El 23 de Febrero es el día de aquellos hombres que, cumpliendo con el juramento a la bandera, actuando con honor, ofrecieron cuanto tenían a España y los españoles. También recordamos a los que quisieron aniquilar cualquier resistencia, armada o no, engañando y traicionando sin escrúpulo.
Aquella fecha de 1981 fue la consecuencia de unos precedentes históricos que convulsionaron a España espiritual, social y políticamente. Espiritualmente en decadencia, España sufría los nefastos frutos del Concilio Vaticano II que había dado pie a la proliferación de toda clase de sectas, a la secularización de sacerdotes, a la protección oficial de la inmoralidad y a la marxistización de la Iglesia con el Primado Cardenal Tarancón y sus secuaces. Sacudida España socialmente por los movimientos estudiantiles, las revueltas universitarias y las reivindicaciones de los sindicatos bermellones, la fragmentación del pueblo era una crónica diaria. Y políticamente España era un barco que se hundía por las grietas del nacionalismo, los asesinatos de las bandas terroristas y un parlamento donde se sentaban desde Carrillo a Fraga, los nuevos amigos del consenso bastardo.
La situación era insostenible. Los pocos militares que hacían servir los galones al juramento, y no al revés, dieron un paso al frente. Con todas las consecuencias estaban dispuestos a intervenir para cambiar el rumbo a la deriva del pueblo español. Unos, por España, al servicio de ella. Otros sólo actuarían a las órdenes del Jefe de las Fuerzas Armadas: Juan Carlos de Borbón.
Se gestó, precipitadamente, la irrupción en el Congreso de Diputados del Ejército. Después, una vez tomado el hemiciclo, la autoridad militar se haría cargo de los destinos de España. Esa autoridad militar contaría con el apoyo total y absoluto del inquilino de la Zarzuela. El General Armada sería la cabeza visible del golpe de estado haciéndose cargo del poder. Detrás de él, las diversas Capitanías Generales, secundarían, a las órdenes de Juan Carlos, un gobierno de concentración con izquierdas y derechas, liberales y comunistas.
El Teniente Coronel de la Guardia Civil, Antonio Tejero Molina, movido por su amor inquebrantable a España, fue el elegido para entrar en el Congreso. Un hombre íntegro, profundamente patriota, que contaba con el respeto y la admiración de sus subordinados. Después de cumplir su misión dejaría paso al General Armada. Nada sabía el Teniente Coronel de los apaños sucios que habían acordado desde Zarzuela.
Tejero, todo por la Patria. Todo, su carrera, su sueldo, sus galones… años y años de servicio. No lo había ofrecido todo para mayor gloria de Armada, Juan Carlos o cualquiera de los parásitos que ya se estaban repartiendo cargos, ministerios y capitanías. Tejero es un hombre de honor. Y el honor fue su divisa cuando paró el golpe de la Zarzuela y cargando con la responsabilidad de sus hombres los despidió uno a uno a las puertas del Congreso. El golpe quedó parado. No era España lo que allí se defendía. El General Armada le había traicionado mientras en Valencia el General Milans del Bosch regresaba al cuartel con sus tanques dando cumplimiento al deseo y las órdenes de Zarzuela. Si don Jaime Milans del Bosch (gran militar, héroe del Alcázar toledano y juancarlista hasta aquel día) no hubiera dado marcha atrás otro gallo estaría cantando ahora mismo.
El consuelo de Tejero es el deber cumplido. La integridad de una vida. El sacrificio por la Patria y la austeridad y soledad de la celda tras los fríos barrotes.
Alguien estaba a su lado. Alguien que no sabía de traición, sino de lealtad. De amistad y nunca de interés. Alguien que, aquella noche oscura y tenebrosa, lució la claridad y pureza del blanco uniforme de la Armada. Y que llevó al Teniente Coronel Tejero el abrazo de un amigo y la cercanía de un camarada. Era el Capitán de Navío Camilo Menéndez Vives, inmolando sus galones, su carrera, su familia y su vida por un patriota traicionado. Porque “por encima de la disciplina, está el honor”.
Aquel día quedó cortada en el ejército cualquier posibilidad de reacción. Y sin embargo el Valor y el Honor se abrieron paso.
Miguel Menéndez Piñar