lunes, 31 de enero de 2011

EL COMPAÑERISMO EN LA TRANSICIÓN, SOBRE CAMILO MENÉNDEZ VIVES

El pasado día 16 decía en un correo que, por si alguno no conocía el hecho, relataría la incalificable bellaquería que se cometió con el Capitán de Navío Camilo Menéndez donde se ponen en evidencia las miserias humanas y la degradación de las virtudes militares a que ha dado lugar el devenir de España desde que dejara de ser Una, Grande y Libre.

En el juicio por el 23F, el Fiscal Togado de la Armada José Manuel Claver Torrente era vecino del Capitán de Navío Camilo Menéndez (pues vivía en el mismo portal de las casas de Marina de la calle General Moscardó número 26 de Madrid y por ello coincidía frecuentemente con él y con su familia en el ascensor) pero sin duda tratando de “ganar puntos” en la nueva situación creada tras el fracaso de la “Operación De Gaulle” (organizada por el CESID con el correspondiente “Nihil Obstat” y transformada, posteriormente al fracaso en “Intentona golpista” del 23-F) no sólo no declinó ejercer la acusación y que esta recayese en otro fiscal, sino que en su escrito de acusación calificó la conducta de CN Camilo Menéndez, no como de auxilio a la rebelión (como finalmente fue calificada por el CSJM), sino de rebelión militar consumada y pidió 12 años de prisión, aún constándole y haberse demostrado de forma fehaciente en el juicio, que Camilo Menéndez no había tomado parte en ninguna conspiración previa, y que el “Auxilio a la rebelión” que finalmente apreció el Consejo Superior de Justicia Militar se había materializado sin más “armamento” que el paquete de tabaco con el que entró en el Congreso para ofrecer al Teniente Coronel Tejero. Incluso los miembros del Alto Tribunal, consideraron excesivo calificar de “rebelión militar consumada” el ofrecer tabaco y compañía al compañero caído en desgracia y se conformaron con considerar su actitud como de “auxilio a la rebelión”. Pero su vecino, el fiscal Claver Torrente llevado sin duda de “la fe del converso” para medrar, o bien porque la grandeza moral del CN Camilo Menéndez era un fustazo en la cara para tan abyecto vecino, le pidió ¡12 años de prisión por rebelión militar consumada!

Recurridas las sentencias, la Sala 5ª de Supremo, en el caso de Camilo Menéndez, confirmó la resolución del CSJM, es decir, la Sentencia que le imponía una pena de un año de prisión y que por ser inferior a 3 años y un día, no tenía la accesoria de separación del servicio y en consecuencia no le acarreaba la pérdida de la condición militar.

Al no haber perdido la carrera, y como quiera que su sorprendente embarque en una nave a punto de irse a pique, sin tener ningún compromiso para ello, y con la sola finalidad de acompañar al comandante en tan duro trance, le hiciera granjearse el aprecio y la admiración de cuantos valoraron su hidalgo gesto, comenzó a ser invitado en actos castrenses.

Tal fue el caso de la apertura del curso de Guerra 82-83 en la Escuela de Guerra Naval, donde había sido profesor de táctica.Invitado al solemne acto de apertura por el Director de la Escuela, en un principio declinó el ofrecimiento, pero ante la insistencia, finalmente asistió.Pero por presión política de alguno de los civiles asistentes, nada menos que el Almirante Salvador Moreno lo expulsó del acto. ¡A pesar de estar expresamente invitado!

No cabe duda que este Almirante prefirió barcos sin honra a honra sin barcos, pero teniendo en cuenta que en este caso histórico la única “escuadra salvada” era la de su interés personal, su decisión tal vez le mantuvo temporalmente los barcos….a cambio de perder lo otro.¡Más le hubiera valido en la ocasión quemar sus naves! Habría acompañado en la historia a Pizarro.

Pero frente a este lamentable caso, hubo otro en el que se puso de manifiesto que todavía quedaban algunos Oficiales y Jefes que eran Hombres de Honor. El 12 de octubre del 82, el teniente de la Guardia Civil comandante de puesto de Azuqueca de Henares, Juan Revelo, le invitó igualmente a los actos del Día del Pilar por estar la familia vinculada a dicho pueblo al tener casa en él. Nuevamente el CN Camilo Menéndez declinó el ofrecimiento para no comprometer al comandante de puesto, quien se empeñó en que asistiera, y así lo hizo por no desairarle.

El entonces alcalde de Azuqueca, Florentino García Bonilla (entonces del PCE, luego de IU y finalmente del PSOE) exigió que Camilo Menéndez abandonara el Cuartel... El teniente Revelo, a diferencia del Almirante Salvador Moreno, invitó al alcalde a marcharse, alegando que el Capitán de Navío Camilo Menéndez era su invitado... Le metieron el correspondiente paquete, que cumplió con absoluta dignidad, tras haber dado testimonio de su fidelidad al lema de la Benemérita: “El honor es mi divisa”. Por este hecho es acreedor a compartir el respeto que merecen hombres como el Capitán Cortés, el Coronel Moscardó o el Teniente Coronel Tejero.

Aquellas invitaciones ponían en evidencia que la quijotesca actitud del CN Camilo Menéndez había calado hondo en el estamento militar y que lo tenían como una referencia de virtudes militares… Y ante el riesgo de que cundiera el ejemplo de las invitaciones y aprovechando que su Promoción se encontraba a las puertas del Almirantazgo (afectados por ello de la más virulenta “fajinitis”) el AJEMA en un alarde de cómo el Mando puede utilizar las debilidades y miserias humanas, convocó un “Consejo” de los 12"almirantables" (todos compañeros de promoción y alguno marinero voluntario con él en la Cruzada, además de haber estado destinado en la Casa Militar del Generalísimo, como el caso del posteriormente Almirante Urcelay) pidiéndoles su opinión acerca de si Camilo debía seguir en activo o ser expulsado... TODOS VOTARON A FAVOR DE SU EXPULSIÓN (sin duda pensando que se jugaban el ascenso a Almirante).

Aquella indecente muestra de la miseria humana, igualmente denigrante para quien se aprovechó de ella, que para quienes se arrastraron por el fango de la deslealtad y la cobardía, se maquilló como "retiro forzoso". Y se hace imprescindible escribir en la historia, el nombre de aquel AJEMA: Almirante Saturnino Suanzes de la Hidalga. Como era de suponer no todos los que vendieron al compañero recibieron sus treinta monedas... no todos fueron ascendidos a Almirante.

Posteriormente, alguno de los judas, ya almirante, a falta de olivo y soga, arrastró su arrepentimiento de por vida y durante la larga enfermedad del CN Camilo Menéndez lo visitaba asiduamente lamentando, a buen seguro, haber puesto un baldón en la gloriosa historia de la Armada Española.

Hay que decir que Camilo lo recibía siempre afablemente y tampoco echó en cara a sus compañeros de promoción la deslealtad, poniendo una vez más en evidencia la grandeza de su espíritu.

Sirva este caso como un ejemplo más de los fundamentos morales en que se sustenta la “Transacción”… Y para poder entender la situación en que actualmente se halla España.
De aquellos polvos estos lodos.

Coronel Lorenzo Fdez-Navarro de los Paños A. Miranda

viernes, 28 de enero de 2011

EL CATOLICISMO EN NUESTRO ARTE


Todas las literaturas peninsulares nacen cantando himnos ante el altar de la Virgen, con el Desconhort, de Raimundo Lulio, en Cataluña; las Cantigas de Alfonso el Sabio, en Galicia; La vida de Santa María Egipcíaca y los romances anónimos, en Castilla.

