitado en estos últimos años en alguno de sus ingresos hospitalarios. Intuíamos que esta era la última ocasión en que íbamos a verlo.
Su pensamiento era lucidísimo. Hablaba con normalidad aunque en varias ocasiones se le veía agitado por las molestias que ciertamente le causaban alguno de los aparatos que le ayudaban a mantenerse en vida. El trato que recibió del personal sanitario del Hospital del mar fue excelente. A su lado la fiel señora Amparo, verdadero ángel tutelar, estuvo pendiente de cualquier detalle que pudiera hacer menos dolorosos los momentos por los que atravesaba. También desde el punto de vista religioso estuvo bien atendido tanto por el capellán del hospital como por los diversos sacerdotes que en días anteriores le habían visitado. Detalle de extraordinaria cortesía, que le honra como obispo y como caballero, fue la visita del Cardenal-Arzobispo de Barcelona en la noche de Navidad.
Mosén Mariné sabía que se estaba muriendo, pero pudimos charlar con absoluta serenidad, como si de un día cualquiera se tratase. Confiando quizá en las muchas ocasiones que en su vida había practicado la comunión de los nueve primeros viernes ó en la asistencia que su santo patrón, que lo es también de la buena muerte, le dispensaría, nuestro querido mosén se tomaba esos últimos momentos de su existencia con absoluta tranquilidad. Como los santos que, aún advertidos del final de su existencia, no dejan de hacer lo que están haciendo, porque están cumpliendo con la voluntad de Dios, porque están siempre en su presencia.
Pocas horas después las nubes derramaban su llanto sobre la ciudad de San Paciano y Santa Eulalia, como si se hubiesen querido unir al de quienes tanto lo estimábamos. No se trataba de un agua de rocío vivificador, pero tampoco de una tormenta estridente, sino de una lluvia resignada como lo fueron las lágrimas de Nuestro Señor ante la muerte de su amigo Lázaro.
Noventa años de vida y sesenta y cinco de sacerdocio dan para mucho y más cuando se trata de un infatigable y esforzado sacerdote como lo fue nuestro padre.
Tuvimos el placer de conocerlo hace ya muchos años, en la Parroquia que durante muchos años regentó y materialmente edificó, San Félix Africano. A veces -bromeando- le decíamos que aquello parecía la piscina de Siloé a la que iban esperando el milagro tullidos, ciegos y paralíticos. Allí acudía gente de toda Barcelona. No importaba la clase social. Salía una duquesa y entraba un grupo de gitanos. Lo llamaban el padre de los gitanos, porque allí los acogía, los bautizaba, los casaba y respetaba sus antiguas tradiciones. Pero daba igual que se tratase de personas opulentas como de mendigos. Todos se beneficiaban de su ayuda tanto espiritual como material. Y es que mosén Mariné a todos acogía. Aquellos a los que las puertas de las iglesias se les cerraban encontraban acogida en San Félix. ¡Cuántos bautizos y bodas allí se celebraron de personas a quienes en otras parroquias se había despreciado! ¡Cuántos sacerdotes de paso por Barcelona podían allí celebrar la Santa Misa, mientras muchas parroquias estaban siempre cerradas! Y -sobre todo- ¡cuántas vocaciones fructificaron en seminarios de todo el mundo -gracias a mosén Mariné- mientras en la Archidiócesis de Barcelona disminuían aceleradamente! Si el sacerdote es el dispensador de sacramentos, mosén Mariné fue esencialmente eso, sacerdote, como lo fuera el Santo Cura de Ars.
Nació al año siguiente de finalizar la Primera Guerra mundial. Como tantos de sus coetáneos vivió momentos de sufrimiento. Fue movilizado durante nuestra Guerra civil y conoció a muchos que sufrieron el martirio durante la persecución religiosa.
