Agradezco a FORO su invitación para hablar en esta ocasión, felicito a D. Javier Esparza y a D. Ángel David Martín Rubio, por su brillante intervención, y doy las gracias a la Dra. Martínez Sicluna, que me ha introducido como miembro de esta universidad. Sin embargo, aunque estoy unido a ella desde hace treinta y tantos años como profesor, prefiero no presentarme de esa manera, sino como presidente del Círculo de Estudios Tradicionalistas Antonio Molle Lazo. Y no me quiero presentar como profesor de esta casa, porque los actos sacrílegos en ella realizados enturbian tanto el prestigio de esta que fue venerable institución, que pertenecer a ella ya no es para mí un honor. La totalidad de los méritos acumulados, durante más de quinientos años, por los sabios que han pertenecido a la Complutense no basta para enjugar la afrenta cometida en Somosaguas contra Nuestro Señor.
Dirán ustedes, sin duda, que esta apreciación es en extremo injusta, pues la Universidad Complutense no puede responsabilizarse de los desmanes cometidos por sus alumnos. No es así. Para convencerse basta ver las reacciones oficiales de sus autoridades: los actos sólo fueron condenados de manera formularia, las autores no han sido expedientados y las asociaciones que los han perpetrado no han sido ilegalizadas. Al contrario, se les han concedido los locales del centro de Madrid para que desde allí irradien su anticatolicismo a toda la ciudad convocando la procesión atea proyectada para el Jueves Santo.
Esta respuesta de las autoridades da la impresión de una cierta anuencia a las profanaciones y, si miramos antes y alrededor de esos incalificables actos, esa impresión se reafirma.
La legislación democratizante de tiempos recientes permite formar asociaciones estudiantiles y concede una importante representación de alumnos en los órganos de gobierno. Al principio, en la época de decadencia del marxismo tras el desfondamiento de la Unión Soviética, las asociaciones eran más o menos inocuas y había escasísima participación del alumnado en muchos órganos rectores. En los últimos años, el neomarxismo, que toma las formas de antiglobalización, de feminismo, de sexualismo antinatural o de movimientos antisistema, ha aprovechado esas facilidades para constituir asociaciones que, a su vez, han copado buena parte de la representación estudiantil en los órganos universitarios, la mayoría de las veces con un apoyo ridículo por parte del alumnado. La masiva abstención de los alumnos en las elecciones a representantes ha sido descaradamente utilizada por esas asociaciones para ocupar toda la representación en los órganos de gobierno, con un apoyo que, a veces, no supera el 5% y puede ser del 2% de los alumnos.
El poder de esas asociaciones ha crecido hasta el punto de ejercer una verdadera tiranía en algunas facultades; tiranía que está en proporción directa a la presencia de autoridades académicas de similar ideología. En políticas, cuyo decano ha defendido el sacrílego asalto a la capilla como “expresión de pluralidad de tendencias”, el desorden ha llegado a ser tal, que, hace unos días se han suspendido actos ya concedidos, porque podían no gustar a las asociaciones y porque el decano se ha sentido incapaz de asegurar que se desarrollen con normalidad. Y, durante el mandato del rector Berzosa, se ha extendido a toda la universidad la anarquía que ha convertido políticas en un verdadero zoco impresentable.
Así, en muchas facultades, so pretexto de libertad de expresión, se han hecho común el insulto más descarado a la religión y a las cosas más sagradas, sin que las autoridades hayan querido poner coto a ello, sea por temor sea por convencimiento. Los mismos órganos del rectorado han desoído sistemáticamente las denuncias que algunos hemos presentado, durante todos estos años, contra la práctica de poner carteles insultantes para la Iglesia y la religión. En cambio, cualquier denuncia por parte del feminismo radical ha sido presurosamente atendida, por lo menos en lo que yo he podido conocer.
A nadie se le escapa que, a un nivel más alto del poder, la era Berzosa ha coincidido con la era Zapatero. La poderosa mente de estadista que posee Zapatero le ha llevado a proponerse como programa de gobierno demostrar que es tan rojo como su abuelito. Por eso ha roto con todos los pactos implícitos alrededor de la constitución y se ha dedicado, con especial encono, no sólo a promulgar leyes contra la moral católica, como sus predecesores, sino a perseguir directamente a la Iglesia y a promocionar la cultura de la blasfemia. Cabe incluso conjeturar que el año de plazo que le queda antes de dejar el gobierno dedique a completar ese programa, de manera que posiblemente la persecución arrecie en los próximos meses.
¡No! los profanadores de Somosaguas y sus corifeos no son enfermos psiquiátricos, como han dicho algunos medios de comunicación. Los actos de las personajas que asaltaron la capilla no son sino la puesta en práctica de lo que les ha sido transmitido por el ambiente sostenido o tolerado muchas autoridades académicas y de lo que les ha transmitido la cultura subvencionada, y los medios de comunicación oficiales. Se trata de avanzadillas de jóvenes marxistas, similares a las que, so pretexto de libertad, se adueñaron de la universidad al final del régimen anterior, y que ahora, so pretexto de que la universidad sea pública, ya no defienden libertad alguna, sino que ejercen una auténtica dictadura popular que quiere expulsar de la universidad cuanto no coincida con sus presupuestos ideológicos, y especialmente a los católicos. Antes, por lo menos estaban rodeados del halo estético de quienes se oponen al poder, hoy no son más que serviles sicarios del poder político, que en los actuales sistemas bipartidistas -no nos engañemos-, deja a las izquierdas el gobierno de las mentes con tal de que éstas dejen al centro el poder económico. Es de suponer que el nuevo rector vestirá de uniforme y gorra de plato a estos sicarios y que los veremos paseándose por la universidad y vigilando las actividades contrarias a los ucases rectorales.