Todos nuestros grandes poetas, que no hay necesidad de citar, responden de tal manera al sentimiento católico, que desde el liviano Arcipreste de Hita, que también pone flores ante la imagen de toda pureza, hasta las Mujeres del Evangelio, de Larming, y los Idilios Místicos, de Verdaguer, apenas hay un poeta español, aún los escépticos y los impíos, que en algún momento no haya dejado, como un exvoto y templado por la inspiración religiosa, su lira sobre el altar de la Virgen sin mancilla.
Nosotros creamos el teatro popular y teológico de los Autos Sacramentales, y el teatro caballeresco en el que el honor, aunque exagerado, era al fin, como un caballero que lo albergaba, una creación de la Iglesia, que ignoró el mundo antiguo, y que va ignorando el moderno en la misma proporción en que se aparta de la Iglesia.

Con la antorcha de su fe ha iluminado España todas las regiones del arte, representando la Religión al reproducirse a sí misma. Y en todas las formas artísticas, en las plásticas y literarias, brillan aquellos caracteres que sin la influencia religiosa no estarían siempre asociados, cuando las tendencias de otros pueblos tan frecuentemente los disgregan: el realismo fuerte, de trazos vigorosos, que huye de personificar tipos abstractos; y el idealismo, que suaviza su rigidez con una luz que penetra a las almas y se transparenta en las figuras. Puede decirse que los místicos dan forma real a sus éxtasis y transportes, vaciando en los más altos conceptos en una prosa que les hace visibles y palpables, y hasta de los cuadros naturalistas de la novela picaresca, templando y exageración o su crudeza, sale, servido de la sátira, un ideal que está en el alma del autor y de sus obras, Y esos caracteres tan misteriosamente enlazados se manifiestan, con inusitado esplendor, en la escultura y en la pintura, que revelan el alma de España, con todo el ardor de una fe que es la clave de esa armonía.

La escultura, con ser una manifestación de nuestro genio inferior a la pintura, lo manifiesta visiblemente en sus imágenes, por lo general talladas y polícromas, de un realismo pudoroso, que oculta el desnudo con la riqueza exuberante de los ropajes y pone en los rostros destellos de vida sobrenatural. Al desarrollarse desde los comienzos de la Edad Moderna, a pesar de tantas escuelas y transformaciones, lleva siempre impreso el sello de la inspiración religiosa. Damián Forment, que une el ocaso del gótico que termina con la alborada del Renacimiento que empieza, en sus magníficos retablos zaragozanos, como Bartolomé Ordóñez en sus sepulcros de Reyes y Cardenales, preparan la escuela de Alfonso Berruguete, que trae de Italia la influencia florentina y la inspiración de Miguel Angel, pero fundida y moldeada en el carácter español, como lo revela el retablo vallisoletano de San Benito El Real. Y cuando el Renacimiento llega a su segunda fase con Gaspar Becerra y Andrés de Nájera para producir la escultura propiamente clásica y realista, lo mismo en las obras de los españoles, como Jordán y Gregorio Hernández, y en las prodigiosas custodias de Juan de Arfe, que en los artistas italianos, atraídos por nuestros reyes dominadores de su Patria, la tradición continúa, y el Renacimiento español, aceptando la forma clásica y cristalizando y agrandando la idea, se revela en los Leoni y en el admirable Cristo yacente de Juan de Juni; y el Cristo prodigioso de Martínez Montañés, marca el triunfo de la escuela, profundamente religiosa y realista, que se prolonga por Alfonso cano, Mora, Pedro de Mena y los Roldán, hasta Francisco Salcillo, que, en un siglo como el XVIII, de completa decadencia artística, aislado por su fe ardiente y amor a la pródiga naturaleza de su tierra, realista y místico a un tiempo, como la raza española, le lleva a la cumbre de la inspiración en el Beso de Judas, que pone frente a frente la traición cobarde a la majestad divina, y en la Oración del Huerto, que pone en el rostro exangüe del Redentor todos los dolores humanos, y en el del Angel, la luz de lo sobrenatural y de las supremas esperanzas.

Nosotros tenemos una pintura que es un reflejo vivo del alma nacional; en ella se expresa de una manera más gráfica que en la escultura, el sentimiento religioso que ha animado nuestro pueblo, y que refleja desde sus albores en las miniaturas de los códices, en los cuadros murales, en las vidrieras de colores, en las tablas y en los trípticos del siglo XV; y cuando llega -con el retablo de Zamora, de Fernando Gallegos, y el de San Miguel y la Piedad, de San Bartolomé Bermejo, recientemente sacado a la luz- a lanzar las últimas llamaradas del amor cristiano de la Edad Media, el sentimiento religioso que la inspira no se apaga, sino que se acrecienta en el siglo XVI, en las imágenes idealistas, de Luis Morales el Divino, en las austeras de los evangelistas de Francisco Ribalta, en las celestes de San Antonio, San Francisco, Santo Isabel, y en las prodigiosas Concepciones de Murillo, bañadas en una luz que no había sorprendido ningún pincel porque parece increada; que se revela en los penitentes y en los mártires ensangrentados de Ribera, en el éxtasis y al iluminación interior de los religiosos y los monjes de Zurbarán, y en los gusanos de la corrupción, cebándose en las vanidades humanas, en el cuadro fúnebre de Valdés Leal.

Y todavía centelleará más el sentimiento religioso en el pincel de aquel griego nacido corporalmente en Creta y espiritualmente en España, que le absorbió en su ser y le infundió su vida hasta el punto de permitirle que se asomase el alma de nuestros místicos, para que trasladase al lienzo algo de aquel mundo interior, en aquellas figuras de una prodigiosa realidad, pero idealizadas y pedidas en un fondo extraño, porque el artista,por una supuesta locura, que quizá fuese la locura de la cruz, no encontraba colores para reflejar lo sobrenatural que penetra en sus figuras y parece adivinarse detrás de las sombras que las cercan.

Y el genio del realismo, el pintor soberano, el que robó a la naturaleza interior y exterior el secreto de sus relaciones y transportó al lienzo el aire de los campos y la vida humana, llevando a ellos. no las imágenes de las personas, sino las personas mismas, es el que, sintiendo el contacto de su alma con el alma del pueblo, por una adivinación, trasmontando los siglos, puso por encima de los bufones, de los borrachos, de los magnates, de las princesas y de los reyes en sus cuadros, donde quizá ensayaba el color y el esfuerzo, el Cristo portentoso que parece una instantánea recogida por el genio y el amor arrodillados en la cumbre del Calvario, no cuando el Redentor agoniza, porque la piedad su turba y el pincel vacila, sino cuando ha pronunciado la última palabra, y ha temblado la tierra, y se ha roto el velo del Templo, y de la Historia, y se ha inclinado la divina cabeza para que la sangre, que corre como el dolor santificado por las espinas de la Corona, caiga mejor sobre los labios de los hombres, sedientos de esperanza y de perdón.

En la misma arquitectura, la más material de las Bellas Artes, veréis ese espíritu brillar en los primitivos templos románicos, que todavía no han podido levantar la bóveda circular sobre sus muros, que tienen pobres techumbres y aquella ornamentación lineal y rígida como las espadas de los guerrilleros de la Reconquista, pero que irán multiplicando y enriqueciendo la arquivolta ajedrezada sobre las columnas que se agrupan en sus portadas, embelleciéndolas con tímpanos hasta convertirlas en arcos triunfales del Arte, como el Pórtico de la Gloria, que parece levantado por la fe para recibir el arte ojival, que llega con las magníficas catedrales que son como la materia idealizada y arrodillada ante la cruz; inmensas custodias de granito, que hacen dudar al ánimo absorto si las atraviesa el sol para concentrar en ellas todos sus rayos y besar humillado el altar del que es foco de la eterna luz, o si es el foco mismo del amor el que irradia luces para inflamar al mundo a través de las vidrieras de colores, rojas como la sangre y verdes como la esperanza.