Descubrió en edad muy tierna su vocación sacerdotal y fue siempre fiel a ella. Gustaba mucho de recordar como a sus quince años tuvo la oportunidad de ver personalmente en Barcelona al cardenal Pacelli, legado pontificio al Congreso eucarístico de Buenos Aires, quien años después sería S.S. el Papa Pío XII, el Pastor Angelicus. Y algo de ese carácter angélico tenía también la personalidad de mosén Mariné. Siempre dispuesto, haciéndose todo para todos. Nunca tenía una negativa para nadie: innumerables moribundos recibieron su atención en cualquier lugar y a cualquier hora.
Llamaba mucho la atención el hecho de que era querido no sólo entre sus feligreses, que incluso acudieron a él para que nos solicitase el pronunciar el pregón de las fiestas del barrio, sino que encontramos personas que le apreciaban mucho en casas regionales, en celebraciones castrenses, en parroquias distantes... Al contrario que el héroe de Zorrilla, subió a los palacios y bajó a las cabañas pero para enaltecer la virtud y para dejar recuerdo dulce de si. En este Año sacerdotal fallece a uno de los más eximios modelos de sacerdote que hemos conocido.
Con el fallecimiento de mosén Mariné la archidiócesis de Barcelona pierde quizá al último representante de una tradición de eclesialidad. El esplendor de las grandes figuras sacerdotales del siglo XIX y comienzos del XX, después del implacable tamiz del martirio -como el que sufrió el próximamente beato Dr. Samsó- fue recuperado después de la contienda. Ordenado sacerdote por el Dr. Modrego, mosén Mariné vivió el desafío de restaurar la vida religiosa de Barcelona, de apagar los odios, de reconciliar. Él y muchos otros eclesiásticos de gigante talla se empeñaron en ello. ¡Y vaya si lo consiguieron! Basta pensar en lo que eclesial y socialmente significó el XXXV Congreso eucarístico internacional celebrado en Barcelona en 1952. Mosén Mariné tuvo la suerte de vivir unos momentos -privilegiados en la historia- en los que la Catolicidad se respiraba en el ambiente, en que Dios era debidamente honrado en todas las esferas de la sociedad. Y convencido de su vocación y fiel a la Tradición de la Iglesia, nunca vaciló cuando muchos de sus integrantes iniciaron aquello que con patéticas palabras Pablo VI definió como autodemolición.
Mientras muchos eclesiásticos abandonaban el camino por el que a lo largo de la Historia de la Iglesia los santos habían transitado, mientras corrientes teológicas absurdas se interrogaban sobre la identidad sacerdotal, mosén Mariné siempre lo tuvo claro, el sacerdote era el alter Christus, el que renovaba en el altar el sacrificio de Cristo.
Con el fallecimiento de mosén Mariné evocamos hoy el recuerdo de muchos religiosos que en torno a la Asociación de sacerdotes y religiosos de San Antonio María Claret y la Hermandad sacerdotal española, arropados por monseñor Guerra Campos, el cardenal Marcelo González y algún otro prelado, continuaron fieles a la Tradición de la Iglesia. Nos vienen a la memoria las figuras de mosén Bachs, Vilaseca, del padre Oltra, de los jesuitas Roig Gironella, Solá, Alba, Udina Martorell, Piulachs, del sagrado orador Ricart Torrens, del latinista Félix Lasheras, de mosén Serinanell, del salesiano Ángel García… Es conmovedor el relato de aquellos momentos que el canónigo Luis Madrid Corcuera detalla en su libro “Historia de un gran amor a la Iglesia no correspondido”. Sólo Cristo y nosotros el día del Juicio final sabremos lo que estos meritorios eclesiásticos llegaron a sufrir. Mosén Mariné no cejó nunca en su empeño de llevar las almas a Cristo. Fue humilde, fiel servidor de Cristo, trabajador infatigable. No es extraño que cuando la maledicencia de muchos hermanos suyos en el sacerdocio urdían manejos contra su persona un eclesiástico de gran inteligencia, cual fue el cardenal Jubany, los acallara con autoridad diciendo que nadie molestase a mosén Mariné. Aunque no estuviese de acuerdo con algunas de sus decisiones, su fino olfato le decía que mosén Mariné era un abnegado sacerdote que irradiaba santidad.
