No quiero que pase desapercibida la fecha del 17 de Junio. Para mí es relevante. Tanto que, ese mismo día, hace hoy veinticinco años, nos robaron a un hombre enamorado de España, un romántico en el sentido más puro y noble del vocablo. A un militar que formó de verdad en la escuadra de aquella “religión de hombres honrados” que nos describiera Calderón de la Barca. Y digo nos lo robaron, porque hoy, tantos años después, sigo creyendo que el Comandante Ricardo Sáenz de Ynestrillas formó parte de mi patrimonio.
Existen familias que traspasan el vínculo de la sangre estableciendo lazos aún más perdurables que el mismo hogar. Si la Fe nos hace partícipes de una comunión espiritual, las Ideas entrelazan los corazones formando una hermandad inquebrantable. La Fe y las Ideas, compartidas, convierten el quehacer de dos hombres en una trinchera, donde se vive y se muere de forma constante por un pensamiento sagrado. Un pensamiento que jamás fue fugaz, inestable o frágil. Es el pensamiento sagrado, sublime, de los grandes hombres, héroes de una Causa, paladines de una Patria, centinelas augustos de valores eternos e inmortales. El comandante Ynestrillas fue un elemento inmovible y perseverante de aquella trinchera que es cruzada y reconquista. Y allí se posicionó junto con otros españoles que querían seguir siendo herederos del 18 de Julio, amigos y camaradas, militares aislados y marginados por resistirse al abandono de su juramento en defensa de la Fe y de la Patria. Ahí estaban el Capitán de Navío Camilo Menéndez Vives y el Comandante Ricardo Sáenz de Ynestrillas. Carlista el primero. De los de verdad. De aquellos que como él, con quince años, empuñaron las armas para defender España en aquel memorable Alzamiento Nacional. Falangista el segundo. De mente y corazón azul hasta caer asesinado por la metralla marxista como ocurrió en Alicante un veinte de noviembre de 1936. Hicieron de la boina roja y la camisa azul el símbolo inmortal de una lucha hasta el umbral de la muerte. Dos hombres que han dejado testimonio de una hermandad ejemplar pues jamás encontraron barrera alguna en el amor a la Patria. Conjugaron, con su amistad, el tradicionalismo de Vazquez de Mella y el Nacional Sindicalismo de José Antonio.
Desde antaño, él y su familia, estuvieron unida a la mía. Cuántas veces en mi casa recibimos al Comandante para festejar el 18 de Julio, conmemoración onomástica también de San Camilo. Tal es así, que escritores sobre el 23 F (Pilar Urbano) llegaron a afirmar que la casa de mi abuelo Camilo era un auténtico nido de golpistas. Llámelo como se prefiera. Golpistas, ultras o fascistas. Pero aquellos hombres (los Tejero, Ynestrillas o Menéndez) hicieron de su Fe una milicia y de la milicia un acto de servicio a la Fe. Hipotecaron sus vidas en aras de la grandeza de la España auténtica, forjando, ellos sí, una camaradería inquebrantable. Esa es la única camaradería que es posible. La única en la que creo, alejada de la palabrería fácil y abrazada al sacrificio, a la austeridad, al compromiso.
La convulsión de los años del consenso entre los enemigos de España, para derribar, primero y aniquilar después, la obra nacida de la Cruzada, cimentada sobre la sangre aún caliente de los mártires y los héroes que vencieron bajo una misma bandera, roja y gualda, y al lado de la espada más limpia de Europa, que representó el invicto Caudillo, hizo de este pelotón de soldados una espina clavada en este sistema democrático y liberal. Se hacía urgente su eliminación. La represión, la cárcel y los arrestos eran cotidianos, mientras el terrorismo antiespañol de ETA era amnistiado en virtud de la reconciliación nacional mientras seguían asesinando por la espalda a militares, guardias civiles o policías armados, cuando no eran españoles llanos y sencillos. Unos eran escogidos al azar por el simple hecho de ser españoles. Otros eran objetivos señalados ya que, aparte de ser españoles, defendían públicamente y casi en solitario la españolidad propia, con orgullo, y la de Vascongadas y Navarra. El gobierno, en colaboración con la banda marxista ETA eligió al Comandante Ynestrillas para que éste fuera su próxima víctima.
Le asesinaron. Más de treinta balas atravesaron su cuerpo sin que pudiera él defenderse. Lo acribillaron en la puerta de su casa. Karina, su mujer; Martín, Ricardo y Fernandito, sus hijos, estaban allí. Escucharon la descarga de muerte. La desgarradora descarga que dejó, desde aquel instante, una viuda y tres huérfanos y varias nietas que nunca pudieron conocerle. Y más que eso. Cientos de españoles que compartimos, años más tarde, la trinchera que siempre ocupó. Trinchera, además, regada con su sangre, siendo un imperativo más para la lucha, la que él mismo sostuvo hasta la muerte. Una vez más, los cobardes matan por la espalda. Pero si alguien era capaz de sufrir tal descarga de plomo y pólvora, ese era el Comandante Ynestrillas. Pudieron acabar con su cuerpo. Destrozarlo incluso. Pero su alma, prendida del fuego por España, incesantemente ardiendo y fervientemente combativa, voló al Cielo, para encuadrarse, arma al brazo, con el Dios de los Ejércitos.
Hoy, habiendo pasado dos decenios de su asesinato, intento imaginar sus últimos pensamientos. No hay duda. Murió pensando en España. Murió por España. Hizo suya aquella consigna viril, recia y enérgica, antagónica a las voces pacifistas, de Patria o muerte. Ese fue su destino, que él abrazó. Y subió al Cielo con las únicas condecoraciones válidas para un militar en guerra: las cicatrices que dan fe de las heridas.
Allí, en los luceros, monta guardia. Junto con tantos camaradas del ayer glorioso esperando completar las escuadras con nuevos combatientes que mueran por la Patria. Y vendrán. Y se alzarán, pues el ejemplo de la sangre derramada es acicate para las voluntades juveniles que sueñan, como él, en la nueva primavera de la España eterna. Desde hace veinte años, el apellido Ynestrillas está irrevocablemente unido a la Patria cautiva esperando ser reconquistada, otra vez, por un puñados de hombres dispuestos al sacrificio supremo.
A mi querida Karina, su viuda, mi enhorabuena por el ejemplo de su marido, sabiendo, que detrás de un gran hombre siempre se esconde una gran mujer. A sus hijos, Martín y Ricardo, la exhortación de ser fieles, no ya a su padre, sino a lo que su padre ha representado. A Fernandito, que siendo niño se fue con su padre al cielo, que ruegue por España. Y a toda su familia, mi abrazo más fuerte, estrecho y sincero, con renovada fidelidad a la sangre vertida por el Comandante Ynestrillas.
Déjeme mi Comandante, que invocando su nombre grite, palma al cielo: ¡PRESENTE!