En el momento en que os hablo y evoco los viejos templos, las grandes basílicas y las soberbias catedrales, me asaltan recuerdos de mis largas peregrinaciones artísticas por el suelo peninsular, y van pasando ante mi fantasía, desde los Jerónimos de Belem, allá en la desembocadura del Tajo, y el Claustro del Silencio de Coimbra, cerca del Mondego, las ruinas de Poblet y de Santas Creus de Cataluña, San Salvador de Leire de Navarra y Sobrado de los Monjes de Galicia, y tantos santuarios históricos abandonados, quebrantados y deshechos; y me atrevo a decir que si esas catedrales, que parecen todavía organismos vivientes, proclamen la fe, también la proclaman, con una protesta augusta y silenciosa, esos gigantes rendidos, más que por la pesadumbre de los siglos, por las injurias de los hombres.

Yo he visto esa protesta de fe del festón de hiedra que contempla la ojiva rota por la barbarie desamortizadora, de los quebrantados artesones de la sala abacial, que partió el hacha revolucionaria y que une piadosamente la golondrina con el barro de su nido, del capitel que parecía plegado por una brisa celeste sobre el haz de columnas abrazadas, convertido en brocal de pozo, sin duda para que se viese mejor que, al arrancar el pilar del templo, queda en su sitio el abismo...; he oído salir esa protesta de los sepulcros de los paladines de Cristo y de la Patria tendidos sobre las losas funerarias con el casco descansando en el almohada de granito, el lebrel al pié y la cruz de la espada oprimida en las manos yertas, picados y mutilados para servir de muro y pavimento en el molino del cacique...; he oído brotar esa protesta de los medallones del claustro renaciente, por donde asoman sus rostros guerreros y prelados, negros todavía por el humo de la biblioteca incendiada; el arrullo de las palomas que anidan en la hornacina abandonada del viejo retablo, turbando el silencio en que reposa el órgano deshecho, y del aleteo de las aves que cruzan las naves tristes y desiertas; y me pareció que esas protestas se condensaban en una cuando observé en una grita la cabeza de un búho con sus ojos inmóviles, como si mirase con asombro a otros más oscuros que los suyos, en donde no había podido penetrar ni la luz de la fe ni la luz del arte.

Pues España, en su filosofía, en su teología, en las manifestaciones enteras de su arte, en su constitución social, en su constitución nacional, en su constitución política, en todas las altas esferas de su historia, está informada por la fe católica; no se puede conocer a España, ni, por lo tanto, se la puede amar, si se desconoce la Religión católica.

Y ved ahora las conclusiones que he ido buscando al recorrer rápidamente los principales cauces por donde discurre la historia de España.

Las conclusiones, escalonadas y partiendo de una verdad elemental, son éstas: no puede ser culto un pueblo que empiece por ignorarse a sí mismo. Se ignorará, si no se conoce su historia, sin conocer sus grandes empresas, los hechos culminantes que han realizado y las principales manifestaciones de su genio en la ciencia, en la literatura, en el arte, en la política. No puede saber esas cosas si ignora las creencias y los sentimientos del pueblo que las produjo y que en ellas se revela. Y tratándose de España, es imposible conocer ni sus creencias, ni sus sentimientos, ni sus tradiciones, sin conocer a la Iglesia católica como dogma, como moral, como culto y como institución, y los hechos capitales de su historia.

Luego es evidente que quien no estudie la Religión católica no puede conocer a España, ni el ideal de su vida ni el motor de sus empresas; y el que desconoce a España no puede amarla, y el que no la ama no cumple ni sus deberes para con la nación, ni sus deberes para con la Patria.

Luego es una exigencia natural de la cultura, que impone el haber nacido en España y la obligación de amar a la Patria y de servir a la nación, la de conocerla; y como no se la puede conocer sin conocer su principio y su idea directriz, es necesario conocer la enseñanza católica, y, por consiguiente,esa enseñanza en nombre de la cultura y de la Patria, debe ser obligatoria. Debe ser obligatoria en las escuelas, en los Institutos, en las Universidades; nadie tiene el derecho de ignorar a su Nación y de ignorar a su Patria; y el Poder y el Estado que lo decretan, no hacen una obra de cultura, hacen una obra de estulta barbarie.

Juan Vázquez de Mella
(Discurso en la Real Academia de Jurisprudencia, 17 de mayo de 1913)

Para leer "El Catolicismo en nuestra historia", también de Juan Vázquez de Mella, pinchad aquí

martes, 25 de enero de 2011

CARTAS DE MILLÁN ASTRAY A LAS FAMILIAS DE LOS LEGIONARIOS CAÍDOS


Madrid, 3o de enero de 1922.

A la señora madre del glorioso teniente legionario D. Horacio Pascual Lascuevas.

Muy respetada señora mía y de mi mayor cariño:

Al empezar esta carta atravieso momentos del mayor dolor y angustia para decirla, señora, que nuestro queridísimo Horacio, su hijo del alma, uno de los mejores y más valientes oficiales de la Legión Extranjera, el más querido de todos sus compañeros, el más admirado por sus soldados, el que gozaba del cariño de sus jefes y el mío singularmente, pues le quería con toda mi alma y él correspondía fielmente, el lo de enero ha encontrado la muerte más gloriosa que puede apetecer el más bravo de los soldados.

Sepa, señora, que su hijo, el teniente D. Horacio Pascual Lascuevas, murió al frente de su sección, cayó muerto entre sus legionarios, que murieron rodeando su cadáver, que cayó porque en la retirada hizo muralla con su cuerpo y el de sus hombres para que las de-más tropas de la columna pudieran retirarse sin peligro ante un enemigo que atacaba ferozmente; fué al empezar a anochecer, en el día 10 de enero, y en la cabila del Ajmás. Horacio mandaba la sección de extrema retaguardia ; el enemigo cayó sobre él como un alud en un terreno fragosísimo y abrupto, en una cañada profunda con pendientes casi inaccesibles; al caer, su compañía entera acudió, y junto a él, y con igual gesto heroico, murieron a su lado los alféreces Villar y Salvador Claverías, también rodeados de sus legionarios, y aunque sea cruel en estos momentos aumentar el dolor del santo pecho de una madre, le diré, señora, como española, que Horacio quedó muerto amenazando con los puños al enemigo y mirando fijamente al que le arrebató la vida para bien de nuestra Patria y para dolor de nosotros, que no le olvidaremos jamás, jamás. Su cuerpo reposa en Ceuta, al lado de sus otros valientes camaradas; yo lo acompañé hasta el último momento, y yo, señora mía, rodeado de todos sus compañeros, lancé los, vivas con que nos despedimos del que cae.

La memoria de su hijo vivirá siempre en la Legión Extranjera; el recuerdo de su nombre queda grabado en mi corazón con el mismo cariño y la misma ternura que si hubiera muerto mi propio hijo; lloro, sí, señora; lloro por él.

Ya no sé decir más en esta carta; no se olvide usted tampoco de mí, y que nos sirva de santo lazo de amistad el recuerdo de nuestro querido muerto, el más bravo, el más audaz de los tenientes legionarios, el glorioso Horacio Pascual Lascuevas.

Beso con todo respeto su mano de usted, señora. I. Millán Astray.



Madrid, 4 de febrero de 1922.

