El tiempo enfría el pensamiento, la voluntad y hasta la sangre. Lo hace siempre que aquellos que custodian la Verdad, la Fe y la Historia traicionan su misión protectora y usurpan la herencia sagrada a las generaciones del mañana, pisoteando, sin escrúpulos, el patrimonio perenne que supieron forjar nuestros mayores.
Vivimos el invierno más crudo que ha conocido nuestra Patria a lo largo de su bimilenaria historia. Jamás, como hoy, abundaron los traidores viandantes de nuestros caminos que campean con sus desvaríos proclamados como política de estado. Nunca se encontró la Patria tan sola ante sus feroces enemigos que, a zarpazos, dividen sus tierras, sus gentes y sus clases. En ningún tiempo se pudo observar cuán dañino es el olvido del pasado, repitiéndose ahora tan descarado, al menos, como antaño. Y parace, por añadidura, que hemos replegado nuestras fuerzas y pactado nuestra derrota en aras de la debilidad del pueblo claudicante y tibio.
El ataque es mortal. Lo es porque dispara contra la fuente estimulante de la Patria hiriendo de gravedad los órganos vitales que la vivifican. Y porque los defensores que debían repeler la agresión abandonaron su puesto de guardia por cobardía o traición. Unos, en quién se mantuvo la esperanza de muchos mientras permanecían en su sitio; en otros, el disimulo era incompatible con su espíritu turbio y malvado. El resultado lo tenemos a la vista. Y ya hace años que no faltaron gentes, aunque ciertamente no abundaron, que profetizaban los daños irreversibles que sufriría la Patria a causa del enfriamiento, primero, y del desecho, después, del alma nacional. Obispos, hablando como corresponde sí sí, no no, en la norma evangélica, muy pocos. Don José Guerra Campos. Un Obispo, valiente y santo. Santo por ser valiente entre otras cosas. Que llamó al pan, pan, y al vino, vino. Que condenó a los perjuros, a los divorcistas, a los abortistas, a los servidores del maligno todos ellos, en su papel de actores o colaboradores, llamándoles pecadores públicos – recuérdese auquello de Cristo: “al que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valdría que le colgasen una piedra de molino y lo hundiesen en el fondo del mar” (Mat 18,7)-. Que custodió, Guerra Campos, la bandera insigne de la Verdad al desarrollar un pensamiento católico arrinconado en el baúl de ningún recuerdo. Que empuñó, como pedía Cristo en la última cena, la espada de la Fe (Lc 22,36), manteniento recta su postura, con la voluntad ferrea del “doble coraje en tiempos malos” del Cardenal Pie. Que no sólo no se olvidó de la Historia, sino que supo mantenerla viva en muchos españoles ejemplarizándoles con la sangre aún caliente de los mártires que no hacía muchos años la habían derramado por Dios y por España. Sacerdotes, gracias a Dios, los hubo y los hay. Pocos, pero mágnificos formadores de católicos fieles al Dogma, a la Moral, a la Liturgia, a la Disciplina. Seglares, algunos más. Allí estuvieron o siguen estando Blas Piñar, imprimiendo una fuerza nueva en los tejidos vitales del pueblo, en sus tres vertientes esenciales, bajo el lema Dios, Patria, Justicia. Rafael Gambra, bastión seguro de doctrina y magisterio, de confesionalidad católica, pública y social. Y muchos otros que el espacio me priva de nombrar, pero que su recuerdo sigue vivo y presente.
El enemigo, a pesar de la escasa, pero valiosa resistencia, penetró hasta el último rincón de la fortaleza. Y día tras día lo sufrimos. Nos envuelve el alma la turbación apagando el fuego de la reacción ante la enfermedad cancerígena que sufre España.
Hoy mueren asesinados miles de niños inocentes en el vientre de sus madres. Asesinato que protege la ley y el estado. Hoy la homosexualidad ha dejado de ser enferma y se ha convertido en virtud demócratica de primer orden. Hoy los transexuales lucen el tricornio de Guardia Civil como el mayor Honor de una Divisa nueva. Hoy el ejército pasó de ser el brazo armado de la Patria a los zapatos más viejos de cualquier político vendepatrias. Hoy el rojo y gualda ya no es la bandera gloriosa de una gran nación, ni siquiera la simple mortaja de algún buen hijo. Hoy ya no se besa la bandera, sólo se la escupe y se la pisotea aunque esté empapada por la sangre de muchos de los nuestros. Hoy la unidad de la Patria ya no es ningún bien sagrado e inextimable sino la opresión más cruel a las diferentes nacionalidades históricas. Hoy la Cruz ya no redime y santifica, sólo conspira y enfrenta la Fe con el avance, las creencias medievalistas con el progreso humano. Hoy la Iglesia no es Madre ni Maestra pues impera la apostasía generalizada y no se reconoce la autoridad Petrina.
