"Y la Luz luce en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron" Jo, I, I-5 "Apareció un hombre, enviado de Dios, que se llamaba Juan" Jo, I, 1-5
Hubo un tiempo en que las tinieblas llenaron mi entendimiento, voluntad y corazón. La oscuridad se presentaba con amplia sonrisa, prometedora de grandes dones e inmensa felicidad. Éste fue el mayor motivo por el que su verdadera esencia pasaba desapercibida para mí. Y ella lo sabía verdaderamente. Así, la vida deviene en círculo cerrado en el que se cree vivir por uno y para uno, sin que se pueda ver más allá. Y en lo más hondo de esa sinrazón, el príncipe de este mundo emite su aguda carcajada, imposible de advertir para quien, como yo, se encontraba atrapado en mitad de su principado, con sus falsas diversiones, sus equivocados ideales. ¡Cuántos errores en la juventud! ¡Cuánta desesperación e impotencia de los padres, cuya misión de guardia se veía frustrada por el ímpetu irresponsable de quien no ama ni deja que le amen!
Pero también hubo un tiempo –como lo habrá siempre- en que la Divina Providencia inspiró, a modo de estrellas permanentes y brillantes en la oscuridad de la noche, centinelas de Dios: luchadores natos, guardianes y defensores de la Santa Fe Católica; instrumentos en manos del Creador para propagar sus santas obras entre los hombres, en mitad de las tinieblas; rescatadores de las almas de aquellos que se encuentran en manos del perverso "ángel de luz". En definitiva, caballeros contemporáneos, actores directos e inmediatos en los nobles combates de la Fe. Por ellos, como agentes del Señor, las cadenas se logran romper y la libertad para el pleno servicio a Cristo, alcanzar. Los que estaban cautivos debido al pecado, logran escapar; los que se encuentran bajo el dolor, se sienten aliviados; quiénes navegan sin rumbo, encuentran dirección. ¡Bravos paladines de la Fe, de los que cabe afirmar, quién como ellos!
Y de todos, una santa espada, un robusto escudo, una venerable palabra... un halcón en las cotas más altas del amor a Cristo y a la Virgen Santísima: nuestro queridísimo y reverendísimo Padre José María Alba Cereceda, de la Compañía de Jesús.
Cristo quiso, en su infinita y bondadosa Divina Providencia, que fuera el Padre José María, directamente y mediante una de sus obras, el Colegio Corazón Inmaculado de María, el que me enseñara a conocer a un Dios que el mundo maquillaba, ignoraba y apartaba de su racionalista realidad, y de la que un servidor formaba parte.
El Padre Alba fue espada para mí, al rasgar el velo de mi ceguera con su paciencia, descubriendo yo, así, la Verdad; fue escudo para mi, cuando, aún apartado del mal, las tentaciones asaltaban el alma poco entrenada todavía en los nobles combates de la Fe; fue palabra para mí, cuando, con sus consejos, acertaba, al seguirlos, encontrar el camino más próximo a Cristo... fue halcón para mí cuando, desde mi adolescencia y hasta más allá de su muerte, le he ido descubriendo como gigante autoridad y supremo ejemplo de obediencia, apartado y lejos de la vanidad del mundo, del diablo y de sus obras; le he ido descubriendo como hombre de Dios infatigable en la conquista de las almas de los hombres para Dios, lanzándose, para ello, desde los cielos de la gracia hasta los corazones de todos nosotros; escalador y peregrino incansable de las cimas de la santidad. ¡Cristo nos envía santos y nosotros conocemos y penetramos, gracias a ello, hondamente, en nuestra pequeñez! La pequeñez y el sabernos nada para, luego, con y en Cristo, mediando su Santísima Madre, serlo todo ¡Qué dicha la mía al ser testigo de un santo!
El Padre Alba no ha muerto, ni morirá jamás. Tan sólo ha finalizado su vuelo y se ha reunido de forma absoluta, íntima y definitiva con Dios, Nuestro Señor. Sencillamente sé que el Padre está todavía más cerca de mí y de todos nosotros, porque ahora más le quiero y más le pido para que interceda ante el Altísimo. Así, el halcón de Dios descansa ya en las más altas cumbres.
Y por ello, hoy, como ayer, y por siempre, puedo afirmar con rotundidad y sin temor a equivocarme, que hubo un tiempo en que apareció un hombre, enviado de Dios, que se llamaba José María.
Jaime López Arboledas
Ex alumno y profesor del Colegio Corazón Inmaculado de María
Abogado