Señora doña Pilar Clavería.

Muy respetada y distinguida señora mía y de mi mayor consideración:

He procurado, por todos los medios, averiguar en dónde se hallaba usted, y hoy su carta me lo proporciona, y con ello puedo cumplir mi triste deber de dar cuenta a usted, señora mía, de la gloriosa muerte del alférez legionario D. Manuel Salvador Clavería, su querido hijo, nuestro inolvidable y queridísimo compañero. Fué en el combate sostenido en la cabila del Ajmás, el día lo de enero pasado, y con ocasión del repliegue de la columna, después de haber ocupado Varias posiciones, tras de reñido combate, hubo de quedar la bandera de los legionarios protegiendo el repliegue del resto de las fuerzas de la columna, y como el enemigo atacase rudamente, fieles los legionarios al espíritu glorioso del Arma de Infantería y al credo de nuestra Legión, ofrendaron heroicamente sus vidas para cumplir como buenos sus sagrados compromisos y los impulsos de sus nobles corazones e indomable valor personal. En la retirada cayó gloriosamente, rodeado de sus legionarios, que también cayeron, el heroico teniente D. Horacio Pascual Lascuevas, y su hijo el alférez Salvador Clavería, acompañado del también glorioso alférez D. Abelardo Villar, marcharon con sus secciones en apoyo del compañero, y allí hallaron la gloriosa muerte, que les estaba reservada como hijos predilectos de la Patria que les pide en plena juventud que ofrenden sus vidas pensando en el honor de España y en el del Arma de Infantería, en la que figuran ya como sus hijos predilectos y más queridos.

Esto se lo digo, señora mía, antes de hablarla de su dolor, pues no conozco palabras ni ideas capaces de amenguar el dolor de una santa madre que pierde un hijo de tan bellísimas cualidades como el suyo, y si compartir, el dolor es un alivio, usted ha de tenerlo, señora, pues yo el primero, sufro como el padre que pierde un hijo, pues así los quiero a todos y así quería a Salvador; y sus compañeros no lo olvidarán jamás y en el Libro de Oro del Tercio de Extranjeros figurará como uno de los más preclaros el nombre de su hijo, acompañado de tantos héroes que, como él, cayeron para siempre; su conducta nos servirá de ejemplo, y su recuerdo nos enardecerá para la venganza.

En el cementerio de Ceuta, rodeado de sus compañeros, reposa tranquilo el cuerpo del que su alma está con Dios; yo lo acompañé hasta el último momento; yo lo despedí rezando y yo pronuncié los vivas con que despedimos a nuestros héroes.

Sírvala de orgullo como española él haber dado a España un hijo como el alférez Salvador Clavería; mitigue el dolor de madre como cristiana, con la seguridad de que está en el cielo, que es el premio que Dios reserva a los que dan su vida para la Patria en cumplimiento de su deber. Considéreme como un amigo sincero, unido por el lazo indestructible del cariño de nuestro querido muerto, el glorioso alférez D. Manuel Salvador Clavería, su hijo.

Soy su más respetuoso amigo, que besa sus pies,

José Millán Astray.


Melilla, II de septiembre de 1921.

Sr. D. Juan Sanz Vené.

Mi más querido y distinguido señor:

Esta carta quisiera fuese escrita con la pluma más brillante y áurea con que se hayan relatado los fastos militares. Su heroico hijo, el teniente de la Legión Extranjera don Juan Sanz Prieto, ha llegado en el rudísimo combate de Casa-Bona a los límites del heroísmo; su conducta fué la más distinguida entre todos, y a ella asistimos 25 jefes y oficiales y 500 soldados legionarios. En, ella cayeron, entre unos y otros, cien, y de ellos, veinte para siempre.

Su hijo, el teniente Sanz Prieto, fué de los primeros en el asalto a la posición fortificada enemiga; fué el primero en el asalto a los camiones blindados en poder del enemigo: luchó con energía indomable hasta que cayó toda su gente, y por último, como si quisiera poner un nimbo a su gloria, cayó con la mayor gallardía, a pecho descubierto erguido como un león, atravesado por una infame bala que nos ha separado, aunque, gracias a Dios y a la querida Virgen, por poco tiempo, de uno de los más queridos y admirados de nuestros compañeros. A mi lado cayó, y solamente el dolor que su respetable madre. cuyos pies beso, y usted, señor, que es su padre, pueden sentir, es la medida del que yo sentí. Cayó como una torre que se desploma, le recogimos amorosamente, le cuidamos con ansiedad infinita para defender tan preciosa vida y, en medio de aquel rudo combate y en medio de sus dolores, no decía su heroico hijo, el teniente Sanz Prieto, otra cosa más que ¡Viva España! Y ¡ Viva la Legión!

El médico Sr. Del Río, también amigo de Juanito, hízole una cura tan rápida y atinada, que salvó su vida; quiero que sepan el nombre de este médico amigo de su hijo para que le guarden ustedes la debida gratitud.

Terminado el combate, dejándolo todo, fui corriendo al hospital para verlo, como si fuese mi hijo, y sepan, mis queridos señores, que usurpé noblemente el puesto de ustedes y besé lleno de cariño la frente del héroe.

La Virgen, que nos protege, le ha protegido a él y, aunque la herida es dolorosa, no pone en peligro su vida y hay muchas esperanzas de que cure pronto su hijo querido.
No sé si concederán recompensas a estos oficiales, y así como la nobleza del corazón de su hijo le impide tener ninguna bastarda ambición y no piensa en premio alguno, yo, que soy el jefe de él; yo, que todo lo que hago se lo debo a mis oficiales únicamente, pues soy el peor de este cuadro de héroes, sí pido, sí demando recompensa para los que, como el teniente D. Juan Sanz Prieto, su hijo, saben llevar al Arma de Infantería a las cumbres de la gloria y del honor.

Nosotros le cuidamos y velaremos por él todo lo que las necesidades del servicio nos permitan; está contento, está orgulloso y ayer, cuando fui a verlo, dormía reposado sueño, que velé largo rato sentado a los pies de su cama.

Reciban ustedes, mis más queridos y respetados señores, la gratitud más profunda de este modesto jefe de los legionarios por habernos dado un hijo como el de ustedes, el teniente D. Juan Sanz Prieto.

Soy su más afectuoso amigo, que les besa las manos,

José Millán Astray.

Literatura legionaria

miércoles, 19 de enero de 2011

CONFERENCIA: EL VALLE DE LOS CAÍDOS. JUEVES 20. POZUELO DE ALARCÓN




AL CAPITÁN CODREANU


Cuando Europa regrese a sus raíces
vestida con antiguas cicatrices
como en el alba de su edad primera.
Y suba por los montes solitarios
una estirpe imperial de legionarios.
Su muerte, Capitán, será bandera.

Cuando el Tabor se crispe refulgente
anunciando el origen de Occidente
-la razón teologal de toda historia-
0 se repita el gesto de Betania
al contemplar el cielo de Rumania.
Su vida, Capitán, será victoria.

Cuando arome el incienso y el laurel
la imagen del Arcángel San Miguel
alzada en cada altar y en cada mesa.
Habrá un canto de amor por los caídos
presentes en el rezo de los nidos.
Su nombre, Capitán, será promesa.

Cuando el honor conduzca a las naciones
hacia el rumbo que marcan sus pendones
estampados en Cruz por estandarte
la ley del sacrificio y del trabajo
regirá inapelable como un tajo.
Su ejemplo, Capitán, será baluarte.