Admirador de ese personaje providencial que fue Juan Pablo II y del entusiasmo del pueblo polaco por la devoción a María, cuando gran parte del clero los ridiculizaban, mosén Mariné entronizó una imagen de la Virgen de Czestokova en su parroquia y ningún domingo, después de la misa solemne, dejaba de invocar a María sin pecado concebida.
Cuando en la mayor parte del mundo la misa codificada por san Pío V era marginada y sus devotos perseguidos y humillados, mosén Mariné no dejó nunca de celebrarla y qué satisfacción fue para él ver como el Papa felizmente reinante, Benedicto XVI, afirmaba finalmente que siempre estuvo en la verdad, que nunca el rito fue abolido, como lo fue el constatar hace sólo algunas semanas que aquel legado apostólico cuya visión tanto impresionó al adolescente Mariné, el Papa Pacelli, veía aprobado el decreto reconociendo sus virtudes heroicas.
Con el fallecimiento del padre Mariné acaba un capítulo de la historia de la archidiócesis de Barcelona. Aquellos clérigos formados en la ortodoxia de la Teología, de los latines y de los gregorianos han dejado de existir. La Iglesia triunfante de otrora, norte de la sociedad, casi pregustación del Reino de los cielos no es hoy en día más que una organización como tantas otras, que tiene que acostumbrarse a vivir en minoría cuando no en persecución, con una mínima aceptación social, con unos servidores fracasados y desmotivados, con todos sus tesoros echados a perder, y sus fieles como un pequeño resto de Israel agonizante.
Encomendemos a Quien todo lo puede el alma de nuestro amado mosén José Mariné para que el Sumo Sacerdote, al que tantas veces tuvo entre sus manos bajo la especie del Pan de la Eucaristía, lo acoja ahora en las suyas, porque mosén Mariné fue esencial y ontológicamente sacerdos, sacerdote, siempre sacerdote, sólo sacerdote.
José-Apeles Santolaria de Puey y Cruells, pbro.
Su pensamiento era lucidísimo. Hablaba con normalidad aunque en varias ocasiones se le veía agitado por las molestias que ciertamente le causaban alguno de los aparatos que le ayudaban a mantenerse en vida. El trato que recibió del personal sanitario del Hospital del mar fue excelente. A su lado la fiel señora Amparo, verdadero ángel tutelar, estuvo pendiente de cualquier detalle que pudiera hacer menos dolorosos los momentos por los que atravesaba. También desde el punto de vista religioso estuvo bien atendido tanto por el capellán del hospital como por los diversos sacerdotes que en días anteriores le habían visitado. Detalle de extraordinaria cortesía, que le honra como obispo y como caballero, fue la visita del Cardenal-Arzobispo de Barcelona en la noche de Navidad.
Mosén Mariné sabía que se estaba muriendo, pero pudimos charlar con absoluta serenidad, como si de un día cualquiera se tratase. Confiando quizá en las muchas ocasiones que en su vida había practicado la comunión de los nueve primeros viernes ó en la asistencia que su santo patrón, que lo es también de la buena muerte, le dispensaría, nuestro querido mosén se tomaba esos últimos momentos de su existencia con absoluta tranquilidad. Como los santos que, aún advertidos del final de su existencia, no dejan de hacer lo que están haciendo, porque están cumpliendo con la voluntad de Dios, porque están siempre en su presencia.
Pocas horas después las nubes derramaban su llanto sobre la ciudad de San Paciano y Santa Eulalia, como si se hubiesen querido unir al de quienes tanto lo estimábamos. No se trataba de un agua de rocío vivificador, pero tampoco de una tormenta estridente, sino de una lluvia resignada como lo fueron las lágrimas de Nuestro Señor ante la muerte de su amigo Lázaro.
Noventa años de vida y sesenta y cinco de sacerdocio dan para mucho y más cuando se trata de un infatigable y esforzado sacerdote como lo fue nuestro padre.
