El 18 de Julio de 1936 sigue siendo una fecha clave y, a la vez, desencadenante. La hoja del calendario que señalaba el día, el mes y el año, fue desprendida, pero el acontecimiento que enmarcaba continúa vivo, porque fue trascendente, saltando la frontera temporal de unas horas fugitivas.
Se iniciaba un Alzamiento militar en España. Tenía un respaldo civil importante. Respondía a una exigencia biológica nacional. Contaba con una doctrina y un programa político entrañado en la Historia y con proyección de futuro.
No fue un pronunciamiento castrense al estilo decimonónico, ni una lucha entre facciones que aspiraban a la conquista del poder. No fue una guerra civil químicamente pura. Fue el planteamiento beligerante y castrense de un combate ideológico en el que se debatía lo sustancial, en el que se había hecho necesario y urgente, como había dicho José Antonio, dar la existencia para salvar la esencia.
Por eso la contienda española quedó “ab initio” desbordada. Desbordada, porque adquirió dimensiones universales; y no sólo por la presencia en uno y otro frente de voluntarios no españoles, sino porque en cada nación del planeta el enfrentamiento se produjo a nivel de la simpatía y hasta de la ayuda a uno u otro bando contendiente. Desbordada, porque los valores en juego, los que habían informado la Cristiandad, como manifestación política del Cristianismo, elevaron la lucha a la categoría de Cruzada, como la Iglesia la calificó reiteradamente.
Fe y Patria, Altar y Hogar, fueron, en síntesis, las ideas que movilizaron a una de las mejores generaciones españolas de todos los tiempos a empuñar las armas o a morir, sin una queja, victimada en parte por los enemigos, en las tapias de los cementerios, en las bodegas de los buques de carga, en las escolleras de los puertos, en lo profundo de las minas, al borde de los caminos.
Esos ideales hicieron posible mantener nuestras constantes históricas, como la resistencia de Numancia y Sagunto, renovadas en el Santuario de la Virgen de la Cabeza y en el Alcázar de Toledo, o la del patriotismo sacrificado que ahoga la voz y el instinto de la sangre, como el de Guzmán el Bueno, actualizado por el coronel Moscardó.
Con esa armadura espiritual se explican los héroes y los mártires, y los procesos de beatificación y canonización de las Carmelitas de Guadalajara y los Pasionistas de Daimiel, entre tantos otros. Y a ellos siguen y seguirán los miles que aguardan aún la pública y solemne proclamación oficial de sus virtudes ejemplares.
El Estado que comenzó a construirse a partir del Alzamiento, que fue gestándose en la tensión guerrera de la Cruzada y que se perfeccionó a raíz de la victoria del 1º de Abril de 1939, quiso inspirar su ordenamiento jurídico en el Evangelio, y transformar el talante del español de tal manera, que olvidara aquella frase decadente y pesimista de Cánovas del Castillo, “español es el que no puede ser otra cosa”, y asimilar hasta el tuétano la de José Antonio: “ser español es una de las pocas cosas serias que se pueden ser en el mundo”. Una y otra frase simbolizan a la generación resignada y plañidera del '98 —por muchos que fuesen sus méritos literarios— y a la generación optimista y emprendedora de 1936.
España surgió de la miseria material y moral. El país fue reconstruido y “cambió de piel”. La revolución industrial se hizo con éxito, no obstante su retraso y el cerco exterior, injusto e impuesto por el triunfo aliado y su debilidad ante la presión comunista. Los españoles se reconciliaron y un largo período de paz interior, poco corriente en nuestra Historia, sorprendía a un mundo que miraba con asombro —amor, envidia, odio— la fuerza operativa de una España que se había reencontrado a sí misma.
No quiero comparar esa España con la España de hoy. El análisis de un cambio profundo a peor, como el que ahora se está produciendo, y que incide por su gravedad en la subsistencia de España como ser colectivo, el estudio de las causas que han conducido a este cambio y la contemplación de los grupos y fuerzas —no sólo políticas— que lo han respaldado y lo respaldan, exigiría un trabajo más extenso que no pasa, sin embargo, a la tierra del olvido.
La Cruzada española, la última Cruzada, está ahí —pese a la manipulación intencionada— como un punto de reflexión intelectual, pero también como una bandera alzada o una convocatoria viril para los hombres que no quieren convertirse en marionetas o las patrias que se niegan a convertirse en colonias.
Blas Piñar
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