Cuando su sangre que brotó en martirio
fecunde de la raza un nuevo lirio
y la luz del dolor se haga visible.
Cuando doblen campanas en los templos
celebrando el valor de sus ejemplos.
La Legión, Capitán, será invencible.

Antonio Caponnetto

Buenos Aires, 13 de septiembre de 1999.
Centenario del nacimiento de Cornelio Zelea Codreanu

lunes, 17 de enero de 2011

DISCURSO DE BLAS PIÑAR EN EL HOMENAJE A ION MOTA Y VASILE MARÍN



Queridos amigos:

Volvemos a reunirnos, junto a esta cruz y este arco, un año más; y no lo hacemos por rutina, repitiendo un camino que conocemos, apenas conscientes de la razón que nos mueve a ello. Nos congregamos, primero, para recordar, y, segundo, para estimularnos con el recuerdo a continuar un combate que no ha terminado y que no concluirá hasta que el tiempo termine y se clausure la Historia.

No venimos a Majadahonda por rutina, sino para ser fieles a una tradición, que es tanto como a llenar nuestras lámparas, como las vírgenes prudentes del Evangelio, con el aceite que necesitamos para iluminar nuestra andadura y conocer sin equivocarnos al verdadero enemigo.

Porque Mota y Marín, que regaron con su sangre la tierra que ahora pisamos, no dieron su vida en defensa de intereses u objetivos puramente humanos. Ellos tomaron las armas y se alistaron voluntariamente en un Ejército, que había iniciado una Cruzada al servicio no solo de su patria sino de la civilización conformada por el cristianismo.

En este cabezo en el que Mota y Marín encontraron la muerte no se libraba un episodio cargado de heroísmo en una guerra civil -¡Tantas ha habido y hay!- en la “civitas hominis” , sino de una contienda que en la “civitas Dei” tuvo lugar entre el Arcángel San Miguel y sus seguidores, y Satanás, Príncipe de ese mundo y sus secuaces. Aquí y entonces se alzaron como un símbolo, y también como una bandera de enganche, la Cruz y la Bandera.

¿Y cómo no iban a venir a luchar a nuestro lado en las trincheras militantes rumanos de la Legión de San Miguel Arcángel, patrón de un movimiento político –me atrevo a decir que religioso y militar- cuya doctrina, con enfoque teológico, contemplaba al hombre no como productor o consumidor, ni como elector o elegible, sino como portador de valores trascendentales y eternos; y a la nación como una comunidad regida por un Estado cuyo ordenamiento jurídico convierte en derecho positivo la Verdad revelada y la ley natural.
Al frente de la legión de San Miguel Arcángel, el capitán, Cornelio Zelea Codreanu, y al frente de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, sin conocerse, fueron los dos grandes arquetipos de una generación europea ejemplar. Rumania y España, pueblos sin frontera, como los bautizara Agustín de Foxá, en Oriente y Occidente sufrieron la tiranía comunista y a los mártires españoles de la Cruzada se unieron los mártires del Danubio. No los olvidamos porque el olvido es amnesia imperdonable, sino porque precisamos de su intercesión para salir victoriosos en esta batalla de los últimos tiempos en la que se juega nuestro destino con el destino de Europa. Codreanu y José Antonio dieron su vida en plena juventud por los ideales que nos son comunes y nos hermanan: uno, estrangulado en los bosques de Tancabesti, el 30 de noviembre de 1938, y el otro, fusilado en Alicante, el 20 de noviembre de 1936.

“¡Que Dios proteja a nuestros pueblos!”, me decía Nicolás Rosca en su felicitación de Navidad. Que así sea y que nosotros merezcamos su ayuda.

Y ahora decid conmigo:

Ion Mota y Vasile Marín: ¡Presentes!
Cornelio Celea Codreanu y José Antonio Primo de Rivera: ¡Presentes!


Blas Piñar
Majadahonda
16 de enero de 2011

sábado, 15 de enero de 2011

EL BUEN COMBATE DEL PADRE JULIO MENVIELLE: LA PATRIA

Última parte de la conferencia del profesor Antonio Caponnetto sobre "El Buen Combate del Padre Meinvielle".
Padre Meinvielle, paradigma de sacerdocio católico, ¡ruega por nosotros!

jueves, 13 de enero de 2011

RECORDANDO A DON RAFAEL GAMBRA EN EL SÉPTIMO ANIVERSARIO DE SU MUERTE


CARLISMO Y "LIBERTAD RELIGIOSA"

El Carlismo ha defendido siempre la unidad religiosa de España. Más aún: esa unidad es la piedra angular del orden político que el Carlismo propugna. Cuando hace de Dios el primero de sus lemas no significa simplemente que cree en la existencia de Dios en el Cielo o que propone la religiosidad como norma de vida de sus adeptos. El trilema carlista no es un programa de vida personal, sino el ideario de un sistema político. La unidad católica, por lo demás, aunque a veces de forma incongruente con el régimen político, ha estado vigente en España desde tiempos de Recaredo, en el siglo VI, hasta la actual Constitución de 1978, con la sola excepción de los cinco años de la segunda República.

¿Qué es la unidad religiosa? Para mejor entendernos, digamos ante todo qué no es la unidad religiosa. No es, contra lo que muchos creen, coacción ni intolerancia. La fe no puede imponerse a nadie, ni moral ni siquiera físicamente, puesto que es una virtud infusa que Dios concede y que incide en lo más íntimo de cada alma. Tampoco debe ejercerse coacción alguna sobre el culto privado de otras religiones, ni sobre su práctica en locales o templos reservados, con tal de que no se exteriorice ni se propague públicamente, ya que en un Estado confesional la difusión de las religiones falsas debe considerarse como más dañina que la propagación de drogas o sustancias nocivas.

Más aún: el sistema tradicional aconseja el prudencialismo político de acuerdo con el cual el gobernante católico en cuyo pueblo estén arraigadas de hecho más de una confesión religiosa, debe basarse en lo que tengan de común esas religiones, y practicar la tolerancia de cultos. No es el caso de España, donde no existe otra religión ni histórica ni ambientalmente establecida más que la católica.

¿Qué significa entonces la unidad religiosa que el Carlismo propugna como primero de sus lemas? Simplemente, que la legislación de un país debe estar inspirada por la fe que se profesa –la católica en nuestro caso– y que no puede contradecirla; que las costumbres, en cuanto son influidas por la ley y la política del gobernante, debe procurarse que permanezcan católicas. Que la religión, en fin, debe ser objeto de protección por parte de la autoridad civil. Dicho de otro modo: que no se pueden dictar ni proponer leyes que contradigan a la moral católica –ante todo el Decálogo–, ni que atenten a los derechos y funciones de la Iglesia. Este fundamento religioso (religión es religación con un orden sobrenatural) es radicalmente opuesto al principio constitucional moderno, según el cual el poder procede del hombre, de su voluntad mayoritaria, y nada tiene que ver con Dios ni con el Decálogo, que sólo concierne a la vida privada de quienes profesan esa religión. Recordemos que el origen de nuestras guerras civiles –que siempre tuvieron un trasfondo religioso– los dos gritos que se oponían entre sí eran ¡Viva la Religión! y ¡Viva la Constitución!