Tuvimos el placer de conocerlo hace ya muchos años, en la Parroquia que durante muchos años regentó y materialmente edificó, San Félix Africano. A veces -bromeando- le decíamos que aquello parecía la piscina de Siloé a la que iban esperando el milagro tullidos, ciegos y paralíticos. Allí acudía gente de toda Barcelona. No importaba la clase social. Salía una duquesa y entraba un grupo de gitanos. Lo llamaban el padre de los gitanos, porque allí los acogía, los bautizaba, los casaba y respetaba sus antiguas tradiciones. Pero daba igual que se tratase de personas opulentas como de mendigos. Todos se beneficiaban de su ayuda tanto espiritual como material. Y es que mosén Mariné a todos acogía. Aquellos a los que las puertas de las iglesias se les cerraban encontraban acogida en San Félix. ¡Cuántos bautizos y bodas allí se celebraron de personas a quienes en otras parroquias se había despreciado! ¡Cuántos sacerdotes de paso por Barcelona podían allí celebrar la Santa Misa, mientras muchas parroquias estaban siempre cerradas! Y -sobre todo- ¡cuántas vocaciones fructificaron en seminarios de todo el mundo -gracias a mosén Mariné- mientras en la Archidiócesis de Barcelona disminuían aceleradamente! Si el sacerdote es el dispensador de sacramentos, mosén Mariné fue esencialmente eso, sacerdote, como lo fuera el Santo Cura de Ars.
Nació al año siguiente de finalizar la Primera Guerra mundial. Como tantos de sus coetáneos vivió momentos de sufrimiento. Fue movilizado durante nuestra Guerra civil y conoció a muchos que sufrieron el martirio durante la persecución religiosa.
Descubrió en edad muy tierna su vocación sacerdotal y fue siempre fiel a ella. Gustaba mucho de recordar como a sus quince años tuvo la oportunidad de ver personalmente en Barcelona al cardenal Pacelli, legado pontificio al Congreso eucarístico de Buenos Aires, quien años después sería S.S. el Papa Pío XII, el Pastor Angelicus. Y algo de ese carácter angélico tenía también la personalidad de mosén Mariné. Siempre dispuesto, haciéndose todo para todos. Nunca tenía una negativa para nadie: innumerables moribundos recibieron su atención en cualquier lugar y a cualquier hora.
Llamaba mucho la atención el hecho de que era querido no sólo entre sus feligreses, que incluso acudieron a él para que nos solicitase el pronunciar el pregón de las fiestas del barrio, sino que encontramos personas que le apreciaban mucho en casas regionales, en celebraciones castrenses, en parroquias distantes... Al contrario que el héroe de Zorrilla, subió a los palacios y bajó a las cabañas pero para enaltecer la virtud y para dejar recuerdo dulce de si. En este Año sacerdotal fallece a uno de los más eximios modelos de sacerdote que hemos conocido.
Con el fallecimiento de mosén Mariné la archidiócesis de Barcelona pierde quizá al último representante de una tradición de eclesialidad. El esplendor de las grandes figuras sacerdotales del siglo XIX y comienzos del XX, después del implacable tamiz del martirio -como el que sufrió el próximamente beato Dr. Samsó- fue recuperado después de la contienda. Ordenado sacerdote por el Dr. Modrego, mosén Mariné vivió el desafío de restaurar la vida religiosa de Barcelona, de apagar los odios, de reconciliar. Él y muchos otros eclesiásticos de gigante talla se empeñaron en ello. ¡Y vaya si lo consiguieron! Basta pensar en lo que eclesial y socialmente significó el XXXV Congreso eucarístico internacional celebrado en Barcelona en 1952. Mosén Mariné tuvo la suerte de vivir unos momentos -privilegiados en la historia- en los que la Catolicidad se respiraba en el ambiente, en que Dios era debidamente honrado en todas las esferas de la sociedad. Y convencido de su vocación y fiel a la Tradición de la Iglesia, nunca vaciló cuando muchos de sus integrantes iniciaron aquello que con patéticas palabras Pablo VI definió como autodemolición.
Mientras muchos eclesiásticos abandonaban el camino por el que a lo largo de la Historia de la Iglesia los santos habían transitado, mientras corrientes teológicas absurdas se interrogaban sobre la identidad sacerdotal, mosén Mariné siempre lo tuvo claro, el sacerdote era el alter Christus, el que renovaba en el altar el sacrificio de Cristo.