Los actos de Somosaguas se ha dicho que son teatrales, simbólicos y sin violencia. Pero tales actos, más o menos intelectualoides, son síntoma de lo que se avecina. En los madriles del trienio liberal, los cafés y ateneos estaban poblados de jovenzanos exaltados que adoptaban actitudes declamatorias entre bufas y blasfemas, con aplauso de las sociedades secretas que, de hecho, gobernaban el país. Pocos años después, en 1834, cuando ese ambiente penetró más allá de las élites intelectuales, la bufonada sacrílega se convirtió en matanza y despedazamiento de frailes, y en profanación y destrucción de iglesias, ante los cuales Martínez de la Rosa -un centrista de entonces- se lavó las manos y se limitó a lamentar lo ocurrido.
Los eclesiásticos, ante hechos de esta clase, empiezan, no sin razón, a poner sus barbas en remojo y echan de menos unas potentes ayudas que no les llegan de parte alguna. Sólo algunas instituciones de escasos medios y algunas personas aisladas les han prestado apoyo en esta tesitura, que probablemente se extenderá como un reguero de pólvora.
Su debilidad se ha visto propiciada por unos errores que vienen de lejos. Las autoridades eclesiásticas apostaron decididamente por la democracia en la transición y usaron de una autoridad, que no tenían, para exigir de los fieles que no formaran partidos ni grupos políticos católicos y que se conformaran con inspirar desde dentro los partidos laicos existentes. Y eso no fue sólo una tendencia de los eclesiásticos españoles, sino que venía de más arriba. Baste pensar que la legislación eclesiástica ha incluido la obligación a priori de pedir permiso a los ordinarios, o la autoridad eclesiástica competente, para que cualquier asociación pueda hacer uso del nombre de católicos. Y como ese permiso, de facto, no se concede sino a los demócrata-cristianos, el resultado es que hoy no hay partido fuerte alguno que defienda a la Iglesia, y los eclesiásticos andan tan desamparados en la selva política como niños perdidos en un bosque.
Agradecidos por la ayuda de los eclesiásticos, los partidos políticos de uno y otro signo, durante bastantes años, no acosaron para nada a la Iglesia. Las izquierdas, incluidas las más extremas, en parte por la propia decadencia mundial de esa ideología y, en parte, por lo asombrados que debían de estar ante la actitud de los jerarcas eclesiásticos, convivieron en relativa paz con ellos. Pero, desde Zapatero, el ensalmo se ha roto y, desparecida la tácita connivencia entre los eclesiásticos y el estado constitucional, el peligro anticristiano que este conlleva en esencia, ha aparecido con toda su crueldad.
Ante semejante situación cualquiera se preguntará ¿por qué no cambia de estrategia la Iglesia? Lo que pasa es que no se trata de una estrategia momentánea, sino de la aplicación de la absurda teoría del estado laico-cristiano, que es una opinión utópica, irrealizada e irrealizable, ajena a la tradición católica, que afecta a asuntos políticos en los cuales la jerarquía eclesiástica no tiene especial autoridad.
En la literatura generada por los acontecimientos de Somosaguas, se ha llamado repetidamente cobardes a sus autores, porque no se atreven a hacer con las mezquitas musulmanas lo mismo que con los templos católicos. Implícitamente se supone que los católicos no se van a defender. Verdad es que la religión católica dista mucho de la crueldad mahometana, lo cual no quita que el catolicismo español siempre haya sabido defender su religión, ya desde tiempos de la invasión musulmana hasta épocas más recientes. De hecho, la persecución a la Iglesia ha sido el principal acicate de muchas de las contiendas de los últimos siglos, desde la guerra de la convención a la guerra del 36, pasando por las de la independencia y las guerras carlistas.
Siguiendo el ejemplo de sus mayores, el catolicismo español, por amor a Dios y a la Iglesia, tiene que recuperar la influencia política que por su número le corresponde. Y, por paradójico que parezca, tiene que empezar por abandonar el clericalismo que le tiene paralizado. Es de toda evidencia que no bastan denuncias, recogidas de firmas y manifestaciones. Es de vital urgencia que los católicos hallen la vía de asociarse, con o sin el beneplácito de las autoridades eclesiásticas, porque la función de éstas no es organizar la sociedad civil, sino transmitir la doctrina social, en consonancia con la tradición, señalar el error e intervenir en lo que afecte a asuntos espirituales.
Hay que adherirse a las organizaciones y partidos que defienden la integridad de la tradicional doctrina social de la Iglesia, con el fin de evitar en nuestro país la barbarie anticatólica que empieza a aflorar, y cuyas imprevisibles consecuencias pueden ser de la mayor gravedad. La incapacidad de los eclesiásticos no nos exonera de la obligación de defender a Dios. Hay que romper con el voto cautivo de los católicos y restar apoyo a los partidos que se reparten el poder. Dentro de la legalidad humana vigente, ése es el único camino efectivo.
Pero, si la ley humana falla y esto sigue así, los católicos deberemos hacer cuanto permita la ley de Dios en defensa de Nuestro Señor y de la Iglesia, empezando por acudir a la procesión blasfema de Jueves Santo, por ponerse delante y, luego, pues ¡a ver qué pasa! Lo exige nuestra fe, lo exige nuestro amor a España y lo exige el honor mismo que merece Dios.
José Miguel Gambra