La confesionalidad del Estado y la conservación de la unidad religiosa allá donde exista son, ante todo, una consecuencia del primer Mandamiento que nos prescribe amar a Dios sobre todas las cosas, y no sólo en nuestro corazón o privadamente, sino también las colectividades que formemos, familiares o políticas. En segundo término, es una necesidad para conservar el bien inmenso de una religiosidad ambiental o popular, de lo que depende en gran medida la salvación de las almas. En algunos momentos cumbre de la historia el Cristianismo se propagó de un modo súbito, cuasi milagroso: en el Imperio Romano en tiempos de los apóstoles, en la rápida cristianización de los pueblos bárbaros a la caída de Roma, en la difusión fulgurante de nuestra fe en la América española. Pero en lo demás la fe requiere ser mantenida con esfuerzo y evitarle peligros, al igual que debemos hacer con nuestra fe personal, y con la salud y el dinero, y cualquier género de bienes, que requieren ser guardados y preservados. Bajo un Estado laico la fe tiene que perderse, porque ese pueblo no merece la fe que ha recibido, y ello está a la vista en nuestra sociedad.

En segundo lugar, tampoco puede subsistir un gobierno estable que no se asiente en lo que Wilhelmsen ha llamado una "ortodoxia pública". Es decir, un punto de referencia que sirve de fundamento a la autoridad y a la obligatoriedad de las instituciones, las leyes, las sentencias. En rigor, si se establece la libertad religiosa (y el consecuente laicismo de Estado) resulta imposible mandar ni prohibir cosa alguna. ¿En nombre de qué se preservará en una tal sociedad el matrimonio monógamo? ¿Bajo qué título se prohibirá el aborto, la eutanasia y el suicidio? ¿Qué se podrá oponer al nudismo, a la objeción de conciencia, a las drogas o a la promiscuidad de las comunas?

Bastará que el afectado por el mandato o la prohibición apele a una religión cualquiera –incluso individual– que autorice tal práctica o la prohiba. ¿Y qué límite podrá poner el Estado a esa libertad religiosa si se la supone basada en "el derecho de la persona"? Quien desee divorciarse o vivir en poligamia no tendrá más que declararse adepto a múltiples religiones orientales, o al Islam, o a los mormones. Quien quiera practicar la eutanasia o inducir al suicidio, podrá declararse sintoísta. El que desee practicar el desnudismo público alegará su adscripción a la religión de los bantús, y los objetores al servicio militar buscarán su apoyo en los Testigos de Jehová. En fin, los que vivan en promiscuidad o se droguen, hallarán un recurso en los antiguos cultos dionisíacos o báquicos. La inviabilidad última de cualquier gobierno humano (que recurre simplemente a la fuerza) se hace así patente. La "libertad religiosa" es, por su misma esencia, la muerte de toda autoridad y gobierno.

Se objetará, sin embargo, que la Declaración Conciliar Dignitatis Humanae del Concilio Vaticano II ha propugnado la libertad religiosa y el consiguiente laicismo de Estado.

¿Qué hemos de pensar de esto los carlistas? A mi juicio, lo siguiente:

1.º.- El Concilio Vaticano II no es un concilio dogmático sino sólo pastoral, por propia declaración: por lo mismo, exento de infalibilidad.

2.º.- La libertad religiosa en el fuero externo al individuo contradice la enseñanza de todos los papas anteriores (uno de ellos santo) desde la época de la Revolución Francesa, y particularmente a la encíclica Quanta Cura de Pío IX que reviste las condiciones de la infalibilidad.

3.º.- La Declaración Conciliar se contradice a sí misma, puesto que afirma al mismo tiempo que deja intacta la doctrina anterior.

4.º.- Los amargos frutos de esa Declaración son bien patentes en la Iglesia y en la sociedad.

5.º.- Si esa Declaración hubiera de ser recibida como "palabra de Dios", al Carlismo no le quedaría más que disolverse, porque ha sido el último y más heroico empecinamiento en la defensa del régimen de Cristiandad.

Rafael Gambra

martes, 11 de enero de 2011

EN EL NOVENO ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL PADRE ALBA

En recuerdo emocionado del padre José María Alba, en el día de su noveno aniversario de muerte, juramos con él fidelidad a la Tradición Española.
¡Por Cristo, por María, por España!
Padre Alba, ¡ruega por nosotros!


AMAR LA TRADICIÓN

Escribo esta consideración en la fiesta de los Mártires de la Tradición, el 10 de marzo, la vieja fiesta familiar de la Tradición Española, que venera a cuantos murieron y lucharon por mantener la tradición católica de España. Todos debemos amar la Tradición, y si preciso fuera, morir en su defensa. Esa actitud tradicional de nuestra vida religiosa, nos ha de diferenciar de toda otra actitud que aun llamándose católica, vive de espaldas a la tradición católica, y se entrega a un utópico modernismo sin raíces tradicionales.

La Iglesia es nuestra Madre, la Iglesia que, además de Una, Santa, Católica y Apostólica, es toda Ella Tradicional. La Iglesia es el Reino de Jesucristo en la tierra que se va transmitiendo en tradición viva de generación en generación. Sus enseñanzas no son innovaciones para cada época de la Humanidad, con diferentes posiciones, para cada pueblo, para cada color, de la historia humana. Nuestra fe de hoy, la fe de la Iglesia, hoy como ayer, enseña a todos los hombres, es la misma fe de San Pedro y San Pablo, la misma fe de los circos romanos, de las catacumbas, la misma fe que predicaron San Metodio, San Columbano, San Francisco Javier, el beato Diego de San Vítores, y los obispos y sacerdotes mártires de la persecución religiosa en España en 1936. La doctrina de la Iglesia no está sujeta a modificaciones, a incrementos de verdades que Ella enseña. Nada tiene que ver con el aumento de los contenidos científicos. Que hacen a las ciencias humanas cada vez más dilatadas, más evolucionadas, en el contenido de sus verdades científicas, abandonadas unas en el hoy, y que se consideraron tal vez intangibles en el ayer. No hay evolución, no hay cambio, sino la enseñanza de una misma fe, de la misma sabiduría, de la misma doctrina de salvación.

En medio de un mundo cambiante, con paso efímero de pueblos, civilizaciones, culturas e imperios, la Iglesia permanece siempre coherente consigo misma desde el primer día hasta la más actual modernidad. Los cambios que algunos dicen se han dado en Ella no son más que falsos enfoques de su realidad sobrenatural, porque de hecho las diferentes dimensiones de la cultura y de la evolución humana en todas sus variantes y complejos aspectos, son los que iluminan la Iglesia con su misma luz. Al reflejar esa luz, las cosas de los hombres toman colores y formas diferentes. Pero son las cosas de los hombres las que cambian, porque la luz es siempre la misma. Como la luz del sol ilumina cada nuevo día, cielos y tierras, que aparecen siempre renovados, la luz de la Iglesia ilumina todos los amaneceres humanos y todas las mutaciones de todos los siglos, siempre con su misma luz que penetra hasta los más recónditos entresijos de las creaciones de los hombres. Las circunstancias y las obras humanas cambian; pero la luz de la Iglesia no cambia al iluminarlas todas con su claridad.

La Iglesia es Tradición, amor al tesoro de los siglos, amor a todas las palabras que a lo largo de los siglos ha ido pronunciando la Iglesia para enseñar su doctrina de salvación. No "modernizar", no "acomodar" la Iglesia a las cambiantes situaciones. El esfuerzo de los hijos de la Iglesia se ha de situar en acomodar la cultura, el trabajo, la civilización del momento a las enseñanzas permanentes de la Iglesia y a su Magisterio tradicional. Novedades, no gracias. Tradición viva, sí.

Padre José María Alba Cereceda, SJ
Más sobre el padre Alba aquí

lunes, 10 de enero de 2011

LIBERTAD RELIGIOSA Y DEBERES RELIGIOSOS DE LA SOCIEDAD


La declaración sobre libertad religiosa suscita una expectación y una curiosidad que en ciertos ambientes han llegado al apasionamiento. Interesa a hombres de muy varias ideologías, y muchas veces por motivos que no son directamente religiosos, lo que es causa de no pocas confusiones. Toda persona religiosa o fiel a su sentido moral repudia, naturalmente, las utilizaciones del término "libertad", que olvidando su significación positiva, que importa un modo humano de ir en busca del bien, lo rebaja a expresión de una simple irresponsabilidad o a una actitud de indiferentismo o de relativismo subjetivista.

