LA MORAL DEL SIGLO XXI
“ABC” publicó un artículo de Luis Racionero bajo el título “El origen de los valores”. Según su autor, toda sociedad histórica ha tratado de fundamentar los valores y normas morales y jurídicas vigentes en ella en una instancia superior metafísica que, en la Europa anterior al siglo XIX, fue siempre la religión cristiana. El que mandaba y el que reprimía u ordenaba su conducta lo hacía siempre, no por un simple imperativo jurídico humano, sino porque tal era la voluntad de Dios reflejada en el orden natural. Durante siglos —dice Racionero— “el cristianismo logró ordenar el individualismo bárbaro bajo la férula de la cristiandad, imponiendo unos valores tomados de la Biblia y de los Evangelios, sancionados por las penas del infierno o los deleites del paraíso, y, si esto no bastaba, por la Inquisición y el brazo secular a sus órdenes”.
“El siglo de las Luces —añade— acabó con esto, y propuso la idea de un imperativo categórico de la razón, creyendo que, cuando se diese educación a la gente, ésta actuaría de modo razonable”. Las atrocidades bélicas y revolucionarias de los siglos XIX y XX no han confirmado ciertamente estos augurios, y una pléyade de sombríos diagnosticadores de nuestra época —desde Spengler hasta Koestler— confluyen en la necesidad de establecer una “escala de valores” de común aceptación que sirvan de referencia obligada a las leyes y las conductas. Su fundamentación en la ciencia le parece a Racionero imposible, dada la continua evolución de la misma. Ortega y Gasset y la escuela axiológica han tratado de conferir (o reconocer) objetividad a los valores, que serían así elementos de la realidad y no meras reacciones sentimentales o afectivas del sujeto.
Este ensayo de una moral laica, pero objetiva y estable, sería muy deseable, según nuestro autor, pero sucede que los valores sólo sirven para discutirlos, propagarlos o intentar “superarlos”.
La única solución sensata en orden al próximo milenio sería —para él— llegar a una escala de valores mediante el consenso. Existen —dice— una serie de normas y sentencias de general admisión por los humanos (conócete a ti mismo, nada en exceso, el Hombre es un fin en sí mismo, ama a tu prójimo, no hagas lo que no desees para ti, etc.), cuyos autores son hombres como Sócrates, Protágoras, Jesucristo, Kant, Teilhard… Si toda la humanidad conviniera en esos imperativos tendríamos un decálogo humanista y filantrópico perfectamente estable y universal.
Lo malo sería alcanzar ese consenso. Habría que apelar a novelistas como Rousseau para que lo imaginaran y escribieran. Además, aunque el imposible se diera, ¿cómo lograr que cada hombre aceptara los sacrificios o los esfuerzos inmensos (a veces la muerte o la ruina) que el cumplimiento de la moral exige, si ésta se basa sólo en un acuerdo meramente voluntario, humano, perfectamente discutible y discutido en el que él seguramente no ha participado?
Por otra parte, el ensayo ya se hizo en España hace cerca de dos siglos. En esto fuimos pioneros. La Constitución de 1812 fue el primer fruto de una Asamblea Constituyente (convención o consenso) a imitación de la Revolución francesa. En ella se establecía que los españoles habrían de ser “justos, honrados y benéficos”. Tan ambicioso imperativo ha servido de general pitorreo hasta nuestros días. Quizá la última década socialista que hemos vivido sea el mejor contraste del cumplimiento de aquel imperativo constitucional.
Yo no sé cuándo ni cómo el hombre moderno no creyente dispondrá para regular su conducta de algo que no sea la normativa legal positivista, ni si esa reconquista se hará por una inspiración superior, sobrenatural, o mediante trágicas experiencias históricas. Sólo sé que esa normativa superior habrá de ser necesariamente religiosa y, por supuesto, nuevamente cristiana. Todo lo demás son historias para escribir ensayos.
Rafael Gambra
16 de septiembre de 1995.
