Llegó la noticia. Ángela se ha muerto. Después de cinco años, la enfermedad ha acabado con su vida mortal para dar paso inmediato a la vida eterna. Sólo los suyos, su familia, saben el sufrimiento y el dolor incesante que ha tenido y que a los demás nos ocultaron, su familia y ella, tras la sonrisa y la serenidad de quien lo acepta como un regalo. El ejemplo impresionante de Ángela con la enfermedad no ha extrañado a quien ya la conocíamos. Es cierto aquello de que “se muere como se vive” y por eso escribo mi escueto testimonio.
No es fácil el camino hacia la santidad y para que el marido de Ángela, Manuel María Domenech, no me responda que sí, agregaré que “o al menos escogerlo”. Ella, y él, lo escogieron en tiempos difíciles, en una época de confusión, de relajación, de deserciones y de traiciones. En mitad de una convulsión que hizo reventar “un pozo de donde salían humo y langostas”. Se exigía lealtad a la Fe y Ángela no dudó en mantenerla intacta, tras el Padre Alba, peregrinando sin descanso “por el triunfo del Reino de Cristo”. Ángela trabajó, toda su vida y en primera fila, para dar lo que había recibido y encontró un cobijo excepcional en la Unión Seglar desde su fundación, bastión de la integridad de la Fe, la Patria y la Familia. Pero ese bastión no fue una urna, una vitrina, donde conservar intacto lo recibido. Lo conservaron y lo entregaron. El padre Alba diseñó la tradición aplicada al momento vivido, al lugar habitado, a las almas encomendadas y a las familias congregadas. No sólo era imprescindible conservar la Fe y la Doctrina, sino que había que transmitirlas incansablemente como la Iglesia hace con la Gracia Divina. Han sido cientos de jóvenes, cientos de familias, cientos de vocaciones religiosas. Por sus frutos los conoceréis.
No hay manera de resumir las empresas en las que Ángela estuvo embarcada por la reedificación de la Cristiandad, capitaneadas por el padre Alba. Pero debo destacar dos de ellas, muy significativas, que reflejan perfectamente quién era Ángela y cómo vivió el compromiso del camino elegido.
El Campamento. Él, su marido, y ella, eran los Jefes del Campamento de la Unión Seglar. Lo fueron durante muchos años. Más de treinta, seguro. Ángela era “La Jefa” y así nos referíamos a ella. No hacía falta agregarle el nombre. Bajo su dirección se formaban cientos de jóvenes todos los veranos que, tras quince días de intensas vivencias, acumulaban las gracias, la formación y los propósitos necesarios para militar un nuevo curso bajo la Bandera de Cristo. Catecismo, magisterio, historia, dirección espiritual, sacramentos, deporte, diversión, excursiones… todo y durante tantos años gracias, en gran parte, a los desvelos de Ángela, al sacrificio de su tiempo, que era suyo y de los suyos. Ella cuidaba de todo y de todos, hasta el mínimo detalle, donde demostraba cumplir escrupulosamente una de las consignas que todos los años se repetía: vale quien sirve. El padre Alba combatía en muchos frentes y éste estaba bien custodiado. Ángela era una garantía. Como María, como la Iglesia, ella fue madre y maestra de miles de acampados.
La Procesión de Mayo. El último sábado del mes de María, Mayo, se realiza en Barcelona la procesión más grande, en número y devoción, de toda Cataluña. La Virgen de Fátima es paseada por las calles, a hombros, rodeada de miles de personas que, rezando su Santo Rosario, reparan su Dulce Corazón ofendido y dan testimonio público de su Fe Católica. Con el Himno Nacional se inicia la marcha, tocado por la Banda de Tambores y Cornetas de la Unión Seglar, de la que han formado parte importante los hijos de Ángela. Escuchar como retumba Himno Nacional, en pleno centro de Barcelona y con la Virgen de Fátima haciendo acto de presencia, es uno de los momentos más emocionantes que yo he vivido. Recuerdo, hace muchos años, que llevando la imagen y las andas de la Virgen a Barcelona, con el padre Alba, nos encontramos en la puerta de la iglesia a Ángela para preparar la procesión. Allí estaba ella, para adornar con flores y luces a Quién en unas horas iba a bendecir Barcelona con Su presencia. Y de velas, que instantes antes de empezar, repartía con una sonrisa a los que se agolpaban para iluminar a Nuestra Señora. Rindió, promovió y preparó el culto público a Nuestra Señora, algo que rechazaban los progresistas, porque querían acabar con la devoción a María y con el culto público. Cuarenta años lleva la Virgen procesionando, ininterrumpidamente, por Barcelona. Cuarenta años sonando el Himno Nacional, como tributo público de España a Quien es Soberana de esta tierra santa. Cuarenta años en que Ángela, a contracorriente, se mantuvo fiel a María y puso los medios para que otros muchos pudiéramos expresar la Fe de un pueblo que se resiste a morir.
Estos días finales de tu vida, Ángela, he rezado por ti. Ahora que puedo decir, con esperanza y conocimiento, que estás en el Cielo, intercede por nosotros. Y te doy, de todo corazón, públicamente las gracias por:
- Haber acompañado al padre Alba desde el principio hasta el final, ayudando y permitiendo que otros muchos pudiéramos hacer lo mismo.
- Ser un pilar y un ejemplo en la Unión Seglar, con tal vocación de servicio, que has dado valor incalculable a tu vida.
- Tener un hijo sacerdote, pues como decía el padre Ángel Garralda, ningún hombre merece serlo pero sí una santa madre tenerlo.
- Acogernos siempre, a mis padres y a mis hermanos, como miembros de tu familia.
- También, porque un magnífico amigo mío, en un momento de cambios en su vida, quise ayudarle diciéndole que nos fuésemos juntos a Roma a la Beatificación de los mártires de la Cruzada. Yo tenía el convencimiento de que mi amigo encontraría allí a su futura mujer. Y así fue. Era tu hija, Inmaculada, a la que conoció allí y con la que se casó en el Templo Nacional Expiatorio del Tibidabo años más tarde.
Te recordaremos siempre, Ángela, entre otras cosas, porque nos encomendaremos a ti para que podamos contribuir, como tú lo has hecho, a “luchar por el triunfo final de Cristo Rey” y adelantar “una nueva era de Gracia y Verdad”. Me quedo con tu imagen firme ante nuestras Banderas y la Cruz de los Mártires, con la boina blanca y la camisa caqui, al frente de una muchedumbre que ansía seguir tus pasos, los del padre Alba, los de la España de siempre, los del Evangelio.
Miguel Menéndez Piñar