Ciertamente, la declaración está muy lejos de favorecer tal actitud. La penúltima redacción del texto decía: "La afirmación de la libertad religiosa no significa que el hombre esté exento de toda obligación en materia religiosa o emancipado de la autoridad de Dios; porque la libertad religiosa no implica que la persona humana pueda estimar equivalentes lo falso y lo verdadero, o que pueda dispensarse del deber de formarse un juicio verdadero sobre las cosas religiosas, o que pueda determinar a su arbitrio si y cómo y en qué religión quiere servir a Dios."

Esta misma idea se afirma con otras palabras en el texto definitivo, que refuerza todavía más la obligación de todo hombre respecto de la religión de Cristo, única verdadera y plenamente conforme a la voluntad de Dios. Por libertad religiosa se entiende solamente la inmunidad de coacción exterior en la sociedad civil en lo tocante a la relación con Dios. Subsiste la obligación de conciencia ante Dios y no precisamente ante un Dios interpretado de cualquier manera, sino ante un Dios que se ha revelado en Cristo y habla por la autoridad espiritual de la Iglesia.

En este sentido, el texto es de una claridad meridiana. Su lectura bastará para disipar todo equívoco.

Pero hay otros aspectos en relación con las manifestaciones sociales de la vida religiosa que, por no ser objeto inmediato de la declaración, pueden escapar a la atención de muchos lectores. Uno ha oído y leído ya más de una interpretación extraña, que deja la impresión de que el documento conciliar es casi una revolución traumática en la vida de la Iglesia. Sobre dichos aspectos queremos centrar particularmente varias preguntas.

Conscientes de que en estas cuestiones hay muchos aspectos opinables y modos de actuar sujetos a posibles revisiones, desearíamos, con todo, precisar lo que va a ser oficialmente enseñanza conciliar. No prejuzgamos las iniciativas y los movimientos exploradores de sana renovación que puedan brotar en distintos sectores de la Iglesia, pero tampoco ignoramos que al amparo del aggiornamento pululan audacias superficiales o, en todo caso, se tiende a confundir o mezclar nocivamente las opiniones personales o de grupo con la auténtica doctrina de la Iglesia promulgada en el Concilio. Para la pureza y la eficacia de la multiforme y dinámica labor renovadora es necesario que se mantengan nítidos los contornos de aquella doctrina: punto de referencia, el único autorizado, para todos.

Después de todo, la suprema voz de la Iglesia es la que ha fijado qué se ha de entender por aggiornamento. El Padre Santo, en la solemne sesión pública del 18 de noviembre, habló con prodigiosa lucidez del período que comienza ahora tras el Concilio: "El de la aceptación y la ejecución de los decretos conciliares... La discusión acaba; empieza la comprensión... Es éste el período del verdadero aggiornamento, preconizado por el papa Juan XXIII, el cual no quería ciertamente atribuir a esta programática palabra el significado que alguno intenta darle, como si ella consintiera "relativizar", según el espíritu del mundo, todas las cosas de la Iglesia, dogmas, leyes, estructuras, tradiciones... Aggiornamento querrá decir de ahora en adelante para nosotros sabia penetración del espíritu del Concilio que hemos celebrado y aplicación fiel de sus normas."

Pregunta primera: La religión es algo que liga al hombre en su conciencia. Ahora bien: una corriente de interpretación liberal sostenía que es asunto totalmente personal, y que si tiene una dimensión social, compete sólo a las comunidades en que los hombres se reúnen libremente con finalidad específicamente religiosa. Se excluye que la sociedad civil u otras, en cuanto tales, tengan deberes religiosos. Más de una vez se nos ha dicho que esa interpretación liberal iba a ser prácticamente sancionada por el Concilio y que la doctrina tradicional acerca de las obligaciones reflgiosas de la sociedad se aplicaría ahora, exclusivamente, a la sociedad religiosa, por ejemplo, la Iglesia. ¿Es ésa la doctrina de la declaración sobre libertad religiosa?

Respuesta: No. La declaración proclama que la doctrina de la libertad religiosa mantiene "íntegra la doctrina católica tradicional acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades hacia la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo" (núm. l). Y añade: 'Tal potestad civil, cuyo fin propio es cuidar del bien común temporal, debe reconocer la vida religiosa de los ciudadanos y favorecerla", aunque sin entrometerse a dirigir o impedir los actos religiosos (núm. 3).

Pregunta segunda: Pero se dice por ahí que todo el deber atribuido a la sociedad civil en materia religiosa se reduce precisamente a tutelar la libertad y el ejercicio de los derechos personales, sin que deba favorecer especialmente la vida religiosa, y menos según una determinada confesión, por quedar todo esto fuera del ámbito de la ordenación civil. ¿Qué dice el Concilio?

Respuesta: El Concilio afirma, sin duda, que la tutela de los derechos y libertades legítimas de las personas es deber esencial de la potestad civil (número 6). Dicha tutela, entendida como ausencia de coacción externa, vale para todos, incluso los que obran contra la voz de su propia conciencia, incluso para los ateos. "El derecho a esa inmunidad de coacción -leemos en la declaración- persevera también en quienes no cumplen la obligación moral de buscar la verdad y de seguirla, y el ejercicio de tal derecho no puede ser impedido, siempre que se guarde el justo orden público". (núm. 3)

Ahora bien, además de esta tutela general (que es simplemente no violar la autonomía personal), la potestad pública está obligada moralmente a fomentar de modo positivo la vida religiosa. Sin mengua de la igualdad jurídica de los ciudadanos, y sin incurrir en discriminación, el deber moral del poder público, poder que viene de Dios, es muy diferente en el caso de la infidelidad y en el caso de la fidelidad de los ciudadanos a la voluntad divina: en uno, meramente no violar la voluntad infiel a Dios; en el otro, ayudar a la voluntad que quiere ser fiel a Dios. He aquí otro texto de la declaración:
"La potestad civil mediante leyes justas y otros medios aptos debe asumir eficazmente la tutela de la libertad religiosa de todos los ciudadanos y suministrar condiciones propicias para fomentar la vida religiosa, de suerte que los ciudadanos puedan ejercer efectivamente los derechos de la religión y cumplir sus deberes, y que la misma sociedad goce de los bienes de justicia y de paz, que provienen de la fidelidad de los hombres hacia Dios y su santa voluntad" (núm. 6).

La relación con que fue presentado el proyecto de declaración al aula conciliar en el mes de septiembre último reiteraba, una vez más (págs. 50-5 l), que la auténtica libertad religiosa no promueve de ningún modo un estado arreligioso o indiferente, y que la sociedad en cuanto tal puede honrar a Dios por actos públicos, en cumplimiento de su deber religioso. La declaración no propugna un estado de viejo tipo liberal (pág. 52).

Lo anotado vale para el ejercicio de la religión en cualquiera de sus varias formas. Pero el Concilio afirma además deberes específicos respecto de la religión y de la Iglesia de Cristo. Ante todo, recuerda que la libertad de la Iglesia en orden a la actuación de su misión salvífica, aparte de que se le debe por la misma razón que a cualquier grupo de personas que viven comunitariamente su religión, le compete por título peculiar "en cuanto autoridad espiritual constituida por Cristo Señor, a la que por divino mandato incumbe el deber de ir a todo el mundo y predicar el Evangelio a toda criatura" (núm. 13). Y junto a esta obligación que las sociedades tienen de respetar, por doble título, la libertad de la Iglesia, el Concilio evoca y confirma igualmente los demás deberes morales enseñados por la doctrina tradicional. El texto ya citado del número 1 es taxativo: "Se mantiene íntegra la doctrina católica tradicional acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades hacia la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo."