Con el fallecimiento de mosén Mariné evocamos hoy el recuerdo de muchos religiosos que en torno a la Asociación de sacerdotes y religiosos de San Antonio María Claret y la Hermandad sacerdotal española, arropados por monseñor Guerra Campos, el cardenal Marcelo González y algún otro prelado, continuaron fieles a la Tradición de la Iglesia. Nos vienen a la memoria las figuras de mosén Bachs, Vilaseca, del padre Oltra, de los jesuitas Roig Gironella, Solá, Alba, Udina Martorell, Piulachs, del sagrado orador Ricart Torrens, del latinista Félix Lasheras, de mosén Serinanell, del salesiano Ángel García… Es conmovedor el relato de aquellos momentos que el canónigo Luis Madrid Corcuera detalla en su libro “Historia de un gran amor a la Iglesia no correspondido”. Sólo Cristo y nosotros el día del Juicio final sabremos lo que estos meritorios eclesiásticos llegaron a sufrir. Mosén Mariné no cejó nunca en su empeño de llevar las almas a Cristo. Fue humilde, fiel servidor de Cristo, trabajador infatigable. No es extraño que cuando la maledicencia de muchos hermanos suyos en el sacerdocio urdían manejos contra su persona un eclesiástico de gran inteligencia, cual fue el cardenal Jubany, los acallara con autoridad diciendo que nadie molestase a mosén Mariné. Aunque no estuviese de acuerdo con algunas de sus decisiones, su fino olfato le decía que mosén Mariné era un abnegado sacerdote que irradiaba santidad.
Admirador de ese personaje providencial que fue Juan Pablo II y del entusiasmo del pueblo polaco por la devoción a María, cuando gran parte del clero los ridiculizaban, mosén Mariné entronizó una imagen de la Virgen de Czestokova en su parroquia y ningún domingo, después de la misa solemne, dejaba de invocar a María sin pecado concebida.
Cuando en la mayor parte del mundo la misa codificada por san Pío V era marginada y sus devotos perseguidos y humillados, mosén Mariné no dejó nunca de celebrarla y qué satisfacción fue para él ver como el Papa felizmente reinante, Benedicto XVI, afirmaba finalmente que siempre estuvo en la verdad, que nunca el rito fue abolido, como lo fue el constatar hace sólo algunas semanas que aquel legado apostólico cuya visión tanto impresionó al adolescente Mariné, el Papa Pacelli, veía aprobado el decreto reconociendo sus virtudes heroicas.
Con el fallecimiento del padre Mariné acaba un capítulo de la historia de la archidiócesis de Barcelona. Aquellos clérigos formados en la ortodoxia de la Teología, de los latines y de los gregorianos han dejado de existir. La Iglesia triunfante de otrora, norte de la sociedad, casi pregustación del Reino de los cielos no es hoy en día más que una organización como tantas otras, que tiene que acostumbrarse a vivir en minoría cuando no en persecución, con una mínima aceptación social, con unos servidores fracasados y desmotivados, con todos sus tesoros echados a perder, y sus fieles como un pequeño resto de Israel agonizante.
Encomendemos a Quien todo lo puede el alma de nuestro amado mosén José Mariné para que el Sumo Sacerdote, al que tantas veces tuvo entre sus manos bajo la especie del Pan de la Eucaristía, lo acoja ahora en las suyas, porque mosén Mariné fue esencial y ontológicamente sacerdos, sacerdote, siempre sacerdote, sólo sacerdote.
José-Apeles Santolaria de Puey y Cruells, pbro.
Descanse en paz. El Señor le conceda la paz eterna a quien tanto trabajó por la Fe y la Tradición. Todo un ejemplo de sacerdote, íntegro, sin fisuras.
ResponderEliminarGracias por esta amable publicación.
ResponderEliminarPadre Apeles
Preciosa Publicación.
ResponderEliminarRequiem aeternam dona ei , Domine, et lux luceatei Amen