“ABC” publicó un artículo de Luis Racionero bajo el título “El origen de los valores”. Según su autor, toda sociedad histórica ha tratado de fundamentar los valores y normas morales y jurídicas vigentes en ella en una instancia superior metafísica que, en la Europa anterior al siglo XIX, fue siempre la religión cristiana. El que mandaba y el que reprimía u ordenaba su conducta lo hacía siempre, no por un simple imperativo jurídico humano, sino porque tal era la voluntad de Dios reflejada en el orden natural. Durante siglos —dice Racionero— “el cristianismo logró ordenar el individualismo bárbaro bajo la férula de la cristiandad, imponiendo unos valores tomados de la Biblia y de los Evangelios, sancionados por las penas del infierno o los deleites del paraíso, y, si esto no bastaba, por la Inquisición y el brazo secular a sus órdenes”.
“El siglo de las Luces —añade— acabó con esto, y propuso la idea de un imperativo categórico de la razón, creyendo que, cuando se diese educación a la gente, ésta actuaría de modo razonable”. Las atrocidades bélicas y revolucionarias de los siglos XIX y XX no han confirmado ciertamente estos augurios, y una pléyade de sombríos diagnosticadores de nuestra época —desde Spengler hasta Koestler— confluyen en la necesidad de establecer una “escala de valores” de común aceptación que sirvan de referencia obligada a las leyes y las conductas. Su fundamentación en la ciencia le parece a Racionero imposible, dada la continua evolución de la misma. Ortega y Gasset y la escuela axiológica han tratado de conferir (o reconocer) objetividad a los valores, que serían así elementos de la realidad y no meras reacciones sentimentales o afectivas del sujeto.
Este ensayo de una moral laica, pero objetiva y estable, sería muy deseable, según nuestro autor, pero sucede que los valores sólo sirven para discutirlos, propagarlos o intentar “superarlos”.
La única solución sensata en orden al próximo milenio sería —para él— llegar a una escala de valores mediante el consenso. Existen —dice— una serie de normas y sentencias de general admisión por los humanos (conócete a ti mismo, nada en exceso, el Hombre es un fin en sí mismo, ama a tu prójimo, no hagas lo que no desees para ti, etc.), cuyos autores son hombres como Sócrates, Protágoras, Jesucristo, Kant, Teilhard… Si toda la humanidad conviniera en esos imperativos tendríamos un decálogo humanista y filantrópico perfectamente estable y universal.
Lo malo sería alcanzar ese consenso. Habría que apelar a novelistas como Rousseau para que lo imaginaran y escribieran. Además, aunque el imposible se diera, ¿cómo lograr que cada hombre aceptara los sacrificios o los esfuerzos inmensos (a veces la muerte o la ruina) que el cumplimiento de la moral exige, si ésta se basa sólo en un acuerdo meramente voluntario, humano, perfectamente discutible y discutido en el que él seguramente no ha participado?
Por otra parte, el ensayo ya se hizo en España hace cerca de dos siglos. En esto fuimos pioneros. La Constitución de 1812 fue el primer fruto de una Asamblea Constituyente (convención o consenso) a imitación de la Revolución francesa. En ella se establecía que los españoles habrían de ser “justos, honrados y benéficos”. Tan ambicioso imperativo ha servido de general pitorreo hasta nuestros días. Quizá la última década socialista que hemos vivido sea el mejor contraste del cumplimiento de aquel imperativo constitucional.
Yo no sé cuándo ni cómo el hombre moderno no creyente dispondrá para regular su conducta de algo que no sea la normativa legal positivista, ni si esa reconquista se hará por una inspiración superior, sobrenatural, o mediante trágicas experiencias históricas. Sólo sé que esa normativa superior habrá de ser necesariamente religiosa y, por supuesto, nuevamente cristiana. Todo lo demás son historias para escribir ensayos.
Rafael Gambra
16 de septiembre de 1995.
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