Pregunta tercera: Pero quizá se trata de deberes morales, que no tocan a la ordenación jurídica. Al menos, piensan algunos, no se incluye el llamado Estado confesional en la forma prevista en los modernos concordatos.

Respuesta: Se trata de deberes morales que tienen por objeto la esfera jurídica, al menos en buena parte. Las relaciones al esquema, ya mencionadas, han repetido constantemente que la libertad religiosa no se contrapone a la confesionalidad del Estado. Son perfectamente compatibles. El texto oficial de la declaración supone el caso de países en que "se da a una comunidad religiosa reconocimiento civil especial dentro de la ordenación jurídica de la sociedad" (número 6). Y de los concordatos asegura expresamente en la nota 39: "Nada hay en la doctrina de la libertad religiosa que pugne, de manera alguna, con la práctica contemporánea de los concordatos."

Pregunta cuarta: Con todo, el reconocimiento especial de una comunidad religiosa aparece más bien como una concesión a circunstancias históricas. Hay en muchos la opinión de que la forma condicional en que se presenta dicho reconocimiento demuestra que, si bien no se reprueba, tampoco es lo más deseable.

Respuesta: Si prescindimos aquí de las opiniones de cada uno sobre lo que es deseable, o lo que en cada caso es realizable, y nos atenemos a la declaración conciliar, hay que decir que ésta no emite ni insinúa calificación alguna sobre el reconocimiento que comentamos. Para entender esto rectamente, hay que tener en cuenta el objeto y la intención manifiesta de la declaración. Parte ésta de la existencia de dos cuestiones en lo tocante a deberes y derechos de carácter religioso: de una parte, los derechos inherentes a la misión de la Iglesia y los deberes morales de la sociedad y del poder público hacia la misma; de otra parte, las exigencias de la libertad personal.

Como advierte la relación (pág. 20), la cuestión primera ha sido ya suficientemente explanada en la doctrina tradicional de la Iglesia, especialmente en los documentos pontificios hasta León XIII. La declaración supone y reafirma esa doctrina tradicional (números 1 y 3), pero no se detiene a exponerla, pues su objeto propio es desarrollar la segunda cuestión, referente a los derechos de la persona en el marco de la sociedad civil. Por eso, lógicamente, al tratar en el número 6 del deber que tiene la potestad civil de tutelar la libertad religiosa de todos los ciudadanos, evoca el caso de que haya un reconocimiento especial en favor de una comunidad, para señalar en ese supuesto la libertad que corresponde a los posibles "disidentes". No juzga para nada el caso en sí mismo: se limita a evocarlo de pasada (de ahí la elocución condicional), sin calificación alguna. El reconocimiento aludido sigue teniendo la valoración que merezca, según la concepción vigente acerca de las relaciones entre religión y sociedad civil, y de manera especial, si se trata de la Iglesia católica, según la doctrina tradicional de la misma en esa materia.

Pregunta quinta: ¿Cabe, pues, seguir pensando que el ideal de un pueblo cristiano es ajustar su ordenación jurídica a la profesión de la religión de Cristo, si las circunstancias lo hacen posible?

Respuesta: Cabe seguir pensándolo, con la condición, naturalmente, de que se respete la legítima libertad de otras comunidades religiosas y la igualdad jurídica de los ciudadanos (número 6). Pero es preciso que, tanto los persuadidos de que la referida ordenación constituye la forma mejor de cumplir el deber religioso de la sociedad, como los que opinen lo contrario, no pretendan apelar a la presente declaración del Concilio. La declaración vindica la libertad suficiente para que la Iglesia pueda cumplir su misión divina. Es lo mínimo. No pasa más allá; no determina, por tanto, cuál es la forma mejor o la forma debida en la ordenación de las relaciones entre la Iglesia y la sociedad civil. No incluye, ni tampoco excluye, una sentencia dada sobre la cuestión. Mejor dicho: la incluye implícitamente en la medida y conforme al sentido en que tal sentencia esté contenida en la doctrina tradicional acerca de los deberes religiosos de la sociedad: doctrina, como hemos visto, reafirmada íntegramente por la declaración.

Mas el contenido de esa doctrina tradicional ha de buscarse en otros documentos eclesiásticos; en el que nos ocupa se hallará únicamente el condicionamiento que en cualquier ordenación social importan los derechos propios de las personas.

Monseñor José Guerra Campos

viernes, 7 de enero de 2011

PATRIA: LA GAITA Y LA LIRA


¡Cómo tira de nosotros! Ningún aire nos parece tan fino como el de nuestra tierra; ningún césped más tierno que el suyo; ninguna música comparable a la de sus arroyos. Pero... ¿no hay en esa succión de la tierra una venenosa sensualidad? Tiene algo de fluido físico, orgánico, casi de calidad vegetal, como si nos prendieran a la tierra sutiles raíces. Es la clase de amor que invita a disolverse. A ablandarse. A llorar. El que se diluye en melancolía cuando plañe la gaita. Amor que se abriga y se repliega más cada vez hacia la mayor intimidad; de la comarca al valle nativo; del valle al remanso donde la casa ancestral se refleja; del remanso a la casa; de la casa al rincón de los recuerdos.

Todo eso es muy dulce, como un dulce vino. Pero también, como en el vino, se esconden en esa dulzura embriaguez e indolencia.

A tal manera de amar, ¿puede llamarse patriotismo? Si el patriotismo fuera la ternura afectiva, no sería el mejor de los humanos amores. Los hombres cederían en patriotismo a las plantas, que les ganan en apego a la tierra. No puede ser llamado patriotismo lo primero que en nuestro espíritu hallamos a mano. Es elemental impregnación en lo telúrico. Tiene que ser, para que gane la mejor calidad, lo que esté cabalmente al otro extremo, lo más difícil; lo más depurado de gangas terrenas; lo más agudo y limpio de contornos; lo más invariable. Es decir, tiene que clavar sus puntales, no en lo sensible, sino en lo intelectual.

Bien está que bebamos el vino dulce de la gaita, pero sin entregarle nuestros secretos. Todo lo que es sensual dura poco. Miles y miles de primaveras se han marchitado, y aún dos y dos siguen sumando cuatro, como desde el origen de la creación. No plantemos nuestros amores esenciales en el césped que ha visto marchitar tantas primaveras; tendámoslos, como líneas sin peso y sin volumen, hacia el ámbito eterno donde cantan los números su canción exacta.

La canción que mide la lira, rica en empresas porque es sabia en números.

Así, pues, no veamos en la patria el arroyo y el césped, la canción y la gaita; veamos un destino, una empresa. La patria es aquello que, en el mundo, configuró una empresa colectiva. Sin empresa no hay patria; sin la presencia de la fe en un destino común, todo se disuelve en comarcas nativas, en sabores y colores locales. Calla la lira y suena la gaita. Ya no hay razón –si no es, por ejemplo, de subalterna condición económica– para que cada valle siga unido al vecino. Enmudecen los números de los imperios –geometría y arquitectura– para que silben su llamada los genios de la disgregación, que se esconden bajo los hongos de cada aldea.

José Antonio Primo de Rivera
FE, nº 2, 11 de enero de 1934