Se tambalea la sociedad por el agrietamiento de los pilares que la sustentan. Fruto de ello, la angustia y la preocupación incrementan. La soledad se cierne sobre nuestros hermanos que no encuentran respuesta a sus problemas. No hay solución ya que nadie tiene interés en el diagnóstico. Con la imposición del egoísmo se suprimió el carácter racional y social del hombre, adentrándose en la dimensión nihilista, hedonista y consumista. Los instintos del “yo” se posicionan sobre el semejante, los padres, la familia, la Patria y Dios. Nada importa la realidad de conjunto, las aspiraciones colectivas, los esfuerzos sumados, el espíritu nacional o la tributación social en el reconocimiento de la Verdad siempre Crucificada. Han confiscado su futuro en la Patria, la terrena y la celeste. Les han robado los talentos del Evangelio que no son otros que la Verdad, la Fe y la Historia.
Pero hay esperanza. Esperanza que reside en la Eternidad que visiona la tierra desde la perspectiva divina que todo lo envuelve, desde el cruce perfecto de dos maderos donde colgaron la Salvación del hombre. Es la visión que recoge el pasado, la sangre derramada y los sacrificios de nuestros ancentros. Que mira al mañana y se apiada de las generaciones que vienen. Una mirada cuyos ojos iluminan con el brillo estelar, fulgurante, del que es la Verdad, de la Fe en sí misma, del que cambió la Historia del hombre elevándola hacia las metas sublimes antaño perdidas. A Él es a quien pertenece la victoria. Dios quiera que nos sea otorgada, también en esta vida. Pero, repito, no es nuestra. A nosotros pertenece la gloria, el honor, la gracia de la lucha. Siendo fieles a nuestro deber como patriotas, nos convertiremos en paradigmas de una Causa cobardemente entregada, que fue ganada con valentía tantas veces. Pero allí donde vayamos, no buscaremos la Victoria sino que ofreceremos la vida y la muerte para que ésta venga a nosotros.
Por eso la reacción es justa. Es necesaria. Es obligatoria. En la ascética militante, la que nos corresponde, sobre todo a la juventud, no hay más camino que el combate. El de San Pablo empuñando la espada de la Fe por Cristo. Y el de San Fernando, esgrimiendo el acero físico e inflexible por España. Ambos al mismo tiempo. Sólo así el espíritu es espuela para la carne y somete todo a la voluntad. La voluntad que todo lo enfrenta con tal de servir a la Verdad, atreviéndose el hombre si corresponde, como sostenía el requeté.
Al contemplar esta España sangrante por las fisuras de su división, abocada a las más bajas cotas de inmoralidad, perpetuadas en las leyes injustas que nos imperan, hacemos eco de Su Santidad Benedicto XVI, ante el cual nos postramos sumisos rindiendo pleitesía, que acaba de recordarnos en su reciente encíclica “Deus Caritas est” las palabras de San Agustín: “Un Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones”. Así hay que entender a esta sociedad, manejada y manipulada por esta banda y sus secuaces, que ya no sólo no defienden la Patria, como es su misión, sino que la ultrajan y desgarran, la infectan de contaminantes políticas para que en su trance de muerte sea rematada por sus enemigos más declarados.
Así está España. En tensión. No la tensión necesaria y fervosora para la vigilia, sino la delirante tensión que precede al desgarramiento. Por eso hay que posicionarse. Aquellos que con España estén dispuestos a escoltarla, ahí tienen el camino. Un camino duro, inflexible, sacrificado. Un camino lleno de lágrimas, sudor y hasta de sangre. Ruta que atravesaron nuestros mayores, también en épocas dificiles, en aras de la grandeza del Pueblo y del Santuario. No es travesía de recompensas sino de ofrecimientos, de la vida y de la muerte.
Nadie que ame a España espere reconocimientos, alfombras rojas o medallas. No en esta vida. Tendrá, eso sí, algo más austero. El pecho descubierto y el rostro azotado por el frío viento. El privilegio de cabalgar junto a la Verdad. La conciencia serena y tranquila. El deber y la oblicación cumplidos ante la Historia. Y esa Fe inmortal, por ser eterna, que es capaz de mover montañas, de montar guardia firme a pesar de la nevada gélida o de acaudillar una legión de hombres bajo un Credo ascético y militante, místico y guerrero.
Frente a la tensión interna y externa que sufre España, descuartizando cuanto de sublime posee, ofrecemos la tensión de nuestro espíritu, la predicación de la Verdad, oportuna e inoportunamente, la supremacía de la Fe que todo lo reconstruye y el ejemplo perpetuo de la Historia, la de España, que fue forjada por aquellos santos, heroes y mártires, paladines y caudillos, que clamaron al Cielo por sus fuerzas, en el Pilar o en Covadonga, en Guadalupe o en el Alcázar de Toledo, y que desde allí ahora nos exhortan en reconquistar España. Con ellos, bajo su Bandera, nuestra militancia. Por Su Reinado, nuestro combate.
Miguel Menéndez Piñar
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